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En lugar de intentar cavar veintitrés tumbas, o una fosa común lo bastante grande para meter en ella veintitrés cadáveres, construimos una pira y la encendimos mientras el bosque todavía estaba húmedo. Utilicé mis habilidades para asegurarme de que ardiera bien.

Pero había un caso especiaclass="underline" el centinela que Marten había matado y que yo había utilizado. Mientras mis compañeros recogían leña para la pira, fui al lado sur de la cresta y encontré el sitio donde Tempi lo había escondido y tapado con una rama de abeto.

Me quedé contemplando largo rato el cadáver antes de llevármelo hacia el sur. Encontré un sitio tranquilo bajo un sauce y levanté un montículo de piedras. Entonces me metí entre la maleza y vomité.

¿El rayo? Bueno, es difícil explicar lo del rayo. Una tormenta. Un vínculo galvánico con dos flechas parecidas. Un intento de conectar el árbol a tierra convirtiéndolo en un poderoso pararrayos. Sinceramente, no sé si puedo atribuirme el mérito de que el rayo cayera donde lo hizo y cuando lo hizo. Pero según las historias, llamé al rayo y el rayo acudió.

Según lo que me contaron los otros, no fue un rayo normal y corriente, sino varios en rápida sucesión. Dedan lo describió como «una columna de fuego blanco», y dijo que hizo estremecer la tierra con tanta fuerza que lo derribó.

Por el motivo que fuera, aquel roble gigantesco quedó reducido a un tocón chamuscado más o menos de la altura de un itinolito. Trozos enormes del tronco y las ramas yacían esparcidos alrededor. Los árboles más pequeños y los matorrales que había cerca habían ardido y la lluvia había apagado las llamas. La mayoría de los largos tablones que los bandidos habían utilizado para erigir sus fortificaciones se habían hecho añicos o se habían quemado quedando reducidos a brasas. Alrededor de la base del roble, unos profundos surcos abiertos en la tierra se extendían en forma de radios, y hacían que pareciera que un loco hubiera arado el claro, o que una bestia inmensa hubiera hurgado en él con sus garras.

Pese a todo eso, después de nuestra victoria nos quedamos tres días en el campamento de los bandidos. El arroyo nos proporcionaba agua, y las provisiones de los bandidos eran más abundantes que las nuestras. Además, después de rescatar algunos trozos de madera y lona, cada uno de nosotros pudo permitirse el lujo de descansar en una tienda o bajo un cobertizo.

Una vez cumplida nuestra misión, se redujeron las tensiones en el grupo. Paró de llover y ya no teníamos que preocuparnos por ocultar nuestro fuego, y gracias a eso Marten empezó a recuperarse de su resfriado. Dedan y Hespe se trataban educadamente, y Dedan dejó de soltar contra mí al menos tres cuartas partes de sus incesantes asnadas.

Sin embargo, pese al alivio que suponía haber terminado el trabajo, no nos sentíamos cómodos del todo. Por la noche no contábamos historias, y Marten se distanciaba de mí siempre que podía. Yo no se lo reprochaba, teniendo en cuenta lo que había visto.

Por ese motivo, aproveché la primera oportunidad que se me presentó para destruir, sin que los demás me vieran, los fetiches de cera que había hecho. Ya no los necesitaba, y me preocupaba que alguno de mis compañeros los encontrara en mi macuto.

Tempi no hizo ningún comentario sobre lo que yo había hecho con el cadáver del bandido, y me dio la impresión de que no me lo echaba en cara. Ahora me doy cuenta de lo poco que entendía a los Adem en realidad. Pero entonces lo único que noté fue que Tempi pasaba menos tiempo ayudándome a practicar el Ketan, y más tiempo practicando nuestro idioma y hablando del siempre confuso concepto del Lethani.

El segundo día fuimos a recoger nuestro material del campamento anterior. Sentí un gran alivio al recuperar mi laúd, y me alegré aún más de comprobar que el maravilloso estuche de Denna se había mantenido seco y estanco pese a la incesante lluvia.

Y como ya no teníamos que escondernos, toqué. Durante un día entero no hice nada más. Llevaba casi un mes sin tocar ni un solo acorde, y echaba de menos la música mucho más de lo que podéis imaginar.

Al principio pensé que a Tempi no le interesaba mi música. Aparte del hecho de que lo había insultado, no sabía cómo, cantando una canción, Tempi siempre se marchaba del campamento en cuanto yo sacaba mi laúd. Entonces descubrí que me espiaba, aunque siempre a cierta distancia y medio escondido. En cuanto me di cuenta y me fijé, comprobé que siempre me escuchaba mientras yo tocaba. Con los ojos como platos. Inmóvil como una roca.

El tercer día, Hespe anunció que su pierna ya le permitía andar un poco. Así que teníamos que decidir qué íbamos a llevarnos y qué íbamos a dejar allí.

No iba a ser tan difícil como se podría suponer. El rayo, el árbol caído o la exposición a la tormenta habían destruido gran parte del material de los bandidos. Aun así, había objetos de valor que valía la pena salvar del campamento.

No habíamos podido registrar a fondo la tienda del cabecilla, pues había quedado aplastada bajo una de las inmensas ramas del roble. Aquella rama, de más de medio metro de grosor, era más grande que muchos árboles. Sin embargo, el tercer día conseguimos por fin retirarla de los restos de la tienda.

Estaba impaciente por examinar el cadáver del cabecilla, porque desde el momento en que lo había visto salir de la tienda me rondaba algo por la memoria. Además, tenía un interés más materiaclass="underline" sabía que su cota de malla valía al menos doce talentos.

Pero no encontramos ni rastro del cabecilla. Eso nos desconcertó un poco. Marten solo había descubierto unas huellas que se alejaban del campamento, las del centinela que había huido. Ninguno de nosotros sabía adónde podía haber ido el jefe de los bandidos.

Para mí, aquello era un enigma y un fastidio, pues confiaba en poder verle de cerca la cara. Dedan y Hespe creían que sencillamente había huido aprovechando el caos causado por la caída del rayo, quizá utilizando el arroyo para no dejar pisadas.

Sin embargo, Marten fue inquietándose más y más cuando comprobamos que el cadáver no aparecía. Murmuró algo sobre demonios y se opuso a acercarse a los restos de la tienda. Pensé que eran tonterías de supersticioso, pero no negaré que a mí también me dejó un poco intranquilo la desaparición del cadáver.

Dentro de la tienda encontramos una mesa, un camastro, un escritorio y un par de sillas, todo destrozado e inservible. Entre los restos del escritorio había unos papeles que me habría encantado leer, pero llevaban demasiado tiempo a la intemperie y la tinta se había corrido. También había una pesada caja de madera noble, algo más pequeña que una hogaza de pan. Tenía el emblema de la familia Alveron pintado con esmalte en la tapa, y estaba cerrada con llave.

Hespe y Marten admitieron que algo sabían de forzar cerraduras, y, como sentía curiosidad por saber qué había dentro, les dejé probar tras advertirles que no debían estropearla. Ambos lo intentaron, pero ninguno con éxito.

Tras unos veinte minutos hurgando en la cerradura, Marten levantó los brazos.

– Nada, no hay manera -dijo. Se enderezó y se llevó las manos a los riñones.

– Si queréis, puedo intentarlo yo -dije. Lamenté que ninguno de los dos hubiera conseguido abrirla, pues forzar cerraduras no es la clase de habilidad de la que debe enorgullecerse un arcanista. No encajaba con la reputación que yo quería forjarme.

– ¿En serio? -dijo Hespe arqueando una ceja-. Es verdad que pareces un joven Táborlin.

Me acordé de la historia que nos había contado Marten unos días antes.

– Por supuesto -dije riendo-. ¡Edro! -grité con mi mejor voz de Táborlin el Grande, y golpeé la tapa de la caja con la mano.

La tapa se abrió.

Me sorprendí tanto como los demás, pero lo disimulé mejor. Era evidente que lo que había pasado era que Dedan o Marten habían conseguido forzar la cerradura, y que la caja no se había abierto porque la tapa estaba atascada. Seguramente, la madera se había inflado tras tantos días expuesta a la humedad. Al golpearla yo, sencillamente se había desatascado.