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Pero ellos no lo sabían. A juzgar por la expresión de sus rostros, se diría que acabara de transmutar oro. Incluso Tempi arqueó una ceja.

– Un truco muy espectacular, Táborlin -dijo Hespe, como si no estuviera muy segura de si les tomaba el pelo.

Decidí no dar explicaciones y me guardé el juego de ganzúas en el bolsillo de la capa. Ya que iba a ser arcanista, prefería ser un arcanista famoso.

Haciendo todo lo posible para transmitir un aire de poderío y solemnidad, levanté la tapa de la caja y miré en el interior. Lo primero que vi fue un trozo de papel grueso, doblado. Lo saqué.

– ¿Qué es? -preguntó Dedan.

Lo sostuve en alto para que lo vieran todos. Era un mapa de los alrededores, muy detallado; no solo representaba con precisión el sinuoso camino, sino que también ubicaba las granjas y los arroyos cercanos. Crosson, Fenhill y la posada La Buena Blanca estaban marcados y rotulados en el camino occidental.

– ¿Qué es eso? -preguntó Dedan apuntando con un grueso dedo una X sin inscripción debajo marcada en el bosque, en el lado sur del camino.

– Creo que es este campamento -dijo Marten, y señaló-. Está junto al arroyo.

Asentí con la cabeza.

– Si es así, estamos más cerca de Crosson de lo que yo creía. Si vamos hacia el sudeste desde aquí, nos ahorraremos más de un día de camino. -Miré a Marten-. ¿Qué te parece a ti?

– Dame. Déjame ver. -Le pasé el mapa, y Marten lo estudió-. Sí, eso parece -coincidió-. No creía que hubiéramos llegado tan al sur. Por ese camino nos ahorraríamos al menos cuarenta kilómetros.

– No está nada mal -terció Hespe frotándose la pierna vendada-. Es decir, a menos que alguno de ustedes, caballeros, esté dispuesto a llevarme en brazos.

Volví a mirar en la caja. Estaba llena de paquetitos envueltos en tela. Abrí uno y vi un destello dorado.

Todos murmuraron. Examiné el resto de aquellos paquetes pequeños y pesados y encontré más monedas, todas de oro. Calculé que debía de haber aproximadamente doscientos reales. Pese a que nunca había tenido uno en la mano, sabía que un real de oro valía ochenta sueldos, casi tanto como lo que el maer me había dado para financiar todo nuestro viaje. No me extrañó que el maer estuviera tan ansioso por poner fin a los asaltos a sus recaudadores de impuestos.

Hice una serie de cálculos mentales para convertir el contenido de la caja en otra moneda más familiar y obtuve un resultado de más de quinientos talentos de plata. Suficiente dinero para comprar una buena posada junto al camino, o toda una granja con el ganado y el material incluidos. Con aquella cantidad de dinero podías comprarte un título menor, un puesto en la corte o un grado de oficial en el ejército.

Los demás también hicieron sus cálculos.

– ¿Qué os parece si nos repartimos un poco de ese dinero? -propuso Dedan sin muchas esperanzas.

Vacilé y luego metí la mano en la caja.

– ¿Os parece bien un real para cada uno?

Todos se quedaron callados mientras desenvolvía uno de los paquetitos. Dedan me miró con incredulidad.

– ¿Lo dices en serio?

Le puse una gruesa moneda en la mano.

– Tal como yo lo veo, alguien menos escrupuloso quizá olvidara comentarle este hallazgo a Alveron. O quizá ni siquiera regresase a la corte de Alveron. Creo que un real por cabeza -les lancé sendas monedas de oro a Marten y a Hespe- es una buena recompensa por nuestra honradez.

»Además -añadí lanzándole un real a Tempi-, me contrataron para que encontrara a un hatajo de bandidos, y no para que destruyese un pequeño acuartelamiento militar. -Levanté mi real-. Esta es nuestra bonificación por los servicios prestados más allá del deber. -Me guardé la moneda y me di unos golpecitos en el bolsillo-. Alveron no tiene por qué saberlo.

Dedan rió y me dio una palmada en la espalda.

– Veo que en el fondo no eres tan diferente del resto de nosotros -comentó.

Le devolví la sonrisa y cerré la tapa de la caja. Oí cómo la cerradura se cerraba.

No mencioné los otros dos motivos que tenía para actuar de aquella forma. En primer lugar, estaba comprando la lealtad de mis compañeros. Era inevitable que ellos hubieran reparado en lo fácil que habría sido coger aquella caja y desaparecer. Esa idea también había pasado por mi mente. Con quinientos talentos podría pagar mis estudios en la Universidad durante diez años, y aún me sobraría mucho.

Sin embargo, ahora todos eran considerablemente más ricos, y era más fácil que enfocaran la situación con honradez. Una gruesa moneda de oro evitaría que pensaran en todo el dinero que yo llevaba encima. De todas formas, pensaba dormir con la caja cerrada bajo mi almohada.

En segundo lugar, me venía muy bien ese dinero. Tanto el real que me había guardado en el bolsillo a la vista de todos como los otros tres que había hecho desaparecer disimuladamente al entregarles las monedas a mis compañeros. Como ya he dicho, Alveron nunca notaría la diferencia, y con cuatro reales podría pagarme la matrícula de un bimestre en la Universidad.

Tras guardar la caja del maer en el fondo de mi macuto, cada uno de nosotros decidió qué quería llevarse del campamento de los bandidos.

Las tiendas las dejamos allí por la misma razón por la que nosotros viajábamos sin ellas: eran demasiado voluminosas para transportarlas cómodamente. Cogimos toda la comida que pudimos, pues cuanta más nos lleváramos, menos tendríamos que comprar.

Decidí quedarme con una de las espadas de los bandidos. Nunca se me habría ocurrido comprarme una, porque no habría sabido utilizarla, pero ya que aquellas eran gratis…

Mientras examinaba las armas, Tempi se me acercó y me dio algunos consejos. Cuando hubimos reducido mis opciones de elección a dos espadas, Tempi se decidió a hablar claro:

– No sabes utilizar una espada. -Interrogante. Vergüenza.

Me dio la impresión de que, para él, la idea de que alguien no supiera utilizar una espada era algo más que ligeramente vergonzoso. Algo así como no saber utilizar el cuchillo y el tenedor.

– No -admití-. Pero confiaba en que tú me enseñaras.

Tempi se quedó muy quieto. Si no lo hubiera conocido tan bien, quizá lo habría interpretado como una negativa. Pero aquel tipo de quietud significaba que estaba pensando.

Las pausas son un elemento clave en la conversación adémica, de modo que esperé pacientemente. Nos quedamos quietos un minuto, y luego dos. Y cinco. Y diez. Me esforcé para permanecer inmóvil y callado. Quizá me hubiera equivocado y aquello sí fuera una negativa educada.

Veréis, yo me creía terriblemente espabilado. Ya hacía casi un mes que conocía a Tempi, había aprendido un millar de palabras y cincuenta signos del lenguaje de signos adémico. Sabía que los Adem no se avergonzaban de su desnudez, ni de tocarse, y estaba empezando a entender el misterio del Lethani.

Sí, sí, me creía terriblemente inteligente. Si de verdad hubiera sabido algo sobre los Adem, jamás me habría atrevido a formularle aquella petición a Tempi.

– ¿Me enseñarás tú eso? -Tempi señaló al otro lado del campamento, donde estaba el estuche de mi laúd apoyado contra un árbol.

La pregunta me pilló desprevenido. Nunca había intentado enseñar a nadie a tocar el laúd. Quizá Tempi lo supiera y sencillamente estuviese haciendo una comparación. Sabía que Tempi era aficionado a hacer sutiles dobles sentidos.

Me pareció una proposición justa. Asentí con la cabeza.

– Puedo intentarlo.

Tempi asintió también y señaló una de las espadas que nos parecían adecuadas.

– La llevas. Pero no peleas. -Se dio la vuelta y se marchó. En ese momento, lo atribuí a su parquedad habitual.

Nos pasamos todo el día rebuscando y rescatando cosas del campamento. Marten cogió bastantes flechas y todas las cuerdas de arco que encontró. Luego, tras asegurarse de que nadie quería ninguno, decidió llevarse los cuatro arcos largos que habían sobrevivido a la caída del rayo. Eran incómodos de llevar, pero Marten estaba convencido de que podría venderlos bien en Crosson.