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Oí murmurar a Marten detrás de mí, «No, no, no», en voz baja, como si intentara convencerse a sí mismo. «No, no, no, no, no. Ni por todo el dinero del mundo.»

Giré la cabeza. El rastreador clavaba unos ojos febriles en el claro, aunque parecía más asustado que excitado. Tempi estaba de pie y en su cara, normalmente impertérrita, se reflejaba la sorpresa. Dedan se erguía rígido a un lado, con el rostro demudado, mientras que Hespe paseaba su mirada de él al claro alternadamente.

Entonces Felurian empezó a cantar de nuevo. Era como la promesa de una chimenea encendida en una noche fría. Era como la sonrisa de una muchacha. Pensé en Losi, la camarera de La Buena Blanca, y en sus rizos pelirrojos cayendo como una cascada de fuego. Recordé la curva de sus senos y la caricia de su mano en mi pelo.

Felurian cantaba, y yo sentía su atracción. Era intensa, pero no tanto como para que yo no pudiera contenerme. Dirigí otra vez la vista hacia el claro y la vi, vi su piel plateada, casi blanca, bajo el cielo nocturno. Se agachó para tocar el agua de la laguna con una mano, con más elegancia que una bailarina.

De pronto tuve un momento de súbita lucidez. ¿De qué tenía miedo? ¿De un cuento de hadas? Aquello era magia, magia de verdad. Es más, era una magia musical. Si dejaba pasar aquella oportunidad, jamás me lo perdonaría.

Volví a girar la cabeza para mirar a mis compañeros. Marten temblaba visiblemente. Tempi retrocedía poco a poco. Dedan tenía los puños apretados junto a los costados. ¿Iba a ser yo como ellos, supersticioso y timorato? No. Eso nunca. Yo era miembro del Arcano. Era nominador. Era un Edena Ruh.

De pronto solté una carcajada desenfrenada.

– Nos encontraremos en la La Buena Blanca dentro de tres días -dije, y entré en el claro.

Empecé a notar más intensamente la atracción de Felurian. Su piel resplandecía a la luz de la luna. Su largo cabello la rodeaba como una sombra.

– ¡Al carajo! -oí decir a Dedan detrás de mí-. Si él va, yo tam…

Hubo una breve refriega que terminó con el ruido de algo que golpeaba el suelo. Giré la cabeza y vi a Dedan tumbado boca abajo sobre la hierba. Hespe tenía una rodilla sobre su espalda, y le sujetaba y retorcía un brazo. Dedan forcejeaba sin mucho ímpetu y maldecía violentamente.

Tempi los observaba imperturbable, como si presenciara un combate de lucha. Marten, desesperado, me hacía señas y gestos.

– ¡Chico! -me susurró, angustiado-. ¡Vuelve aquí! ¡Chico! ¡Vuelve!

Me volví hacia el arroyo. Felurian me miraba. Todavía estaba a cien pasos de ella, pero podía verle los ojos, oscuros y curiosos. Esbozó una sonrisa amplia y peligrosa. Soltó una risotada salvaje, una carcajada aguda y jovial. No era un sonido humano.

Entonces echó a correr y cruzó el claro, rauda como un gorrión, elegante como un ciervo. Salté a perseguirla, y pese al peso de mi macuto y a la espada que llevaba atada al cinto, me moví tan deprisa que la capa ondeó detrás de mí como una bandera. Nunca había corrido tanto, ni he corrido tanto después. Corría como un niño, rápido y ligero, sin el menor temor a caer.

Felurian iba delante de mí. Se metió entre la maleza. Recuerdo vagamente árboles, el olor a tierra, el gris de la piedra iluminada por la luna. Felurian ríe. Se esconde, baila, toma la delantera. Espera hasta que casi puedo tocarla, y entonces se escabulle. Brilla a la luz de la luna. Ramas que me arañan, una rociada de agua, un viento cálido…

Y entonces la atrapo. Sus manos se enredan en mi pelo, y tira de mí hacia ella. Sus labios anhelantes. Su lengua tímida e inquieta. Su aliento en mi boca, llenándome la cabeza. Sus pezones, calientes, me rozan el pecho. Su olor a trébol, a almizcle, a manzanas maduras caídas del árbol…

Y no hay vacilación, no hay duda. Sé exactamente qué tengo que hacer. Mis manos se posan en su nuca. Acarician su cara. Se enredan en su pelo. Se deslizan por la suavidad de su muslo. La agarran con fuerza por el costado. Rodean su estrecha cintura. La levantan. La tumban…

Y ella se retuerce debajo de mí, ágil y lánguida. Lenta y suspirante. Me abraza con las piernas. Arquea la espalda. Sus manos calientes se agarran a mis hombros, a mis brazos, a mis caderas…

Entonces se sienta a horcajadas encima de mí. Sus movimientos son salvajes. Su larga melena me acaricia. Echa la cabeza hacia atrás, temblorosa, estremecida, y grita en un idioma que no conozco. Sus afiladas uñas se clavan en mis pectorales…

Y también hay música: gritos mudos que suben y bajan, suspiros, mi corazón acelerado. Sus movimientos se enlentecen. Le agarro las caderas en un frenético contrapunto. Nuestro ritmo es como una canción silenciosa. Como un trueno repentino. Como el golpeteo de un tambor lejano…

Y todo se detiene. Todo en mí se tensa. Estoy tirante como una cuerda de laúd. Temblando. Dolorido. Me han tensado demasiado y me rompo…

Capítulo 96

El fuego mismo

Desperté con algo rozando las orillas de mi memoria. Abrí los ojos y vi árboles que se alzaban hacia un cielo crepuscular. Estaba rodeado de almohadones de seda, y un poco más allá estaba tendida Felurian, dormida, con el cuerpo desnudo y desmadejado.

Parecía lisa y perfecta como una estatua. Suspiró en sueños, y me reprendí por haberlo pensado; sabía que Felurian difería mucho de una fría piedra. Era cálida y flexible, y a su lado, el mármol más liso era una piedra de afilar.

Estiré un brazo para tocarla, pero me detuve, pues no quería alterar la escena perfecta que tenía ante mí. Empezó a inquietarme un pensamiento lejano, pero lo ahuyenté como habría hecho con una mosca molesta.

Felurian despegó los labios y suspiró, y el sonido que produjo fue como el arrullo de una paloma. Recordé la caricia de aquellos labios. Sentí ansias, y me obligué a desviar la mirada de su boca, suave como los pétalos de una flor.

Me fijé en sus párpados cerrados, cubiertos por un dibujo que asemejaba los de las alas de mariposa, con suaves volutas de color morado oscuro y negro y tracerías doradas que se fusionaban con el color de su piel. Cuando movió débilmente los ojos, todavía dormida, el dibujo cambió, como si la mariposa agitara las alas. Solo aquel suspiro ya valía, seguramente, el precio que los mortales debían pagar por verlo.

La devoraba con los ojos, consciente de que todas las canciones y las historias que había oído ni siquiera se acercaban a describirla. Felurian era el sueño de todo hombre. En todos los lugares donde he estado, entre todas las mujeres que he visto, solo una vez he encontrado a una que la igualase.

Algo en mi mente me gritó, pero yo estaba absorto por el movimiento de los ojos de Felurian bajo los párpados, por la forma de sus labios, que parecían querer besarme incluso estando dormida. Volví a ahuyentar aquel pensamiento, irritado.

«Voy a enloquecer, o a morir.»

La idea consiguió llegar por fin hasta mi conciencia, y de pronto noté que se me erizaba todo el vello del cuerpo. Tuve un momento de lucidez absoluta que parecía ascender para tomar aire, y cerré rápidamente los ojos tratando de sumergirme en el Corazón de Piedra.

No lo conseguí. Por primera vez en mi vida, ese estado de fortaleza y sosiego me rehuyó. Aun con los ojos cerrados, Felurian me distraía. La dulzura de su aliento. La suavidad de sus senos. Los suspiros apremiantes y algo desconsolados que escapaban por aquellos labios ávidos y tiernos como pétalos…

«Piedra.» Mantuve los ojos cerrados y me envolví en la serena racionalidad del Corazón de Piedra como en un manto antes de atreverme a pensar en ella otra vez.

¿Qué sabía? Recordé un centenar de historias sobre Felurian y arranqué los temas recurrentes. Felurian era hermosa. Hechizaba a los mortales. Ellos la seguían al mundo de los Fata y morían en sus brazos.

¿Cómo morían? Era muy sencillo deducirlo: a causa de un esfuerzo físico extremo. Sí, había sido muy intenso, y un hombre sedentario o frágil quizá no hubiera salido tan bien parado como yo. Me fijé y comprobé que sentía todo el cuerpo como un trapo retorcido. Me dolían los hombros, me escocían las rodillas, y en el cuello tenía los dulces cardenales de los chupetones; empezaban en la oreja derecha, descendían por el pecho y…