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Y ¿a quién podía conocer Felurian en el bosque? ¿A granjeros y cazadores? ¿Qué entretenimiento podían proporcionarle ellos, simples esclavos de las pasiones de Felurian? Por un momento sentí lástima por ella. Yo sé qué es estar solo.

Saqué el laúd del estuche y empecé a afinarlo. Toqué un acorde experimental y volví a afinar el instrumento. ¿Qué podía tocar para la mujer más hermosa del mundo?

La verdad es que no me costó mucho decidirme. Mi padre me había enseñado a juzgar al público. Empecé a tocar «Las hermanas Flin». Supongo que nunca la habréis oído. Es una canción alegre y animada sobre dos hermanas que chismorrean mientras discuten por el precio de la mantequilla.

A la mayoría de la gente le gusta oír relatos de aventuras y romances legendarios. Pero ¿qué le cantas a alguien salido de una leyenda? ¿Qué le cantas a una mujer que lleva una eternidad siendo objeto de historias de amor? Le cantas canciones de gente corriente. Confié en no equivocarme.

Al final de la canción, Felurian aplaudió con gran alegría, «¡más! ¿más?» Sonrió y ladeó la cabeza convirtiéndolo en una petición. Tenía los ojos muy abiertos, impacientes y adorables.

Le toqué «Larm y su jarra de cerveza». Le toqué «Las hijas del herrero». Le toqué una canción absurda sobre un sacerdote que perseguía una vaca; la había escrito cuando tenía diez años y nunca le había puesto título.

Felurian reía y aplaudía. Se tapaba la boca, asombrada, y los ojos, avergonzada. Cuanto más tocaba, más me recordaba Felurian a una joven campesina que asiste a su primera feria, embargada del júbilo más puro, con la cara brillando de inocente placer, los ojos como platos de asombro ante todo cuanto ve.

Y preciosa, por supuesto. Me concentraba en la digitación para no pensar cuán encantadora era.

Después de cada canción, Felurian me recompensaba con un beso que hacía que me resultara muy difícil decidir qué iba a tocar a continuación. Y no es que eso me preocupara en exceso. No había tardado mucho en comprender que prefería los besos a las monedas.

Le toqué «Calderero, curtidor». Os aseguro que la imagen de Felurian cantando con aquella voz suave y ondulante el estribillo de mi canción de taberna preferida es algo que jamás olvidaré. No lo olvidaré hasta el día que muera.

Poco a poco, iba notando cómo el hechizo bajo el que me tenía se debilitaba. Me dejó espacio para respirar. Me relajé y me permití el lujo de salir un poco del Corazón de Piedra. La serenidad desapasionada puede ser un estado mental muy útil, pero no favorece una actuación cautivadora.

Pasé horas tocando, y al final volví a sentirme yo mismo. Con eso quiero decir que podía mirar a Felurian sin otra reacción que la que sentiríais normalmente mirando a la mujer más hermosa del mundo.

Todavía la recuerdo, sentada desnuda entre almohadones, mientras unas mariposas del color del crepúsculo revoloteaban entre nosotros. Para no estar excitado, tendría que haber estado muerto; pero parecía que había recuperado el dominio de mi mente, y lo agradecí.

Cuando guardé el laúd en el estuche, Felurian hizo un ruidito de protesta, «¿estás cansado?», me preguntó esbozando una sonrisa, «si lo hubiera sabido, no te habría cansado tanto, dulce poeta.»

Le ofrecí mi mejor sonrisa de disculpa. «Lo siento, pero se está haciendo tarde.» De hecho, el cielo seguía mostrando el mismo color púrpura que cuando había despertado, pero insistí. «Tengo que darme prisa si quiero…»

Me quedé en blanco con la misma rapidez que si me hubieran golpeado en la nuca. Sentí la pasión, violenta e insaciable. Sentí la necesidad de poseer a Felurian, de estrujar su cuerpo contra el mío, de saborear la salvaje dulzura de su boca.

Si conseguí asirme a la conciencia de mi propia identidad fue únicamente gracias a la instrucción de arcanista que había recibido. Y me así a ella solo con las yemas de los dedos.

Felurian estaba sentada con las piernas cruzadas sobre los almohadones, enfrente de mí, con gesto enojado y terrible, y con unos ojos fríos y duros como estrellas lejanas. Con una calma deliberada, se sacudió del hombro una mariposa que movía lentamente las alas. Ese sencillo gesto contenía tal cantidad de furia que se me encogió el estómago y comprendí que:

Nadie abandonaba a Felurian, jamás. Ella conservaba a los hombres hasta que su cuerpo y su mente se rompían bajo la presión de amarla. Los conservaba hasta que se cansaba de ellos, y cuando los despedía, ellos enloquecían por haberla perdido.

No podía hacer nada. Yo era una novedad. Era un juguete, favorito porque era el más nuevo. Quizá Felurian tardara mucho en cansarse de mí, pero ese momento llegaría tarde o temprano. Y cuando por fin me liberara, el deseo de estar con ella me destrozaría.

Capítulo 97

Sangre y ruda amarga

Sentado entre sedas, mientras poco a poco iba perdiendo el control de mí mismo, noté un sudor frío en todo el cuerpo. Apreté los dientes y sentí que prendía dentro de mí una pequeña llama de ira. A lo largo de la vida, mi mente ha sido lo único en que siempre he podido confiar, lo único que siempre ha sido completamente mío.

Noté que mi determinación se debilitaba a medida que mis instintos eran sustituidos por una fuerza animal incapaz de ver más allá de su propio apetito.

La parte de mí que seguía siendo Kvothe estaba enfurecida; no obstante, notaba cómo mi cuerpo reaccionaba a la presencia de Felurian. Dominado por una espantosa fascinación, me sentí arrastrarme hacia ella entre los almohadones. Un brazo encontró su estrecha cintura, y me incliné para besarla con un ansia terrible.

Me puse a gritar dentro de mi propia mente. Me han golpeado y azotado, he pasado hambre y me han apuñalado. Pero mi mente me pertenece, no importa lo que le suceda a este cuerpo, ni a lo que lo rodea. Me lancé sobre los barrotes de una jaula intangible hecha de luz de luna y deseo.

Y conseguí, no sé cómo, apartarme de Felurian. Mi aliento huyó desesperado, despavorido, por mi garganta.

Felurian se recostó en los almohadones e inclinó la cabeza hacia mí. Tenía unos labios pálidos y perfectos, los ojos entrecerrados y ávidos.

Hice un esfuerzo y desvié la mirada de su cara, pero no había nada seguro que mirar. Su cuello era liso y delicado, y se apreciaba en él el rápido palpitar de su pulso. Un pecho se erguía, repleto y redondo, mientras que el otro se inclinaba ligeramente hacia un lado siguiendo la pendiente de su cuerpo. Ambos ascendían y descendían al ritmo de la respiración; se movían lentamente y proyectaban sombras parpadeantes sobre su piel. Vislumbré la perfecta blancura de los dientes detrás del rosa pálido de los labios entreabiertos…

Cerré los ojos, pero fue aún peor. El calor que despedía el cuerpo de Felurian calentaba como el fuego de una chimenea. Acaricié la suave piel de su cintura. Felurian, tumbada debajo de mí, se movió, y uno de sus senos me rozó suavemente el pecho. Noté su aliento en el cuello. Me estremecí y empecé a sudar.

Volví a abrir los ojos y vi que Felurian me miraba fijamente. Tenía una expresión inocente, casi dolida, como si no entendiera que la rechazaran. Alimenté mi pequeña llama de ira. A mí nadie me hacía eso. Nadie. Me aparté de ella. Una fina arruga apareció en su frente, como si estuviera molesta, o enojada, o concentrándose.

Felurian estiró un brazo para tocarme la cara; me miraba con fijeza, como tratando de leer algo escrito en lo más hondo de mí. Intenté apartarme al recordar el efecto de sus caricias, pero mi cuerpo sencillamente tembló. Unas gotas de sudor resbalaron de mi piel y golpetearon suavemente en los almohadones de seda y en la lisa superficie del vientre de Felurian.

Me acarició la mejilla. Me incliné para besarla, suavemente, y algo se rompió en mi mente.

Noté el chasquido, y desaparecieron cuatro años de mi vida. De pronto volvía a estar en las calles de Tarbean. Tres chicos, más altos que yo, con el pelo grasiento y los ojos achinados, me habían sacado del cajón roto donde dormía. Dos de ellos me inmovilizaron sujetándome por los brazos. Yacía en medio de un charco de agua fría y pestilente. Era muy temprano y se veían las estrellas.