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Vi un leve resplandor alrededor de Felurian, y comprendí que estaba recuperando su poder. Lo ignoré mientras luchaba desesperadamente para conservar algo de lo que había aprendido. Pero era como intentar sujetar un puñado de arena. Si alguna vez habéis soñado que volabais y os habéis despertado consternados por haber perdido esa habilidad, intuiréis cómo me sentía.

Fue desvaneciéndose poco a poco hasta que no quedó nada. Me sentí vacío por dentro y dolido como si hubiera descubierto que mi familia nunca me había querido. Tragué saliva para deshacer el nudo que se me había formado en la garganta.

Felurian me miró con curiosidad. Seguía viéndome reflejado en sus ojos, pero la estrella de mi frente no era más que una motita de luz. Entonces empecé a perder también la nítida visión de mi mente dormida. Miré alrededor desesperado, intentando memorizar aquella visión.

Pero la perdí. Agaché la cabeza, en parte por el dolor que sentía, y en parte para ocultar mis lágrimas.

Capítulo 98

La balada de Felurian

Tardé un rato en serenarme lo suficiente para levantar la cabeza

Percibí una indecisión en la atmósfera, como si fuéramos jóvenes amantes que no supiéramos qué teníamos que hacer a continuación, que no supiéramos qué papeles debíamos interpretar.

Cogí mi laúd y lo abracé contra el pecho. Fue un movimiento instintivo, como sujetarse una mano herida. Toqué un acorde, por pura costumbre; luego toqué el menor y pareció que el laúd dijera «triste».

Sin pensar y sin levantar la vista, empecé a tocar una de las canciones que había compuesto en los meses posteriores a la muerte de mis padres. Se llamaba «Sentado junto al agua recordando». Las notas del laúd vertían pesar en el anochecer. Tardé unos minutos en percatarme de lo que estaba haciendo, y unos más en parar. No había terminado la canción. No sé si tiene final.

Me sentía mejor; no bien, pero sí mejor. Menos vacío. Mi música siempre me ha ayudado. Mientras tuviera mi música, ninguna carga parecía insoportable.

Levanté la cabeza y vi que las lágrimas resbalaban por las mejillas de Felurian. Eso me hizo sentir menos vergüenza de mí mismo.

También sentí que la deseaba. El dolor de mi corazón amortiguaba mi emoción, pero ese toque de deseo centraba mi atención en mi preocupación más inmediata: sobrevivir, huir.

Felurian pareció haber tomado una decisión y empezó a avanzar hacia mí sobre los almohadones. Se movía con cautela, a gatas; se detuvo a unos palmos de mí y me miró.

«¿tiene nombre mi tierno poeta?» Su voz era tan dulce que me sobresaltó.

Fui a decir algo, pero me detuve. Pensé en la luna, atrapada por su propio nombre, y en un sinfín de cuentos de hadas que había oído de niño. Si había de creer a Elodin, los nombres eran los huesos del mundo. Titubeé medio segundo antes de decidir que ya le había dado a Felurian mucho más que mi nombre.

«Soy Kvothe.» Fue como si el sonido de mi nombre me cimentara, como si volviera a ponerme dentro de mí.

«kvothe.» Lo dijo suavemente, y me recordó la llamada de un pájaro, «¿puedes volver a cantar para mí con esa dulzura?» Estiró un brazo, despacio, como si temiera quemarse, y posó una mano sobre mi brazo, «por favor, tus canciones son como una caricia, mi kvothe.»

Pronunciaba mi nombre como el principio de una canción. Era delicioso. Sin embargo, no acababa de convencerme que se refiriera a mí como «su» Kvothe.

Sonreí y asentí con la cabeza. Básicamente, porque no tenía ninguna idea mejor. Toqué un par de acordes para afinar, hice una pausa y me quedé pensando.

Entonces empecé a tocar «En el bosque de los Fata», una canción sobre Felurian, nada menos. No era especialmente buena. Solo utilizaba unos tres acordes y dos docenas de palabras. Pero surtió el efecto que yo buscaba.

Felurian se animó al oír su nombre. No tenía ni pizca de falsa modestia. Sabía que era la más hermosa, la más experta. Sabía que los hombres contaban historias, y sabía qué reputación tenía. Ningún hombre podía resistírsele, ningún hombre podía soportarla. Hacia el final de la canción, el orgullo la hacía sentarse más erguida.

Terminé la canción.

«¿Te gustaría oír otra?», pregunté.

Ella asintió y sonrió con entusiasmo. Sentada entre almohadones, con la espalda tiesa, estaba majestuosa como una reina.

Empecé otra canción, parecida a la anterior. Se llamaba «Lady Fata», o algo parecido. No sabía quién la había escrito, pero por lo visto tenía la terrible manía de añadir sílabas de más a los versos. No era tan mala como para que me lanzaran nada en una taberna, pero casi.

Mientras tocaba, observaba atentamente a Felurian. Era evidente que se sentía halagada, pero detecté en ella una ligera y creciente insatisfacción. Como si estuviera molesta y no supiera exactamente por qué. Perfecto.

Por último toqué una canción escrita para la reina Serule. Me imagino que nunca la habréis oído, pero seguro que sabéis de qué tipo de canción se trata. La escribió un trovador adulador que buscaba un mecenas, y mi padre me la había enseñado como ejemplo de ciertas cosas que debías evitar cuando componías una canción. Era un paradigma de mediocridad abrumador. Era evidente que o bien el compositor era un inepto acabado, o no conocía a Serule, o sencillamente no la encontraba en absoluto atractiva.

Mientras la cantaba, me limité a cambiar el nombre de Serule por el de Felurian. También sustituí los mejores versos por otros menos poéticos. Cuando acabé de tocarla, la pobre canción era un verdadero desastre, y Felurian me miraba con gesto de profunda consternación.

Me quedé un rato callado, como si meditara algo concienzudamente. Cuando por fin hablé, lo hice con una voz débil y vacilante. «¿Puedo componer una canción para vos, señora?», dije, y esbocé una tímida sonrisa.

La sonrisa que me devolvió Felurian fue como la luna atravesando las nubes. Se puso a dar palmadas y se abalanzó sobre mí con jovial coquetería, cubriéndome de besos. Lo único que me impidió disfrutar debidamente de esa experiencia fue el temor a que me rompiera el laúd.

Felurian se separó de mí, se sentó y se quedó muy quieta. Ensayé un par de combinaciones de acordes; luego dejé las manos quietas y la miré. «La llamaré "La balada de Felurian".» Ella se sonrojó un poco y me miró con los ojos bajos, una expresión tímida e insolente a la vez.

Modestia aparte, sé componer una canción bonita cuando me lo propongo, y últimamente, trabajando para el maer, me había entrenado mucho. No soy el mejor, pero sí uno de los mejores. Si tuviera tiempo, un tema digno y la motivación necesaria, supongo que podría componer tan bien como Illien. Casi.

Cerré los ojos y le arranqué un son dulce a mi laúd. Mis dedos volaban, y yo capturaba la música del viento en las ramas, de las hojas susurrando.

Entonces miré en el fondo de mi mente, donde aquella parte de mí enloquecida y charlatana llevaba todo ese tiempo componiendo una canción para Felurian. Rasgueé las cuerdas con más suavidad y empecé a cantar:

Destellos de luna en sus ojos de azul ultramar,

tenues mariposas en sus párpados se ven brillar.

Cimbreaba su melena como una guadaña oscura

que entre los árboles siega mientras el viento murmura.

¡Felurian! Oh dama hermosa,

sea este bosque tuyo bienhadado.

Es tu aliento suave como la aurora

y de sombras tienes el cabello jaspeado.

Felurian me escuchaba en silencio. Hacia el final del estribillo, parecía que ni siquiera respirara. Unas cuantas mariposas a las que poco antes habíamos asustado con nuestro conflicto volvieron revoloteando junto a nosotros. Una de ellas se posó en la mano de Felurian; agitó las alas una, dos veces, como si sintiera curiosidad por saber por qué su ama se había quedado de pronto tan quieta. Volví a dirigir la mirada hacia mi laúd y escogí unas notas como gotas de lluvia lamiendo las hojas de los árboles: