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A esas alturas de la vida ya me había ganado una moderada reputación.

No, eso no es del todo cierto. Sería más exacto afirmar que me había forjado una reputación. La había creado deliberadamente. La había cultivado.

Tres cuartas partes de las historias que la gente contaba sobre mí en la Universidad eran rumores absurdos que yo mismo había iniciado. Hablaba ocho idiomas. Podía ver en la oscuridad. Cuando tenía tres años, mi madre me había colgado en un cesto de un serbal a la luz de la luna llena. Esa noche, un hada me había hecho un poderoso hechizo que me protegería el resto de mi vida. Cambió el color de mis ojos, que de azules se tornaron verde hoja.

Y es que yo sabía cómo funcionaban las historias. Nadie se creería que le hubiera vendido un puñado de mi propia sangre a un demonio a cambio de un Alar como una hoja de acero de Ramston.

Y sin embargo, yo era el duelista mejor clasificado de la clase de Dal. Si tenía un buen día, podía derrotar a dos compañeros juntos.

Ese hilo de verdad se entrelazaba con la historia y la reforzaba.

Y aunque tú no te la creyeras, podías contársela a un pasmado alumno novato que se hubiese tomado un par de copas, solo para verle la cara, solo para divertirte un rato. Y si tú también te habías tomado dos o tres copas, quizá empezaras a preguntarte…

Así era como corrían las historias. Y así era como, al menos en la Universidad, crecía mi pequeña reputación.

También había unas cuantas historias verdaderas. Fragmentos de mi reputación que me había ganado honradamente. Había rescatado a Fela de un infierno. Me habían azotado ante una multitud y no había sangrado. Había llamado al viento y le había roto el brazo a Ambrose…

No obstante, yo sabía que mi reputación era un abrigo tejido con telarañas. Eran tonterías de libro de cuentos. Allí fuera no había demonios regateando para conseguir sangre. No había hadas bondadosas que te hacían hechizos mágicos. Y aunque pudiera fingirlo, yo sabía que no era Táborlin el Grande.

En eso pensaba cuando desperté enredado en los brazos de Felurian. Me quedé un rato quieto entre los almohadones, con su cabeza apoyada en mi pecho y sus piernas extendidas sobre las mías. Miré el cielo del crepúsculo entre las ramas de los árboles y me di cuenta de que no reconocía las estrellas. Eran más brillantes que las del cielo de los mortales, y no identificaba las figuras que formaban.

Entonces comprendí que mi vida había tomado una dirección nueva. Hasta ese momento, había estado jugando a ser un joven Táborlin. Había inventado mentiras sobre mí, fingiendo ser un héroe de libro de cuentos.

Pero ya no tenía sentido fingir. Lo que había hecho merecía una historia, tan extraña y maravillosa como cualquier cuento del propio Táborlin. Había seguido a Felurian hasta el mundo de los Fata, y la había vencido con una magia que no podía explicar y mucho menos controlar.

Me sentía diferente. Más sólido. No más maduro, ni más sabio. Pero sabía cosas que antes ignoraba. Sabía que los Fata existían. Sabía que su magia era real. Felurian podía destrozar la mente de un hombre con un beso. Su voz podía manejarte como los hilos de una marioneta. Allí había cosas que yo podía aprender. Cosas extrañas. Poderosas. Secretas. Cosas que quizá nunca volviera a tener ocasión de aprender.

Me deshice con cuidado del abrazo dormido de Felurian y caminé hasta la laguna. Me mojé la cara y bebí agua en las manos ahuecadas.

Busqué entre las plantas que crecían al borde del agua. Arranqué unas hojas y las mastiqué mientras pensaba cómo podía plantearle el tema a Felurian. La menta me endulzó el aliento.

Cuando regresé al pabellón, Felurian estaba allí de pie cepillándose el largo y oscuro cabello con los pálidos dedos.

Le di una violeta tan oscura como sus ojos. Ella me sonrió y se la comió.

Decidí abordar el asunto con delicadeza, para no ofenderla. «He Pensado que quizá quieras enseñarme», dije con voz pausada.

Ella estiró un brazo y me acarició la mejilla, «pobre inocente», dijo ella con cariño, «¿acaso no he empezado ya?»

Sentí que la emoción crecía en mi pecho; estaba asombrado de que pudiera ser tan fácil. «¿Estoy preparado para la siguiente lección?», pregunté.

Felurian ensanchó la sonrisa y me miró de arriba abajo con los ojos entornados, misteriosos, «¿lo estás?»

Asentí con la cabeza.

«es bueno que muestres interés», dijo Felurian con una voz ondulante, risueña, «tienes inteligencia y habilidad natural, pero te queda mucho por aprender.» Escudriñó mis ojos y su delicado rostro reflejó una profunda seriedad, «cuando te marches a caminar entre los mortales, no quiero que me avergüences.»

Me cogió una mano y me llevó hasta el pabellón. Señaló y dijo: «siéntate».

Me senté en un almohadón; tenía la cabeza a la altura de la lisa extensión de su vientre. Su ombligo me impedía concentrarme.

Me miró desde arriba, orgullosa y majestuosa como una reina. «amonen», dijo extendiendo los dedos de una mano y haciendo un ademán con parsimonia, «esto lo llamamos "el ciervo silencioso", es una lección fácil para empezar, y creo que te gustará.»

Entonces me sonrió con unos ojos arcaicos y sabios. Y ya antes de que me empujara y me tumbara sobre los almohadones y empezase a morderme un lado del cuello, comprendí que no tenía intención de enseñarme magia. O si la tenía, era otra magia diferente.

Si bien aquel no era el asunto que yo pretendía estudiar con ella, debo decir que no me disgustó del todo. Aprender artes amatorias con Felurian sobrepasaba cualquier currículo que pudiera ofrecer la Universidad.

No me refiero al forcejeo vigoroso y sudoroso que la mayoría de los hombres -y lamentablemente, la mayoría de las mujeres- consideran amor. El sudor y el vigor son elementos placenteros, pero Felurian me hizo fijarme en detalles más sutiles. Si tenía que marcharme a mi mundo, dijo, no debía avergonzarla siendo un amante incompetente, y por eso se ocupó de enseñarme muchas cosas.

Os pondré algunos ejemplos: la muñeca inmovilizada. El suspiro en el oído. Devorar el cuello. Dibujar los labios. Besar la garganta, el ombligo y, como lo llamaba Felurian, la flor de la mujer. El beso que respira. El beso pluma. El beso escalador. Mil maneras diferentes de besar. Demasiadas para recordarlas todas. Casi.

Sacar agua del pozo. La mano que aletea. Canto de pájaros por la mañana. Rodear la luna. Jugar a la hiedra. La liebre atormentada.

Solo los nombres bastarían para llenar un libro. Pero supongo que este no es lugar para esas cosas. Es una pena.

No vayáis a pensar que pasábamos todas las horas retozando. Yo era joven y Felurian era inmortal, pero nuestros cuerpos tenían un límite. El resto del tiempo nos divertíamos de otras maneras. Nadábamos y comíamos. Yo tocaba canciones para Felurian y ella bailaba para mí.

Le hice algunas preguntas sobre magia, pero con cautela, pues no quería ofenderla entrometiéndome en sus secretos. Por desgracia, sus respuestas no eran excesivamente esclarecedoras. Para ella, la magia era algo tan natural como respirar. Era como si le hubiera preguntado a un labrador cómo brotaban las semillas. Cuando sus respuestas no eran totalmente indiferentes, eran desconcertantes y crípticas.

Aun así, yo seguía preguntando, y ella contestaba lo mejor que podía. Y a veces a mí me parecía entender vagamente algo.

Pero la mayor parte del tiempo la pasábamos contándonos historias. Teníamos tan poco en común que lo único que podíamos compartir eran historias.

Quizá penséis que Felurian y yo éramos muy dispares en ese aspecto. Ella era más vieja que el cielo, y yo todavía no había cumplido diecisiete años.

Pero Felurian no era un cofre del tesoro en lo que a narraciones se refería, como alguien podría pensar. ¿Poderosa e inteligente? Desde luego. ¿Enérgica y adorable? Sin duda. Pero el arte de contar historias no era uno de sus muchos talentos.