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– Debe de estar por ahí -contestó el posadero sin molestarse en mirar las botellas-. Deja eso un momento y escúchame, Bast. Tenemos que hablar de lo que hiciste anoche.

Bast se quedó muy quieto.

– ¿Qué hice, Reshi?

– Detuviste a esa criatura del Mael -dijo Kote.

– Ah. -Bast se relajó e hizo un ademán quitándole importancia-. Solo lo paré un poco, Reshi. Nada más.

– Te diste cuenta de que no era simplemente un loco -dijo Kote meneando la cabeza-. Trataste de prevenirnos. Si no llegas a ser tan rápido…

– No fui muy rápido, Reshi. -Bast frunció el entrecejo-. Mató a Shep. -Bajó la mirada hacia las tablas del suelo, bien fregadas, cerca de la barra-. Shep me caía bien.

– Todos pensarán que nos salvó el aprendiz del herrero -dijo Kote-. Y seguramente sea mejor así. Pero yo sé la verdad. Si no llega a ser por ti, ese monstruo se los habría cargado a todos.

– Eso no es cierto, Reshi -lo contradijo Bast-. Tú lo habrías matado sin ninguna dificultad. Lo que pasa es que yo me adelanté.

El posadero descartó ese comentario encogiéndose de hombros.

– Lo que sucedió anoche me ha hecho pensar -prosiguió-. No sé qué podríamos hacer para protegernos. ¿Has oído alguna vez «La cacería de los jinetes blancos»?

– Esa canción era nuestra antes de que os la apropiarais, Reshi -respondió Bast con una sonrisa. Inspiró y cantó con una dulce voz de tenor:

En caballos níveos cabalgaban.

Arcos de asta y cuchillos de plata.

Y a sus frentes ceñían, verdes y rojas,

frescas y flexibles, unas ramas.

El posadero asintió.

– Esa es precisamente la estrofa en que estaba pensando -dijo-. ¿Crees que podrías ocuparte mientras yo lo preparo todo aquí?

Bast asintió con entusiasmo y salió disparado; sin embargo, antes de entrar en la cocina se detuvo y preguntó con ansiedad:

– No empezaréis sin mí, ¿verdad?

– Empezaremos tan pronto como nuestro invitado haya comido y esté preparado -respondió Kote. Y, al ver la expresión de su joven alumno, se ablandó un poco-. De modo que calculo que tienes un par de horas.

Bast echó un vistazo al otro lado del umbral y, vacilante, volvió a mirar al posadero. Este, divertido, esbozó una sonrisa.

– Si no has vuelto para entonces, te llamaré antes de empezar. -Y ahuyentándolo con un gesto de la mano, añadió-: Vete ya.

El hombre que se hacía llamar Kote realizó su rutina habitual en la posada Roca de Guía. Se movía como un mecanismo de relojería, como un carromato que avanza por las profundas roderas de un camino.

Primero hizo el pan. Mezcló con las manos harina, azúcar y sal, sin molestarse en pesar las cantidades. Añadió un trozo de levadura del tarro de arcilla que guardaba en la despensa, trabajó la masa, dio forma redonda a las hogazas y las puso a fermentar. Con un badil retiró la ceniza acumulada en el horno de la cocina y encendió el fuego.

A continuación fue a la taberna y prendió la leña en la chimenea de piedra negra que ocupaba la pared norte, después de barrer la ceniza del inmenso hogar. Bombeó agua, se lavó las manos y subió una pieza de cordero del sótano. Recogió encendajas, entró más leña; golpeó el pan, que empezaba a subir, y lo acercó al horno, ya caliente.

Y de pronto ya no había nada más que hacer. Todo estaba preparado. Todo estaba limpio y ordenado. El posadero pelirrojo se quedó de pie detrás de la barra; su mirada fue regresando poco a poco de la distancia para concentrarse en la posada, en aquel momento y en aquel lugar, y acabó deteniéndose en la espada que colgaba en la pared, por encima de las botellas. No era una espada especialmente bonita, ornamentada ni llamativa. Era amenazadora, en cierto modo. Como lo es un alto acantilado. Era gris, sin melladuras y fría al tacto. Estaba tan afilada como un cristal roto. Tallada en la madera negra del tablero había una única palabra: «Delirio».

El posadero oyó unos pasos pesados en el porche de madera. El pasador traqueteó ruidosamente sin que llegara a abrirse la puerta, y a continuación se escucharon un retumbante «¡Hola!» y unos golpes.

– ¡Un momento! -gritó Kote. Se apresuró hacia la puerta principal y giró la enorme llave metida en la resplandeciente cerradura de latón.

Al otro lado estaba Graham, con la gruesa mano en alto, a punto de llamar de nuevo. Al ver al posadero, en su rostro curtido se dibujó una sonrisa.

– ¿Ha tenido que abrir hoy Bast por ti otra vez? -preguntó.

Kote sonrió, tolerante.

– Es buen chico -continuó Graham-. Un poco nervioso, quizá. Pensaba que hoy no abrirías la posada. -Carraspeó y se miró los pies un momento-. No me habría sorprendido, dadas las circunstancias.

Kote se guardó la llave en el bolsillo.

– La posada está abierta, como siempre. ¿En qué puedo ayudarte?

Graham se apartó del umbral y apuntó con la barbilla hacia fuera, donde había tres barriles junto a una carreta. Eran nuevos, de madera clara y lustrada, y con aros de metal reluciente.

– Ya sabía que anoche no podría dormir, y aproveché para terminar el último. Además, he oído decir que los Benton vendrán hoy con las primeras manzanas tardanas.

– Te lo agradezco.

– Los he apretado bien, para que aguanten todo el invierno. -Graham se acercó a los barriles y, orgulloso, golpeó uno de ellos con los nudillos-. No hay nada como una manzana de invierno para que el hambre no duela. -Miró a Kote con un destello en los ojos y volvió a golpear el barril-. Duela. ¿Lo has captado? ¿Las duelas del barril?

Kote gruñó un poco y se frotó la cara.

Graham rió para sí y pasó una mano por los brillantes aros de uno de los barriles.

– Nunca había hecho un barril con cercos de latón, pero me han quedado bien. Si ceden un poco, me avisas y los ajustaré.

– Me alegro de que hayas podido hacerlos -dijo el posadero-. En el sótano hay mucha humedad. El hierro solo aguantaría un par de años sin oxidarse.

– Tienes razón -coincidió Graham asintiendo-. La gente no suele pensar a largo plazo. -Se frotó las manos-. ¿Me echas una mano? No quiero que se me caiga uno y te deje marcas en el suelo.

Se pusieron a ello. Bajaron dos barriles al sótano, y el tercero lo pasaron por detrás de la barra; cruzaron la cocina y lo dejaron en la despensa.

Después los dos hombres volvieron a la taberna y se quedaron cada uno a un lado de la barra. Hubo un momento de silencio mientras Graham recorría con la mirada la estancia vacía. En la barra faltaban dos taburetes, y donde debería haber habido una mesa quedaba un espacio desocupado. En la ordenada taberna, esas ausencias llamaban tanto la atención como los huecos en una dentadura.

Graham desvió la mirada de una parte del suelo muy bien fregada, cerca de la barra. Se metió una mano en el bolsillo y sacó un par de ardites de hierro sin brillo; casi no le temblaba la mano.

– Sírveme una jarra pequeña de cerveza, ¿quieres, Kote? -dijo con voz áspera-. Ya sé que es temprano, pero me espera un día largo. Tengo que ayudar a los Murrion a recoger el trigo.

El posadero sirvió la cerveza y se la puso delante sin decir nada. Graham se bebió la mitad de un largo trago. Tenía los bordes de los párpados enrojecidos.

– Mal asunto, lo de anoche -dijo sin mirar al posadero, y dio otro sorbo.

Kote asintió con la cabeza. «Mal asunto, lo de anoche.» Lo más probable era que Graham no hiciera ningún otro comentario sobre la muerte de un hombre al que había conocido toda la vida. Aquella gente lo sabía todo de la muerte. Sacrificaban ellos mismos sus animales. Morían de fiebres, de caídas o de fracturas que se complicaban. La muerte era como un vecino desagradable: no hablabas de él por temor a que te oyera y decidiera pasar a hacerte una visita.

Excepto en las historias, por supuesto. Los relatos de reyes envenenados, de duelos y guerras antiguas no causaban ningún problema; vestían a la muerte con ropajes exóticos y la alejaban de tu puerta. El crup o una chimenea que se incendiaba podían resultar aterradores; el juicio de Gibea o el asedio de Enfast, en cambio, eran diferentes. Las historias eran como oraciones, como conjuros musitados a altas horas de la noche cuando caminabas solo en la oscuridad. Eran como amuletos de medio penique que le comprabas a un mercachifle por lo que pudiera pasar.