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Me guardé las monedas de la bolsa del dinero: «Tres talentos».

De mis negociaciones también saqué dos botellas de color marrón oscuro.

– ¿Qué es eso? -me preguntó Sim mientras yo me disponía a guardar las botellas en el estuche del laúd.

– Cerveza de Bredon -respondí, mientras colocaba los trapos con los que envolvía mi laúd para que las botellas no lo rozaran.

– Las Bredon -dijo Wil con desdén-. Parecen más gachas que cerveza.

– A mí no me gusta tener que masticar el licor -dijo Sim con una mueca.

– No está tan mala -dije poniéndome a la defensiva-. En los pequeños reinos las mujeres la beben cuando están embarazadas. Arwyl lo mencionó en una de sus conferencias. La fabrican con polen de flores, aceite de pescado y huesos de cereza. Tiene un montón de micronutrientes.

– No te juzgamos, Kvothe. -Wilem me puso una mano en el hombro y me miró consternado-. A Sim y a mí no nos importa que seas una preñada de Yll.

Simmon dejó escapar un resoplido, y el sonido le hizo soltar una carcajada.

Los tres juntos volvimos sin prisa a la Universidad, cruzando el alto arco del Puente de Piedra. Y como no había por allí nadie que pudiera oírnos, le canté «El asno erudito» a Sim.

Wil y Sim se marcharon, con algún tropezón, a sus habitaciones de las Dependencias. Pero yo no tenía ganas de acostarme y seguí paseando por las calles desiertas de la Universidad, disfrutando del fresco nocturno.

Pasé por delante de los oscuros escaparates de boticarios, sopladores de vidrio y encuadernadores. Atajé por una cuidada extensión de césped, y aspiré el limpio y polvoriento aroma de las hojas de otoño y de la verde hierba que había debajo. Casi todas las posadas y las casas de bebidas estaban a oscuras, pero en los burdeles había luces encendidas.

La piedra gris de la Casa de los Maestros adquiría un resplandor plateado bajo la luz de la luna. Dentro solo había una luz tenue que iluminaba la vidriera donde estaba representado Teccam en la postura clásica: descalzo ante la entrada de su cueva, hablando con un grupo de jóvenes alumnos.

Pasé por delante del Crisol. Sus incontables y puntiagudas chimeneas se destacaban, oscuras y casi todas sin humo, contra el cielo. Incluso por la noche olía a amoníaco y flores quemadas, a ácido y alcohoclass="underline" un millar de olores mezclados que habían impregnado la piedra del edificio a lo largo de los siglos.

Por último, el Archivo. Un edificio de cinco plantas sin ventanas que me recordaban a una enorme roca de guía. Sus grandes puertas estaban cerradas, pero vi la luz rojiza de las lámparas simpáticas que se filtraba por los bordes. Durante el proceso de admisiones, el maestro Lorren mantenía el Archivo abierto por la noche para que todos los miembros del Arcano pudieran estudiar cuanto quisieran. Todos los miembros del Arcano excepto uno, por supuesto.

Volví a Anker's y encontré la posada oscura y silenciosa. Tenía una llave de la puerta trasera, pero para no tropezar en la oscuridad me dirigí hacia un callejón cercano. Pie derecho en el barril del agua de lluvia, pie izquierdo en el alféizar de la ventana, mano izquierda en el bajante de hierro. Trepé sin hacer ruido hasta mi ventana de la tercera planta, abrí el cerrojo con un trozo de alambre y me metí dentro.

Estaba oscuro como boca de lobo, y yo me sentía demasiado cansado para ir a buscar lumbre a la chimenea de abajo. Así que toqué la mecha de la lámpara que tenía junto a la cama, y me manché un poco los dedos de aceite. Entonces murmuré un vínculo y noté que se me enfriaba el brazo al salir de él el calor. Al principio no pasó nada, y arrugué la frente, concentrándome para controlar el ligero aturdimiento producido por el alcohol. Se me enfrió más el brazo, tanto que me estremecí, pero al final la mecha se encendió.

Sintiendo frío, cerré la ventana y recorrí con la mirada la diminuta habitación con su techo inclinado y su estrecha cama. Sorprendido, comprobé que no habría querido estar en ningún otro sitio de los cuatro rincones. Casi me sentía en casa.

Quizá a vosotros no os parezca extraño, pero para mí sí lo era. Había crecido entre los Edena Ruh, y para mí, el hogar nunca había sido un lugar. El hogar era un grupo de carromatos y canciones alrededor de una hoguera. Cuando mataron a mi troupe, perdí algo más que a mi familia y a mis amigos de la infancia. Fue como si todo mi mundo hubiera ardido hasta los cimientos.

Tras casi un año en la Universidad, empezaba a sentir que pertenecía a ese lugar. Era una sensación extraña, ese cariño a un sitio. En cierto modo era reconfortante, pero el Ruh que llevaba dentro estaba inquieto, pues se rebelaba contra la idea de echar raíces como una planta.

Me quedé dormido preguntándome qué habría pensado mi padre de mí.

Capítulo 7

Admisiones

A la mañana siguiente me mojé la cara y bajé medio dormido. La taberna de Anker's iba llenándose de clientes que querían comer pronto; también había unos cuantos estudiantes particularmente desconsolados que ya empezaban a beber.

Había dormido poco, y con los ojos todavía empañados me senté en mi mesa del rincón y empecé a inquietarme por mi inminente entrevista.

Kilvin y Elxa Dal no me preocupaban. Estaba preparado para sus preguntas. Y, en gran medida, también para las de Arwyl. Sin embargo, los otros maestros entrañaban misterios de diversas dimensiones.

Al inicio del bimestre, cada maestro ponía a disposición de los alumnos una selección de libros en Volúmenes, la sala de lectura del Archivo. Había textos básicos pensados para los E'lir de rango inferior, y obras progresivamente más avanzadas para los Re'lar y los El'the. Esos libros revelaban los conocimientos que los maestros consideraban valiosos. Eran los libros que los alumnos listos estudiaban antes de presentarse al examen de admisión.

Pero yo no podía pasearme por Volúmenes como los demás. Era el único alumno al que habían prohibido la entrada en el Archivo desde hacía doce años, y todo el mundo lo sabía. Volúmenes era la única sala bien iluminada de todo el edificio, y durante las admisiones siempre había allí gente leyendo.

Así pues, me vi obligado a buscar copias de los textos propuestos por los maestros sepultadas en Estanterías. Os sorprendería cuántas versiones del mismo libro puede haber. Si tenía suerte, el libro que encontraba era idéntico al que el maestro había apartado en Volúmenes. La mayoría de las veces, las versiones que encontraba estaban anticuadas, expurgadas o mal traducidas.

Llevaba varias noches leyendo cuanto podía, pero perdía un tiempo muy valioso buscando los libros, y mi preparación todavía era deplorable.

Iba dándoles vueltas a esos pensamientos angustiantes cuando me distrajo la voz de Anker.

– Mira, Kvothe es ese de ahí -decía.

Levanté la cabeza y vi a una mujer sentada a la barra. No vestía como una alumna. Llevaba un bonito vestido granate de falda larga y cintura ceñida, y guantes a juego hasta el codo.

Con un movimiento calculado, consiguió bajar del taburete sin que se le enredaran los pies; vino hacia mí y se paró junto a mi mesa. Llevaba el cabello rubio cuidadosamente rizado, y los labios pintados de color rojo intenso. No pude evitar preguntarme qué hacía en un sitio como Anker's.

– ¿Tú eres el que le rompió el brazo al idiota de Ambrose Anso? -me preguntó.

Hablaba atur con un marcado y musical acento modegano. Eso hacía que costara un poco entenderla, pero mentiría si dijera que no lo encontré atractivo. El acento modegano tiene una notable carga sexual.

– Sí -afirmé-. No lo hice del todo a propósito, pero sí.

– En ese caso, tienes que dejar que te invite a una copa -dijo ella con el tono de una mujer acostumbrada a salirse con la suya.