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Encima de mí, con una pierna a cada lado, el cuerpo de Felurian se tensó como una cuerda de laúd. Los músculos de sus muslos estaban tan rígidos que temblaban. Su largo cabello suelto nos cubría como una sábana de seda. Sus senos presionaban contra mi pecho al respirar, débil y silenciosamente.

Notaba los acelerados latidos de su corazón, y sentí que sus labios, apoyados cerca del hueco de mi cuello, se movían. Felurian pronunció una palabra blanda y suave, más suave que un susurro. Noté que me rozaba la piel enviando silenciosas ondulaciones por el aire, parecidas a las que se forman en la superficie del agua cuando lanzas una piedra a un estanque.

Oí un débil ruido por encima de nosotros, como si alguien envolviera un cristal roto con un trozo enorme de terciopelo. Ya sé que no tiene sentido, pero no se me ocurre otra manera de describirlo. Era un ruido débil, el sonido apenas audible de un movimiento pausado. No sabría explicaros por qué me hizo pensar en algo terrible y afilado, pero así fue. Se me cubrió la frente de sudor, y de pronto me embargó un terror puro e incontrolable.

Felurian se quedó inmóvil, como un ciervo asustado o un gato a punto de saltar. Inspiró sin hacer ruido, y luego pronunció otra palabra. Su aliento cálido me acarició el cuello, y al oír apenas aquella palabra, mi cuerpo retumbó como un parche de tambor golpeado con fuerza.

Felurian giró ligeramente la cabeza, como si aguzara el oído. Al hacerlo, su melena suelta me recorrió lentamente todo el costado izquierdo del cuerpo, y se me puso la carne de gallina. Pese a estar atenazado por un terror indescriptible, me estremecí y solté un débil e involuntario gemido.

Sentí un estremecimiento en el aire, justo sobre nosotros.

Felurian me clavó las afiladas uñas de la mano izquierda en el músculo del hombro. Movió las caderas y, poco a poco, deslizó su cuerpo desnudo por el mío hasta que nuestras caras quedaron a la misma altura. Acercó la lengua a mis labios, y sin pensar siquiera, eché la cabeza hacia atrás, buscando el beso.

Su boca encontró la mía; Felurian aspiró lenta y largamente, extrayéndome el aire. Noté un ligero mareo. Entonces, todavía apretando sus labios contra los míos, Felurian expelió el aire en mi boca llenándome los pulmones. Su aliento era más suave que silencioso.

Sabía a madreselva. La tierra tembló debajo de mí y todo se quedó quieto. Durante un instante que se hizo eterno, mi corazón dejó de latir.

Una sutil tensión desapareció del aire, sobre nosotros.

Felurian separó su boca de la mía, y de repente mi corazón volvió a latir con fuerza. Un segundo latido. Un tercero. Inspiré hondo, entrecortadamente.

Entonces Felurian se relajó. Se quedó tumbada encima de mí, laxa y flexible; su cuerpo se derramaba sobre el mío como el agua. Acomodó la cabeza en la curva de mi cuello y dio un dulce suspiro de satisfacción.

Tras un momento de languidez, Felurian rió, y la risa estremeció su cuerpo. Era una risa desinhibida y placentera, como si acabara de hacer un chiste maravilloso. Se incorporó y me besó en la boca con fiereza; luego me mordisqueó la oreja, antes de salir de encima de mí y ayudarme a levantarme.

Abrí la boca y volví a cerrarla, pues decidí que seguramente no era el mejor momento para hacer preguntas. Para parecer inteligente tienes que saber cerrar la boca cuando conviene.

Reanudamos nuestros pasos a oscuras. Al final me acostumbré a la oscuridad, y a través de las ramas veía las estrellas, tan diferentes y mucho más brillantes que las del cielo de los mortales. Su luz apenas permitía entrever el suelo y los árboles de los alrededores. La delgada silueta de Felurian era una sombra plateada en la negrura.

Seguimos andando; los árboles, cada vez más altos y espesos, taparon poco a poco la mortecina luz de las estrellas. Entonces se acentuó la oscuridad. Felurian, delante de mí, era poco más que una mancha tenue. Se paró antes de que la perdiera completamente de vista e hizo bocina con las manos como si fuera a gritar.

Me encogí anticipando un fuerte ruido que invadiría el tibio silencio de aquel lugar. Pero en lugar de un grito no se oyó nada. No: nada no. Fue como un débil y lento rumor. No tan ronco como un ronroneo, sino más parecido al ruido que hace una fuerte nevada, un susurro amortiguado, casi más silencioso que la ausencia total de sonido.

Felurian me cogió de la mano y me guió por la oscuridad, repitiendo aquel extraño sonido, casi inaudible. Cuando lo hubo hecho tres veces, estaba tan oscuro que dejé de distinguir su tenue contorno.

Tras la pausa final, Felurian se me acercó en la oscuridad y apretó su cuerpo contra el mío. Me dio un beso largo y concienzudo que pensé que se convertiría en algo más; entonces se separó de mí y me susurró al oído: «silencio, vienen».

Durante unos minutos agucé el oído y forcé la vista, pero sin éxito. Entonces vi algo luminoso a lo lejos. Desapareció rápidamente, y creí que mis ojos, ávidos de luz, me estaban jugando una mala pasada. Entonces vi otro centelleo. Dos más. Diez. Un centenar de luces exiguas danzaban hacia nosotros entre los árboles, débiles como fuegos fatuos.

Había oído hablar de bioluminiscencias, pero nunca las había visto. Y dado que nos encontrábamos en Fata, dudaba que se tratara de algo tan prosaico. Pensé en un centenar de cuentos de hadas y me pregunté qué criaturas serían las responsables de aquellas luces, tenues y danzarinas. ¿Serían centellas? ¿Resinillos con faroles llenos de luz de cadáver? ¿Candelillas?

De pronto nos rodearon, y me asusté. Las luces eran más pequeñas de lo que me había parecido, y estaban más cerca. Volví a oír aquel rumor semejante al de una nevada, pero esa vez sonaba alrededor de mí. Seguía sin saber qué podían ser aquellas luces, hasta que una de ellas me rozó el brazo, suave como una pluma. Eran una especie de palomillas. Palomillas con luminiscencias en las alas.

Brillaban con una luz plateada y demasiado débil para iluminar el entorno. Pero había cientos revoloteando entre los troncos de los árboles, y mostraban las siluetas de lo que nos rodeaba. Algunas iluminaban los árboles o el suelo. Unas cuantas se posaron sobre Felurian, y aunque yo seguía sin ver más que unos pocos centímetros de su débil piel, aquel resplandor me ayudaba a seguirla.

Después estuvimos caminando mucho rato; Felurian me guiaba entre los troncos de árboles viejísimos. De repente noté hierba bajo los pies descalzos en lugar de musgo, y luego tierra blanda, como si atravesáramos un campo recién labrado. Continuamos por un sendero sinuoso y enlosado que nos condujo hasta el arco de un puente muy alto. Las palomillas nos seguían todo el tiempo, permitiéndome captar una leve impresión de los alrededores.

Al final Felurian se paró. La oscuridad era tan densa que casi la sentía como una cálida manta. Por el sonido del viento entre los árboles y el movimiento de las palomillas supe que nos hallábamos en un espacio abierto.

No había estrellas en el cielo. Si estábamos en un claro, los árboles debían de ser inmensos para que sus ramas llegaran a juntarse. Pero también podía ser que estuviéramos bajo tierra. O quizá en aquella parte de Fata el cielo fuera negro y vacío. Era un pensamiento inquietante.

Allí, la sutil sensación de vigilancia dormida era más intensa. Mientras que en el resto de Fata tenías la sensación de que todo dormía, allí parecía que se hubiera agitado un momento y hubiera estado a punto de despertar. Era desconcertante.

Felurian apoyó con suavidad una mano en mi pecho y luego me puso un dedo sobre los labios. La vi apartarse de mí tarareando en voz baja un fragmento de la canción que había compuesto para ella. Pero aquel pequeño halago no consiguió distraerme del hecho de que me encontraba en el centro del reino de los Fata, ciego, completamente desnudo y sin la menor idea de qué estaba pasando.

Unas cuantas palomillas se habían posado sobre Felurian y descansaban en sus muñecas, caderas, hombros y muslos. Observándolas obtenía una vaga impresión de los movimientos de Felurian. Me pareció que recogía algo de los árboles y de detrás o debajo de arbustos y piedras. Una brisa tibia suspiró por el claro, y cuando me rozó la piel me sentí extrañamente reconfortado.