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Pasados unos diez minutos, Felurian volvió y me besó. Llevaba algo blando y caliente en los brazos.

Regresamos por donde habíamos venido. Las palomillas fueron perdiendo interés por nosotros, y cada vez veíamos menos por dónde íbamos. Al cabo de un rato que se me hizo interminable vi una luz que se filtraba por una brecha en la bóveda que formaban las copas de los árboles. Solo era la débil luz de las estrellas, pero en ese momento me pareció intensa como una cortina de relucientes diamantes.

Quise ir hacia allí, pero Felurian me agarró por un brazo y me detuvo. Sin decir nada, me sentó donde los primeros tenues rayos de luz de estrellas atravesaban los árboles y llegaban al suelo.

Con cuidado, se deslizó entre los rayos de luz, esquivándolos como si pudieran quemarla. Una vez en el centro, rodeada de rayos, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, mirándome. Sostenía aquello que había recogido en el regazo, pero aparte de que era oscuro y no tenía forma, yo seguía sin saber qué era.

Entonces Felurian estiró una mano, asió uno de los delgados rayos de luz de estrellas y tiró de él hacia aquella cosa oscura que tenía en el regazo.

Me habría sorprendido más si Felurian no hubiera actuado con absoluta naturalidad. Bajo aquella luz tenue, vi que sus manos realizaban un movimiento que me era familiar. Al cabo de un segundo volvió a estirar el brazo, casi distraídamente, y cogió otro estrecho filamento de luz de estrellas con el índice y el pulgar.

Se lo acercó con la misma facilidad y lo manipuló como había hecho con el anterior. Aquel movimiento volvió a recordarme algo, pero no conseguía saber qué.

Felurian empezó a tararear en voz baja mientras recogía y atraía hacia sí otro rayo de luz de estrellas, que iluminó imperceptiblemente las cosas. Aquello que tenía en el regazo parecía una tela gruesa y oscura. Al verla, comprendí qué era lo que Felurian me había recordado con sus movimientos: mi padre cosiendo. ¿Estaba cosiendo a la luz de las estrellas?

No. Estaba cosiendo con la luz de las estrellas. De pronto lo entendí con toda claridad. Shaed significaba «sombra». Felurian había traído una brazada de sombra y la estaba cosiendo con luz de estrellas. Me estaba haciendo una capa de sombra.

¿Os parece absurdo? A mí me lo pareció. Pero sin tener en cuenta mi ignorante opinión, Felurian cogió otra hebra de luz de estrellas y la acercó a su regazo. Descarté toda duda. Solo un necio desconfía de lo que ve con sus propios ojos.

Además, las estrellas que había en el cielo tenían un brillo extraño. Estaba sentado junto a una criatura salida de un libro de cuentos. Hacía mil años que era joven y hermosa. Podía detener mi corazón con un beso y hablar con las mariposas. ¿Iba a ponerme quisquilloso y cuestionarlo?

Al cabo de un rato me acerqué a ella para ver mejor qué hacía. Ella sonrió cuando me senté a su lado, y me dio un beso.

Le hice un par de preguntas, pero sus respuestas no tenían sentido o eran demasiado indiferentes. Felurian desconocía las leyes de la simpatía; no sabía nada de sigaldría, ni del Alar. Sencillamente no le parecía extraño sentarse en el bosque con una brazada de sombra en el regazo. Primero me ofendí, y luego sentí unos celos terribles.

Recordé el momento en que había encontrado el nombre del viento en el pabellón. Había sentido que por primera vez estaba completamente despierto, y que un conocimiento verdadero corría como hielo por mis venas.

Ese recuerdo me llenó de júbilo, pero duró solo un instante; luego me abandonó y me dejó una profunda pena. Mi mente dormida dormía de nuevo. Volví a prestar atención a Felurian y traté de comprender.

Al poco rato, Felurian se puso en pie con un movimiento fluido y me ayudó a levantarme. Tarareando alegremente, entrelazó su brazo con el mío y volvimos sobre nuestros pasos, charlando de cosas sin importancia. Llevaba la oscura forma del shaed colgada de un brazo.

Entonces, cuando el primer atisbo del crepúsculo empezó a rozar el cielo, lo colgó, invisible, en las negras ramas de un árbol cercano, «a veces la seducción lenta es la única manera», dijo, «la amable sombra teme a la llama de la vela, ¿cómo no va tu joven Shaed también a temerla?»

Capítulo 101

Lo bastante cerca para tocarlo

Después de nuestra expedición en busca de sombras, empecé a hacerle a Felurian preguntas más incisivas sobre su magia. Ella seguía respondiéndome con una simpleza exasperante. ¿Cómo coges una sombra? Felurian hizo un ademán, como si arrancara un fruto de un árbol. Por lo visto, así de sencillo.

Otras respuestas eran casi incomprensibles, cargadas de palabras fata que yo no entendía. Cuando Felurian intentaba describir esos términos, nuestras conversaciones se convertían en embrollos retóricos desesperantes. A veces tenía la impresión de hallarme ante una versión más tranquila y más atractiva de Elodin.

Sin embargo, aprendí algunas cosas. Lo que estaba haciendo Felurian con la sombra se llamaba grammaría. Cuando le pedí que me lo explicara, dijo que era «el arte de hacer que las cosas sean». No era lo mismo que glamoría, que era «el arte de hacer que las cosas parezcan».

También aprendí que en Fata no hay direcciones como las nuestras. Allí, la brújula de trifolio resulta tan inútil como una coquilla de estaño. El norte no existe. Y cuando el cielo está en un continuo crepúsculo, no ves salir el sol por el este.

Pero si te fijas bien en el cielo, ves que una parte del horizonte tiene un tono más brillante, y que en la dirección opuesta está un poco más oscuro. Si caminas hacia el horizonte más brillante, al final se hace de día. La otra dirección conduce a una noche más oscura. Si sigues caminando en una dirección, al final ves pasar un «día» entero y acabas en el mismo sitio donde empezaste. Al menos, esa es la teoría.

Felurian describía esos dos puntos de la brújula fata como Día y Noche. Los otros dos puntos los llamaba de formas diferentes según el momento: Oscuro y Claro, Verano e Invierno, Adelante y Atrás. Una vez hasta los llamó Lúgubre y Sonriente, pero por cómo lo dijo sospeché que era una broma.

Tengo buena memoria. Quizá eso sea, más que ninguna otra cosa, lo que me cimienta. Es el talento del que dependen muchas de mis otras habilidades.

No sé muy bien de dónde he sacado esa memoria. De mi temprana instrucción teatral, quizá. De los juegos que utilizaban mis padres para ayudarme a recordar mis papeles. Tal vez de los ejercicios mentales que me enseñaba Abenthy para prepararme para la Universidad.

Venga de donde venga, mi memoria siempre me ha ayudado mucho. A veces funciona mucho mejor de lo que yo quisiera.

No obstante, cuando pienso en el tiempo que pasé en Fata mi memoria es extrañamente fragmentaria. Mis conversaciones con Felurian son nítidas como el cristal. Recuerdo sus lecciones como si las llevara escritas en la piel. Su imagen. El sabor de su boca. Recuerdo todo eso como si fuera ayer.

Pero hay otras cosas de las que no logro acordarme.

Recuerdo, por ejemplo, a Felurian en aquella penumbra violácea. Se filtraba a través de los árboles y le daba un aspecto jaspeado, haciendo que pareciera que estaba bajo el agua. La recuerdo a la titilante luz de las velas; las sombras, burlonas, tapaban más de lo que revelaban. Y la recuerdo a la luz intensa y ámbar de las lámparas. Se deleitaba con ella como un gato al sol, y su piel caliente resplandecía.

Pero no recuerdo lámparas. Ni velas. De esas cosas tienes que ocuparte, y sin embargo no logro recordar que ni una sola vez recortara una mecha o limpiara el hollín de la campana de cristal de una lámpara. No recuerdo el olor a aceite, humo o cera.

Recuerdo que comía. Fruta, pan y miel. Felurian comía flores. Orquídeas. Trillium silvestre. Exuberantes selas. Yo también las probé. Mis favoritas eran las violetas.