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No quiero decir que Felurian solo comiera flores. Le gustaban el pan, la mantequilla y la miel. Le encantaban las moras. Y también había carne. No con todas las comidas, pero sí a veces. Carne de venado. Faisán. Oso. Felurian se la comía muy poco hecha, casi cruda.

Tampoco era muy exigente con la comida. No era maniática, ni demasiado fina. Comíamos con las manos, y después, si nos habíamos ensuciado con miel o pulpa o sangre de oso, nos lavábamos en la laguna.

Me parece estar viéndola, desnuda, riendo, con la barbilla manchada de sangre. Era majestuosa como una reina. Impaciente como una niña. Orgullosa como un gato. Y no era nada de eso. No se parecía ni pizca a ninguna de esas cosas.

Intentaré explicarme mejor. Recuerdo que comíamos. Lo que no recuerdo es de dónde salía la comida. ¿Nos la llevaba alguien? ¿La cogía Felurian? No consigo acordarme. La hipótesis de que unos sirvientes invadieran la intimidad del claro parece imposible, pero también me lo parece la idea de que Felurian se hiciera su propio pan.

En el caso del ciervo, en cambio, podría entenderlo. No tenía ninguna duda de que Felurian podía acosar uno, derribarlo y matarlo con las manos si quería. Pero también podía pensar en un venado tímido que se interna en la quietud del claro crepuscular. Imagino a Felurian sentada esperando, serena y paciente, a que el animal esté lo bastante cerca para tocarlo…

Capítulo 102

La luna en constante movimiento

Felurian y yo caminábamos hacia la laguna cuando percibí una sutil diferencia en la luz. Miré hacia arriba y me sorprendió ver la pálida curva de la luna asomando entre las copas de los árboles.

Era solo un finísimo creciente, pero supe que era la misma luna que yo había conocido toda la vida. Verla en aquel lugar extraño fue como encontrarme lejos de casa a un amigo al que no hubiera visto desde hacía mucho tiempo.

«¡Mira!», dije señalándola. «¡La luna!»

Felurian sonrió, indulgente, «eres mi precioso corderito recién nacido, ¡mira! ¡aquí también hay una nube! ¡amouen! ¡danza de alegría!» Se rió.

Me sonrojé, avergonzado. «Es que no la veía desde…» No terminé la frase, pues no tenía forma de calcular el tiempo. «Desde hace mucho tiempo. Además, aquí las estrellas son diferentes. Creía que la luna también sería otra.»

Felurian me acarició el pelo, «dulce iluso, solo hay una luna, estábamos esperándola, ella nos ayudará a imbuir tu shaed.» Se deslizó dentro del agua, grácil y lustrosa como una nutria. Cuando salió a la superficie, el cabello se derramaba por sus hombros como la tinta.

Me senté en una piedra de la orilla de la laguna con los pies colgando. El agua estaba caliente como la de una bañera. «¿Cómo puede estar la luna aquí», pregunté, «si este es otro cielo?»

«aquí solo hay un pequeño fragmento», me contestó Felurian. «la mayor parte está ahora en el cielo de los mortales.»

«Pero ¿cómo?», pregunté mirándola con los ojos muy abiertos.

Felurian dejó de nadar y se quedó flotando boca arriba, contemplando el cielo, «oh luna», dijo con tristeza, «necesito besos, ¿por qué me trajiste un hombrecito con ojos de mochuelo cuando lo que yo deseaba era un hombre?» Suspiró y, burlona, canturreó: ¿cómo, cómo, cómo?».

Me metí en el agua; quizá no fuera tan ágil como una nutria, pero besaba mejor.

Al cabo de un rato estábamos tumbados sobre una roca plana y lisa en la parte más baja de la laguna, cerca de la orilla, «gracias, luna», dijo Felurian contemplando el cielo con satisfacción, «por este hombrecito dulce y lozano.»

En la laguna había peces luminosos. No eran más grandes que una mano, y cada uno tenía una franja o un lunar reluciente de diferentes colores. Los vi salir de sus escondites, sorprendidos por las turbulencias del agua: anaranjados como brasas ardientes, amarillos como ranúnculos, azules como el cielo a mediodía.

Felurian se deslizó otra vez dentro del agua y me tiró de una pierna. «ven, mi mochuelo besador», me dijo, «y te enseñaré las obras de la luna.»

Me metí en la laguna y la seguí hasta que el agua nos llegó por los hombros. Los peces se acercaron a explorar; los más valientes, lo suficiente para nadar entre nosotros. Con su movimiento revelaban la silueta de Felurian bajo el agua. Pese a que yo ya había explorado su desnudez con todo detalle, de pronto me fascinó su forma, apenas insinuada.

Los peces se acercaron un poco más. Uno me rozó, y noté un suave pellizco en las costillas. Di un respingo, a pesar de que aquel mordisco era más flojo que el golpecito de un dedo. Nos rodearon más peces, y de vez en cuando alguno nos mordisqueaba.

«a los peces también les gusta besarte», comentó Felurian acercándose a mí hasta juntar su cuerpo con el mío.

«Creo que les gusta la sal de mi piel», dije observándolos.

Felurian me dio un empujón, enojada, «sí, a lo mejor les gusta el sabor a mochuelo.»

Antes de que pudiera replicar apropiadamente, Felurian se puso seria, extendió una mano y la sumergió en el agua entre nosotros, con la palma hacia abajo.

«solo hay una luna», dijo, «se mueve entre tu cielo mortal y el mío.» Apoyó la palma de la mano en mi pecho; luego la retiró y la apoyó sobre su pecho, «oscila, va y viene.» Se interrumpió y me miró frunciendo el ceño, «fíjate en mis palabras.»

«Ya me fijo», mentí.

«no, te fijas en mis pechos.»

Era verdad. Coqueteaban con la superficie del agua. «Merecen toda mi atención», dije. «No fijarse en ellos sería un insulto terrible.»

«te hablo de cosas importantes, cosas que debes saber si quieres regresar sano y salvo.» Dio un suspiro exagerado, «si te dejo tocar uno, ¿prestarás atención a mis palabras?» «Sí.»

Me cogió una mano y la colocó, ahuecada, sobre uno de sus pechos. «haz olas sobre las azucenas.»

«Todavía no me has enseñado olas sobre las azucenas.»

«en ese caso, lo dejaremos para más tarde.» Volvió a poner la mano con la palma hacia abajo en el agua, entre nosotros dos; entonces dio un débil suspiro y entrecerró los ojos, «ah», dijo, «oh.»

Los peces volvieron a salir de sus escondites.

«mi mochuelo distraído», dijo Felurian con cariño. Se sumergió hasta el fondo de la laguna y emergió con una piedra lisa y redonda en la mano, «ahora presta atención a mis palabras, tú eres el mortal y yo, la fata.»

«aquí está la luna.» Colocó la piedra entre su palma y la mía y entrelazó nuestros dedos para sujetarla, «está atada por igual a la noche fata y a la noche mortal.»

Felurian dio un paso adelante y presionó la piedra contra mi pecho. «así se mueve la luna», dijo comprimiéndome los dedos, «ahora, cuando miro al cielo, no veo el resplandor de la luz que anhelo, en cambio, como una flor abierta, su cara brilla en tu mundo descubierta.»

Se retiró, y nos quedamos con los brazos extendidos y las manos entrelazadas. Entonces tiró de la piedra hacia su pecho, arrastrándome por el agua, «ahora suspiran todas tus mortales doncellas, porque es en mi cielo donde está la luna llena.»

Asentí. «Por los Fata y los hombres amada. ¿Acaso es una trotamundos algo descarada?»

Felurian negó con la cabeza, «ojalá así fuera, no es una trotamundos, aunque sea viajera, se mueve, pero no cuando ella quisiera.»

«Una vez me contaron una historia», dije. «Sobre un hombre que robó la luna.»

Felurian adoptó una expresión solemne. Soltó sus dedos de los míos y miró la piedra que tenía en la mano, «eso supuso el fin de todo.» Suspiró, «hasta que él robó la luna, había alguna esperanza de paz.»

Me impresionó la crudeza de sus palabras. «¿Cómo dices?», pregunté, aturdido.

«el robo de la luna.» Me miró ladeando la cabeza, intrigada, «me has dicho que lo sabías.»