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Así pues, sintiendo bastante curiosidad, rescaté un trozo de hebilla de hierro rota del interior de mi macuto. Se la entregué a Felurian, nervioso. Como le daríais un cuchillo afilado a un niño.

«¿Para qué lo quieres?», pregunté tratando de disimular mi interés.

Felurian no dijo nada. Lo sostuvo apretándolo entre el pulgar y dos dedos, como si fuera una serpiente que intentara retorcerse y morderla. Sus labios dibujaban una línea delgada, y sus ojos empezaron a iluminarse y pasaron del morado crepuscular al azul marino.

«¿Quieres que te ayude?», pregunté.

Ella rió. No fue aquella risa aguda y cantarina que yo tantas veces le había oído, sino una carcajada salvaje y feroz, «¿de verdad quieres ayudarme?», preguntó. La mano con que sujetaba el trozo de hierro le temblaba ligeramente.

Asentí con la cabeza, un poco asustado.

«pues vete.» Sus ojos seguían cambiando, iluminándose hasta alcanzar un blanco azulado, «ahora no necesito llama, ni canciones, ni preguntas.» Como no me movía, Felurian me ahuyentó con una mano, «vete al bosque, no te alejes mucho, pero no me molestes durante el tiempo que se tarda en amar cuatro veces.» Su voz también había cambiado un poco. Seguía siendo suave, pero había adquirido un tono crispado que me alarmó.

Iba a protestar, pero Felurian me lanzó una mirada terrible que me hizo escabullirme mecánicamente hacia los árboles.

Paseé un rato sin rumbo fijo tratando de serenarme. No era fácil, pues estaba desnudo como un recién nacido y me habían echado para que no presenciara un acto mágico, como cuando una madre echa a un niño pesado de la cocina.

Sin embargo, sabía que no podía volver al claro hasta pasado un rato. De modo que me orienté Hacia el Día y me fui a explorar.

No sabría explicar por qué me alejé tanto aquel día. Felurian me había advertido que me quedara cerca, y yo sabía que era un buen consejo. Todas las historias que había oído de niño me prevenían del Peligro que suponía pasear por Fata. Y aunque no las tuviera en cuenta, las historias que me había contado Felurian deberían haber bastado para que no me alejara de la seguridad del claro crepuscular.

Supongo que parte de la culpa la tiene mi curiosidad innata. Pero otra parte mayor la tiene mi orgullo herido. El orgullo y el delirio siempre van juntos de la mano.

Caminé durante casi una hora; poco a poco el cielo fue iluminándose hasta hacerse plenamente de día. Encontré una especie de sendero, pero no vi ningún ser vivo, aparte de alguna mariposa y alguna ardilla.

Vacilaba entre el aburrimiento y la ansiedad. Al fin y al cabo estaba en Fata, y debería estar viendo cosas maravillosas. Castillos de cristal. Fuentes de fuego. Trolls ávidos de sangre. Hombres descalzos dispuestos a darme consejos…

Los árboles dejaron paso a una gran pradera cubierta de hierba. Todas las partes de Fata que me había enseñado Felurian hasta ese momento eran boscosas. Aquella pradera parecía una señal clara de que me encontraba más allá de los límites de donde debería estar.

No obstante continué, deleitándome con la luz del sol en la piel tras tanto tiempo en la tenue penumbra del claro del bosque de Felurian. El sendero por el que iba parecía conducir a un árbol solitario que se alzaba en medio de aquel prado. Decidí que llegaría hasta el árbol y daría media vuelta.

Sin embargo, tras caminar largo rato me pareció que no me estaba acercando mucho al árbol. Al principio creí que aquello era otra singularidad de Fata, pero al seguir avanzando con tenacidad por el sendero, comprendí qué pasaba: aquel árbol era más grande de lo que yo creía, sencillamente. Mucho más grande, y estaba mucho más lejos.

Resultó que el sendero no conducía hasta el árbol. De hecho, describía una curva alejándose y esquivándolo por una distancia de un kilómetro. Me estaba planteando dar media vuelta cuando me llamó la atención un brillante aleteo de color bajo la copa del árbol. Tras una breve lucha interna, venció mi curiosidad; dejé el sendero y continué por la alta hierba.

Jamás había visto ningún árbol parecido, y me acerqué a él lentamente. Parecía un sauce inmenso, pero con las hojas más anchas y de un verde más oscuro. El árbol tenía un follaje denso y colgante, salpicado de flores de color azul pastel.

Sopló una ráfaga de viento, y al moverse las hojas percibí un olor extraño y dulzón. Olía a humo, a especias, a cuero, a limón. Un olor cautivador. No era atrayente, como el olor a comida. No me hizo salivar, ni hizo que me rugiera el estómago. Y sin embargo, si hubiera visto algo encima de una mesa que oliera así, aunque fuera una piedra o un trozo de madera, me lo habría metido en la boca. No porque sintiera hambre, sino por pura curiosidad, como habría hecho un niño.

Al acercarme más me impresionó la belleza de la escena: el verde oscuro de las hojas contrastaba con las mariposas que revoloteaban de rama en rama, sorbiendo las flores de color azul pálido del árbol. Lo que en un principio me había parecido un lecho de flores al pie del árbol resultó ser una alfombra de mariposas que cubría el suelo casi por completo. Era una escena tan impresionante que me paré a cierta distancia del árbol para no ahuyentar las mariposas.

Muchas de las mariposas que revoloteaban entre las flores eran moradas y negras, o azules y negras, como las que había en el claro de Felurian. Otras eran de un verde intenso, o grises y amarillas, o plateadas y azules. Pero me llamó la atención la única de color rojo, el carmesí roto por tenues tracerías de un dorado metálico. Sus alas eran más grandes que mi mano abierta, y mientras la observaba se sumergió en el follaje en busca de otra flor sobre la que posarse.

De repente dejó de batir las alas armónicamente. Se le desprendieron y revolotearon por separado hasta posarse en el suelo, como las hojas caídas en otoño.

Cuando mi mirada las siguió hasta el pie del árbol lo entendí. El suelo no era donde las mariposas se posaban para descansar… estaba tapizado de alas inertes. Miles de alas cubrían la hierba bajo el árbol, como una manta de piedras preciosas.

– Las rojas me ofenden la vista -afirmó una voz fría y seca desde la copa del árbol.

Di un paso atrás e intenté escudriñar el denso toldo de hojas colgantes.

– Menudos modales -dijo aquella voz seca-. ¿No te presentas? ¿Solo miras?

– Le ruego que me disculpe, señor -dije con seriedad. Entonces recordé las flores del árbol y me corregí-: Señora. Pero es la primera vez que hablo con un árbol, y estoy un poco desconcertado.

– Me lo imagino. No soy ningún árbol. Soy tan árbol como silla es un hombre. Soy el Cthaeh. Has tenido suerte encontrándome. Muchos te envidiarían por esta oportunidad.

– ¿Oportunidad? -repetí tratando de ver qué era aquello que me hablaba desde las ramas del árbol. Un fragmento de una vieja historia parpadeó en mi memoria: un cuento folclórico que había leído mientras buscaba información sobre los Chandrian-. Usted es… un oráculo -dije.

– Oráculo. Qué curioso. No intentes ponerme etiquetas. Soy Cthaeh. Soy. Veo. Sé. -Dos alas de color negro azulado, irisadas, que hasta ese momento habían formado una mariposa revolotearon por separado-. A veces hablo.

– ¿No eran las rojas las que le ofendían la vista?

– Ya no quedan rojas -dijo la voz con indiferencia-. Y las azules son ligeramente dulces. -Sentí un movimiento, y otro par de alas de color zafiro empezaron a caer lentamente en espiral-. Tú eres el nuevo hombrecito de Felurian, ¿verdad? -Vacilé, pero la voz continuó como si yo le hubiera contestado-. Eso me había parecido. Puedo oler el hierro en ti. Solo un ligero rastro. Sin embargo, me pregunto cómo lo soporta ella.