Выбрать главу

Una pausa. Algo borroso. La leve alteración de una docena de hojas. Dos alas más se sacudieron y cayeron en espiral.

– Adelante -continuó la voz, que ahora provenía de otra parte del árbol, aunque seguía oculta por las hojas colgantes-. Seguro que un muchacho curioso como tú tendrá un par de preguntas. Adelante. Pregúntame. Tu silencio me ofende.

Titubeé y dije:

– Supongo que podría hacerle un par de preguntas.

– ¡Aaahhh! -Un sonido lento y satisfecho-. Me lo imaginaba.

– ¿Qué puede decirme sobre los Amyr?

– Kyxxs -me espetó el Cthaeh. El sonido denotaba irritación-. ¿Qué es esto? ¿Por qué tan cauto? ¿A qué viene este juego? Ve al grano y pregúntame por los Chandrian.

Me quedé inmóvil y en silencio.

– ¿Sorprendido? ¿Por qué? Pero si eres como una laguna transparente, chico. Veo tres metros más allá de tu superficie, y no tienes ni un metro de profundidad.

Volví a detectar algo borroso, un movimiento, y dos pares de alas descendieron hasta el suelo. Uno era azul; el otro, morado.

Me pareció entrever un movimiento sinuoso entre las ramas, pero quedó oculto por la continua oscilación del árbol, que se mecía al viento.

– ¿Por qué la morada? -pregunté por decir algo.

– Por pura maldad -respondió el Cthaeh-. Envidiaba su inocencia, su despreocupación. Además, el exceso de dulzura me empalaga. Igual que la ignorancia intencionada. -Una pausa-. Quieres preguntarme sobre los Chandrian, ¿no es eso?

No tuve más remedio que asentir con la cabeza.

– La verdad es que no hay mucho que contar -dijo el Cthaeh con ligereza-. Pero será mejor que los llames los Siete. Después de tantos años, «Chandrian» suena demasiado folclórico. Antes los nombres eran intercambiables, pero hoy en día, si dices «Chandrian» la gente piensa en ogros y descalandrajos y escavos. Menuda tontería.

Hubo una larga pausa. Me quedé inmóvil hasta que comprendí que aquella criatura esperaba una respuesta.

– Cuénteme algo más -dije. Mi propia voz me sonó terriblemente débil.

– ¿Por qué? -Me pareció detectar un deje bromista en su voz.

– Porque necesito saberlo -respondí tratando de imprimirle algo de fuerza a la mía.

– ¿Necesitas? -preguntó el Cthaeh con escepticismo-. ¿A qué viene esa repentina necesidad? Los maestros de la Universidad quizá tengan las respuestas que buscas. Pero ellos no te las darían aunque se lo preguntaras, lo que de todas formas no harás. Eres demasiado orgulloso. Demasiado listo para pedir ayuda. Demasiado consciente de tu reputación.

Intenté decir algo, pero solo conseguí articular un chasquido seco. Tragué saliva y volví a intentarlo.

– Por favor, necesito saberlo. Mataron a mis padres.

– ¿Acaso piensas matar a los Chandrian? -La voz parecía fascinada, casi conmocionada-. ¿Vas a buscarlos y matarlos tú mismo? Caramba, ¿cómo piensas hacerlo? Haliax lleva cinco mil años vivo. Cinco mil años sin dormir ni un solo segundo.

»Supongo que eso de buscar a los Amyr es buena idea. Hasta una persona tan orgullosa como tú sabe reconocer que necesita ayuda. La Orden quizá te la dé. Lo malo es que ellos son tan difíciles de encontrar como los Siete. Ay, qué pena. ¿Qué puede hacer un muchacho valiente como tú?

– ¡Dígamelo! -Había querido gritar, pero me salió una súplica.

– Supongo que sería frustrante -continuó el Cthaeh sin alterarse-. Las pocas personas que creen en los Chandrian tienen demasiado miedo para hablar, y los demás se reirán de ti si les preguntas. -Se oyó un exagerado suspiro que parecía provenir de varios rincones del follaje a la vez-. Pero ese es el precio que pagas por la civilización.

– ¿Qué precio? -pregunté.

– La arrogancia -contestó el Cthaeh-. Das por hecho que lo sabes todo. Te reías de las hadas hasta que viste una. No me extraña que todos tus vecinos civilizados también desechen la existencia de los Chandrian. Tendrías que dejar muy lejos tus preciosos rincones para encontrar a alguien dispuesto a tomarte en serio. No tendrías ninguna esperanza hasta que llegaras a la sierra de Borrasca.

Hubo una pausa, y otro par de alas moradas cayeron al suelo. Tenía la boca seca, y tragué saliva mientras trataba de decidir qué podía preguntar para obtener más información.

– Comprenderás que muy pocos se tomarían en serio tu investigación sobre los Amyr -continuó el Cthaeh pausadamente-. El maer, sin embargo, es un hombre excepcional. Él ya se ha acercado a ellos, aunque no lo sepa. No te separes del maer, y él te conducirá hasta su puerta.

El Cthaeh dio un débil y seco chasquido.

– Sangre, helechos y hueso, qué lástima que las criaturas como tú no tengáis inteligencia para apreciarme. Aunque olvides todo lo demás, recuerda lo que acabo de decir. Al final entenderás el chiste. Te lo garantizo. Cuando llegue el momento, te reirás.

– ¿Qué puede decirme sobre los Chandrian? -pregunté.

– Ya que me lo preguntas con tanta delicadeza, te diré que Ceniza es al que buscas. ¿Te acuerdas de él? ¿Pelo blanco? ¿Ojos oscuros? Le hizo cosas a tu madre, ¿lo sabías? Cosas terribles. Pero ella lo soportó bien. Laurian siempre fue una artista, si no te importa que lo diga así. Mucho mejor que tu padre, que no paraba de suplicar y lloriquear.

En mi mente destellaron imágenes de cosas que durante años había intentado olvidar. Mi madre, con el pelo empapado de sangre, los brazos retorcidos, rotos por las muñecas y los codos. Mi padre, con un corte en el vientre, había dejado un rastro de sangre de seis metros. Se había arrastrado para estar más cerca de mi madre. Intenté hablar, pero tenía la boca seca.

– ¿Por qué? -conseguí articular con voz ronca.

– ¿Por qué? -repitió el Cthaeh-. Qué buena pregunta. Sé tantos porqués. ¿Por qué le hicieron cosas tan crueles a tu pobre familia? Pues porque les dio la gana, y porque podían, y porque tenían un motivo.

»¿Por qué te dejaron vivo? Pues porque fueron descuidados, y porque tú tuviste suerte, y porque algo los asustó.

«¿Qué los asustó?», pensé, aturdido. Pero era demasiado. Los recuerdos, las cosas que decía la voz. Moví los labios en silencio, preguntando.

– ¿Qué? -preguntó el Cthaeh-. ¿Buscas otro porqué? ¿Te preguntas por qué te digo estas cosas? ¿De qué sirven? Tal vez ese Ceniza me haya jugado una mala pasada. Quizá me divierta enviar a un joven cachorro como tú a morderle los tobillos. Quizá el débil crujido de tus tendones cuando aprietas los puños sea como una dulce sinfonía para mí. Sí, claro que lo es. Puedes estar seguro.

»¿Por qué no encuentras a ese Ceniza? Ese es un porqué interesante. Podrías pensar que un hombre con los ojos negros como el carbón dejaría huella cuando parara a tomarse una copa. ¿Cómo es posible que hasta ahora nunca hayas oído hablar de él?

Sacudí la cabeza y traté de ahuyentar el olor a sangre y a pelo quemado.

El Cthaeh lo interpretó como una seña.

– Exacto, supongo que no necesitas que te diga qué aspecto tiene. Acabas de verlo, hace un día o tres.

De pronto lo comprendí, horrorizado. El jefe de los bandidos. Aquel tipo elegante de la cota de malla. Ceniza. El que me había hablado cuando yo era pequeño. El hombre de la sonrisa terrible y la espada como el hielo invernal.

– Lástima que escapara -continuó el Cthaeh-. Aun así, debes admitir que has tenido un poco de suerte. Yo diría que la posibilidad de que volvieras a encontrarte con él solo pasa dos veces en la vida. Lástima que desaprovecharas esa. No te reproches no haberlo reconocido. Son muy hábiles ocultando esas señales reveladoras. No es culpa tuya, ni mucho menos. Hace mucho tiempo. Años. Además, has estado muy ocupado: tratando de ganarte favores, retozando en los almohadones con una duendecilla, saciando tus deseos más bajos.