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– Bast, tú y yo sabemos que de vez en cuando pongo algún aderezo. Pero esta historia es diferente. Esta es mi oportunidad para que quede registrada la verdad. Esta es la verdad que hay oculta en las historias.

El joven moreno se encorvó en la silla y se tapó los ojos con una mano.

Kvothe lo miró con gesto de preocupación.

– ¿Te encuentras mal?

Bast sacudió la cabeza sin destaparse los ojos.

– Bast -dijo Kvothe con dulzura-, te sangra la mano. -Esperó un momento, y luego preguntó-: ¿Qué te pasa, Bast?

– ¡Es eso! -estalló Bast; abrió los brazos, y con voz aguda e histérica, dijo-: ¡Me parece que por fin entiendo lo que pasa!

Entonces rió, pero fue una risa crispada y estridente, y acabó transformándose en algo parecido a un sollozo. Miró hacia las vigas del techo de la taberna; le brillaban los ojos. Parpadeó, como si contuviera las lágrimas.

Kvothe se inclinó hacia delante y le puso una mano en el hombro.

– Por favor, Bast…

– Es que sabes tantas cosas -dijo Bast-. Sabes muchas cosas que no deberías saber. Sabes lo del berentaltha. Sabes lo de las hermanas blancas y la vía riente. ¿Cómo no ibas a saber lo del Cthaeh? Es… es un monstruo.

Kvothe se relajó ostensiblemente.

– Por el amor de Dios, Bast, ¿solo es eso? Estaba preocupado. Mira, me he enfrentado a cosas mucho peores que…

– ¡No hay nada peor que el Cthaeh! -bramó Bast, y volvió a golpear la mesa con el puño. Esa vez se oyó cómo se astillaba la madera-. Cállate y escúchame, Reshi. Escúchame bien. -Bast agachó un momento la cabeza, escogiendo con cuidado sus palabras-. ¿Sabes quiénes son los Sithe?

Kvothe encogió los hombros.

– Son una facción de los Fata. Poderosos, con buenas intenciones…

Bast agitó las manos.

– Si dices que tienen «buenas intenciones» es que no los entiendes. Pero en fin, si se puede afirmar que existen seres fata que persiguen el bien, son ellos. Su principal misión, y la que han desempeñado desde tiempos inmemoriales, es impedir que nadie tenga el menor contacto con el Cthaeh. ¡Nadie!

– No vi a ningún vigilante por allí -dijo Kvothe con un tono como el que alguien emplearía para calmar a un animal nervioso.

Bast se pasó las manos por el pelo, revolviéndoselo.

– No me explico, ni por toda la sal que hay en mí, cómo pudiste esquivarlos, Reshi. Si alguien consigue acercarse al Cthaeh, los Sithe lo matan. Lo matan desde una distancia de un kilómetro con sus largos arcos de cuerno. Y luego dejan que el cadáver se pudra. Si un cuervo se posa en el cadáver, también lo matan.

Cronista carraspeó suavemente y dijo:

– Si eso que dices es cierto, ¿cómo es que todavía hay quien acude al Cthaeh?

Por un instante, pareció que Bast fuera a abofetear al escribano, pero entonces dio un suspiro amargo.

– Hay que reconocer que mi gente no es famosa por tomar decisiones acertadas -dijo-. Todos los niños y las niñas fata conocen la naturaleza del Cthaeh, pero siempre hay alguien dispuesto a buscarlo. La gente acude a él en busca de respuestas y para asomarse al futuro. O con la esperanza de arrancarle una flor.

– ¿Una flor? -preguntó Kvothe.

Bast volvió a mirarlo con cara de susto.

– ¿Una rhinna? -Al ver que el posadero no reaccionaba, sacudió la cabeza, consternado-. Esas flores son una panacea, Reshi. Curan cualquier enfermedad. Cualquier veneno. Cualquier herida.

Kvothe arqueó una ceja.

– Ah -dijo, y se miró las manos, entrelazadas sobre la mesa-. Entiendo. Eso explica que haya gente que acuda a él pese a conocer los peligros.

El posadero levantó la cabeza.

– He de admitir que no veo dónde está el problema -dijo, contrito-. He visto otros monstruos, Bast. El Cthaeh no era de los peores.

– Quizá no haya elegido la palabra adecuada, Reshi -admitió Bast-. Pero no se me ocurre ninguna mejor. Si hubiera una palabra que significara venenoso, aborrecible y apestado, la usaría.

Bast inspiró hondo y se inclinó hacia delante.

– El Cthaeh puede ver el futuro, Reshi. No de una forma imprecisa, oracular. Ve todo el futuro. Con claridad. Perfectamente. Ve todo lo que puede llegar a pasar, extendiéndose infinitamente desde el presente.

– Ah, ¿sí? -dijo Kvothe arqueando una ceja.

– Sí -afirmó Bast con gravedad-. Y es absolutamente malévolo. Eso no supone un grave problema, porque no puede abandonar el árbol. Pero cuando alguien se acerca a él…

Kvothe asintió con la cabeza, con la mirada ausente.

– Si puede ver el futuro perfectamente -dijo con voz pausada-, debe de saber exactamente cómo reaccionará cada persona a lo que le diga.

– Y es cruel, Reshi -dijo Bast asintiendo con la cabeza.

Kvothe continuó, pensativo:

– Eso significa que cualquiera influenciado por el Cthaeh sería como una flecha disparada al futuro.

– Una flecha solo hiere a una persona, Reshi. -Los oscuros ojos de Bast estaban hundidos y abatidos-. Cualquiera influenciado por el Cthaeh es como un barco apestado que navega en busca de un puerto. -Bast señaló la hoja a medio escribir que Cronista tenía en el regazo-. Si los Sithe supieran de su existencia, no ahorrarían esfuerzos para destruirlo. Nos matarían solo por haber oído lo que dijo el Cthaeh.

– Porque cualquiera que se llevara la influencia del Cthaeh lejos del árbol… -dijo Kvothe mirándose las manos. Se quedó largo rato callado, asintiendo pensativo-. Supongamos que un muchacho que busca fortuna va al Cthaeh y se lleva una flor. La hija del rey está gravemente enferma, y el muchacho le lleva la flor para que se cure. Se enamoran, pese a que ella está comprometida con un príncipe vecino…

Bast miraba fijamente a Kvothe, escuchándolo con gesto inexpresivo.

– Una noche de luna intentan fugarse -continuó Kvothe-. Pero él se cae de los tejados y los atrapan. La princesa se casa contra su voluntad, y la noche de bodas apuñala al príncipe vecino. El príncipe muere. Guerra civil. Campos quemados y salados. Hambruna. Peste…

– Esa es la historia de la guerra de la Carena -dijo Bast con un hilo de voz.

– Es una de las historias que me contó Felurian -confirmó Kvothe-. Lo de la flor no lo había entendido hasta ahora. Ella nunca mencionó al Cthaeh.

– Es lógico, Reshi. Trae mala suerte. -Sacudió la cabeza-. No, no trae mala suerte. Es como escupirle veneno a alguien en la oreja. No se hace, sencillamente.

Cronista, algo más sereno, acercó la silla a la mesa; seguía sujetando la hoja de papel con cuidado. Miró el tablero de la mesa, que estaba roto y manchado de cerveza y tinta, con el ceño fruncido.

– Por lo visto, esa criatura tiene muy mala reputación -comentó-. Pero me cuesta creer que sea tan peligroso como…

Bast miró a Cronista con incredulidad.

– Hierro y bilis -dijo en voz baja-. ¿Me tomas por un crío? ¿Crees que no sé distinguir una historia para contar alrededor de la hoguera de la verdad?

Cronista intentó aplacarlo con un ademán.

– No, yo no digo que…

Sin apartar los ojos de Cronista, Bast posó la mano ensangrentada sobre la mesa. La madera chirrió, y los tablones rotos volvieron a ponerse en su sitio con un crujido. Bast levantó la mano, y luego volvió a posarla sobre la mesa, y los oscuros hilillos de tinta y cerveza se retorcieron y formaron un cuervo negro que echó a volar y describió un círculo por la taberna.

Bast atrapó el cuervo con ambas manos y lo partió por la mitad sin esfuerzo aparente; lanzó los trozos al aire, donde explotaron convirtiéndose en grandes llamaradas de color sangre.

Todo eso sucedió en un abrir y cerrar de ojos.

– Todo lo que tú sabes de los Fata cabría en un dedal -dijo Bast con voz monótona, mirando al escribano con gesto inexpresivo-. ¿Cómo te atreves a dudar de mí? No tienes ni idea de quién soy.

Cronista se quedó muy quieto, pero no desvió la mirada.

– Lo juro por mi lengua y por mis dientes -dijo Bast resueltamente-. Lo juro sobre las puertas de piedra. Te lo digo tres mil veces. No existe en mi mundo ni en el tuyo nada más peligroso que el Cthaeh.