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Le sonreí y lamenté no llevar más de diez minutos despierto, porque todavía tenía el ingenio embotado.

– No serías la primera que me invita a una copa por ese motivo -dije con franqueza-. Si insistes, me tomaré un aguamiel de Greysdale.

La mujer se dio la vuelta y volvió a la barra. Si era una alumna, era nueva. Si hubiera llevado allí aunque solo fueran unos días, Sim me habría hablado de ella, porque llevaba la cuenta de todas las muchachas hermosas de la ciudad, y las cortejaba con ingenuo entusiasmo.

La modegana regresó al cabo de un momento y se sentó enfrente de mí, acercándome una jarra de madera. Anker debía de haber acabado de lavarla, porque el asa le dejó unas marcas de humedad en los guantes de color granate.

Levantó su vaso, lleno de vino tinto.

– Por Ambrose Anso -dijo con repentina fiereza-. Que se caiga en un pozo y se muera.

Cogí la jarra y di un sorbo, y me pregunté si habría alguna mujer en cien kilómetros a la redonda a la que Ambrose no hubiera maltratado. Me sequé discretamente la mano en los pantalones.

La mujer dio un gran sorbo de vino y golpeó la mesa con el vaso. Tenía las pupilas muy dilatadas. Pese a lo temprano que era, ya debía de llevar un buen rato bebiendo.

De repente percibí un olor a nuez moscada y a ciruela. Olisqueé mi jarra y miré el tablero de la mesa pensando que quizá alguien había derramado una bebida. Pero no había nada.

Entonces la mujer que estaba sentada enfrente de mí rompió a llorar. Y no fueron unas lagrimitas discretas. Fue como si alguien hubiera abierto un grifo.

Se miró las manos enguantadas y sacudió la cabeza. Se quitó un guante húmedo, me miró y, entre sollozos, pronunció unas palabras en modegano.

– Lo siento -me disculpé, desconsolado-. No hablo…

Pero ella ya había retirado la silla y se levantaba. Corrió hacia la puerta mientras se enjugaba las lágrimas.

Anker me observaba desde detrás de la barra, como el resto de los que estaban en la taberna.

– No ha sido culpa mía -aclaré señalando la puerta-. Se ha puesto así ella sola.

La habría seguido y habría intentado resolverlo todo, pero ella ya estaba fuera, y faltaba menos de una hora para mi entrevista de admisiones. Además, si trataba de ayudar a todas las mujeres que Ambrose había traumatizado, no tendría tiempo para comer ni para dormir.

Lo bueno fue que aquel extraño encuentro me despejó la mente, y ya no estaba espeso y atontado por la falta de sueño. Decidí aprovechar aquella circunstancia y liquidar mi entrevista de admisiones. Como decía mi padre, cuanto antes empiezas, antes acabas.

Camino del Auditorio, me paré a comprar un dorado pastel de carne en el carrito de un vendedor ambulante. Sabía que iba a necesitar hasta el último penique para pagar mi matrícula de ese bimestre, pero de todas formas, el precio de una comida decente no iba a cambiar mucho mi situación. Era un pastel sólido y caliente, relleno de pollo, zanahorias y salvia. Me lo comí mientras andaba, deleitándome con la pequeña libertad de comprarme algo que me apetecía en lugar de contentarme con lo que Anker tuviera a mano.

Cuando me terminé el último trozo de corteza, olí a almendras garrapiñadas. Me compré una palada generosa, y me la sirvieron en una ingeniosa bolsa hecha con una chala de maíz seca. Me costó cuatro drabines, pero llevaba años sin probar las almendras garrapiñadas, y pensé que no me vendría mal tener un poco de azúcar en la sangre cuando estuviera contestando las preguntas.

La cola de admisiones recorría el patio. No era exageradamente larga, pero aun así era un fastidio. Reconocí una cara de la Factoría y me puse junto a una joven de ojos verdes que también esperaba su turno.

– Hola -la saludé-. Eres Amlia, ¿verdad?

Ella me sonrió con timidez y afirmó con la cabeza.

– Me llamó Kvothe -dije, e hice una pequeña reverencia.

– Ya sé quién eres -repuso ella-. Te he visto en la Artefactoría.

– Deberías llamarla la Factoría -dije. Le ofrecí la bolsa de almendras-. ¿Te apetece una almendra garrapiñada?

Amlia negó con la cabeza.

– Están muy buenas -dije, y sacudí la chala de maíz para tentarla.

Amlia estiró un brazo, vacilante, y cogió una.

– ¿Esta es la cola del mediodía? -pregunté señalando.

Ella negó con la cabeza.

– Todavía faltan un par de minutos para que podamos empezar a formar la cola.

– Es absurdo que nos hagan pasar tanto rato aquí de pie -opiné-. Como ovejas en un cercado. Este proceso es una pérdida de tiempo para todos, y además es insultante. -Vi una sombra de ansiedad en el rostro de Amlia, y pregunté-: ¿Qué pasa?

– Es que hablas en voz muy alta -contestó ella mirando alrededor.

– No me asusta decir en voz alta lo que piensa todo el mundo -dije-. Todo el proceso de admisiones es una chapuza de una imbecilidad apabullante. El maestro Kilvin sabe perfectamente de qué soy capaz. Y Elxa Dal también. Brandeur no me conoce de nada. ¿Por qué tiene que opinar él sobre mi matrícula?

Amlia se encogió de hombros sin mirarme a la cara.

Mordí otra almendra y rápidamente la escupí en los adoquines.

– ¡Puaj! -Le acerqué la bolsita-. ¿A ti también te saben a ciruela?

Me miró un poco asqueada, y luego su mirada se fijó en algo que había detrás de mí.

Giré la cabeza y vi a Ambrose, que cruzaba el patio hacia nosotros. Iba muy elegante, como siempre, con ropa blanca de lino, terciopelo y brocado. Llevaba un sombrero con una larga pluma blanca, y esa imagen me produjo una rabia irracional. De modo inusual, Ambrose iba solo, sin su acostumbrado séquito de aduladores y lameculos.

– Maravilloso -dije en cuanto estuvo lo bastante cerca para oírme-. Ambrose, tu presencia es el baño de estiércol que cubre el pastel de estiércol que es este proceso de admisiones.

Curiosamente, Ambrose sonrió al oírme.

– Hola, Kvothe. Yo también me alegro de verte.

– Precisamente hoy he conocido a una de tus ex amantes -dije-. Supongo que trataba de superar el profundo trauma emocional que sufre por haberte visto desnudo.

Mis palabras le agriaron un tanto la expresión; me incliné hacia Amlia y le dije en un susurro teatraclass="underline"

– Según mis fuentes, Ambrose tiene un pene minúsculo, y no solo eso: además, únicamente puede tener una erección si se encuentra ante un perro muerto, un cuadro del duque de Gibea y un tambor de galera sin camisa.

Amlia estaba paralizada. Ambrose la miró.

– ¿Por qué no te vas? -le dijo educadamente-. No tienes por qué escuchar esta clase de groserías.

Amlia echó a correr.

– He de admitir -dije mientras la veía marchar- que no conozco a nadie capaz de hacer correr a una mujer como tú. -Me quité un sombrero imaginario-. Podrías dar clases. Podrías enseñar una asignatura.

Ambrose se quedó de pie asintiendo con la cabeza como si nada y observándome con un extraño aire de amo y señor.

– Con ese sombrero pareces un pederasta -añadí-. Y si no te largas, puede que te lo quite de la cabeza de un manotazo. -Lo miré y agregué-: Por cierto, ¿qué tal tu brazo?

– Mucho mejor, gracias -me contestó. Se lo frotó distraídamente y siguió allí plantado, sonriendo.

Me metí otra almendra en la boca, hice una mueca y volví a escupir.

– ¿Qué pasa? -me preguntó Ambrose-. ¿No te gustan las ciruelas? -Y sin esperar una respuesta, se dio la vuelta y se alejó. Todavía sonreía.

El hecho de que me quedara allí de pie viéndolo marchar, desconcertado, dice mucho de cuál era mi estado. Me llevé la bolsa a la nariz y aspiré. Me llegó el olor polvoriento de la chala de maíz, el de la miel y la canela. Ni rastro de olor a ciruela ni a nuez moscada. ¿Cómo podía saber Ambrose…?

De pronto todas las piezas colisionaron en mi cabeza. Y en ese preciso instante sonó la campana del mediodía y todos los que tenían una ficha parecida a la mía empezaron a formar una cola larga y serpenteante por el patio. Había llegado la hora de mi examen de admisión.