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– No hace falta, Bast -dijo Kvothe en voz baja-. Yo te creo.

Bast se volvió y miró a Kvothe, y luego se hundió en la silla, abatido.

– Ojalá no me creyeras, Reshi.

Kvothe compuso una sonrisa ladeada.

– Entonces, si alguien conoce al Cthaeh, todas las decisiones que tome serán equivocadas.

Bast negó con la cabeza; tenía el rostro pálido y demacrado.

– Equivocadas no, Reshi: catastróficas. Iax habló con el Cthaeh antes de robar la luna, y eso desató la Guerra de la Creación. Lanre habló con el Cthaeh antes de organizar la traición de Myr Tariniel. La creación de los Sin Nombre. Los Scaendyne. Todos guardan relación con el Cthaeh.

El rostro de Kvothe perdió toda expresión.

– Vaya, pues se ve que estoy en compañía interesante, ¿no? -dijo con aspereza.

– Es más que eso, Reshi -replicó Bast-. En nuestras obras de teatro, si aparece el árbol del Cthaeh a lo lejos, en el telón de fondo, sabes que la historia se convertirá en una tragedia. Lo ponen para que el público sepa qué esperar. Para que sepa que al final todo saldrá mal.

Kvothe se quedó mirando a Bast.

– Venga, Bast -dijo en voz baja y con una sonrisa tierna y triste-. Ya sé qué clase de historia estoy contando. Esto no es ninguna comedia.

Bast lo miró con sus ojos hundidos y apagados.

– Pero Reshi… -Movió los labios tratando de buscar las palabras, pero fracasó.

El posadero pelirrojo abrió un brazo abarcando la taberna vacía.

– Esto es el final de la historia, Bast. Eso lo sabemos todos. -La voz de Kvothe era natural y despreocupada, como si estuviera describiendo el tiempo que había hecho el día anterior-. He vivido una vida interesante, y esta evocación tiene cierta dulzura. Pero…

Kvothe inspiró hondo y soltó el aire despacio.

– … pero esto no es ninguna historia galante. No es ninguna fábula donde los muertos regresan de la tumba. No es una epopeya enardecedora que pretende agitar la sangre. No. Todos sabemos qué clase de historia es.

Parecía que fuera a continuar, pero se limitó a pasear la mirada por la taberna vacía. En su rostro sereno no se apreciaba ni rastro de ira o amargura.

Bast le lanzó una mirada a Cronista, pero esa vez no había fuego en ella. Ni ira. Ni rabia, ni afán de dominio. Bast tenía una mirada desesperada, suplicante.

– Si todavía estás aquí, significa que no ha terminado -dijo Cronista-. Si todavía sigues vivo, no es una tragedia.

Bast asintió con la cabeza y volvió a clavar los ojos en Kvothe.

Kvothe los miró a los dos un momento, sonrió y rió entre dientes.

– Ay -dijo con ternura-, qué jóvenes sois.

Capítulo 106

Regreso

Tardé tiempo en recuperarme de mi encuentro con el Cthaeh.

Dormía mucho, pero de manera irregular, porque me acosaban constantemente unos sueños espantosos. Algunos eran muy reales e imposibles de olvidar. En ellos aparecían, sobre todo, mi madre, mi padre y mi troupe. Peor aún eran aquellos de los que despertaba llorando y sin poder recordar nada de lo que había soñado, con solo el pecho dolorido y en la cabeza un vacío parecido al hueco ensangrentado que deja en la boca un diente faltante.

La primera vez que desperté así, Felurian estaba allí, velándome. La expresión dulce y preocupada de su rostro me hizo pensar que me murmuraría algo y me acariciaría el pelo, como había hecho Auri en mi habitación meses atrás.

Pero Felurian no hizo nada parecido.

«¿no te encuentras bien?», me preguntó.

No supe qué contestar. Los recuerdos, la confusión y el dolor me tenían aturdido. Como dudaba que pudiera hablar sin romper a llorar otra vez, me limité a negar con la cabeza.

Felurian se agachó y me besó en una comisura de los labios; se quedó mirándome y volvió a incorporarse. Luego fue al estanque y me trajo agua para beber en las manos ahuecadas.

Los días que siguieron, Felurian no me asedió con preguntas ni intentó sonsacarme información. De vez en cuando intentaba contarme historias, pero como no podía concentrarme, las encontraba más absurdas que nunca. Había partes que me hacían llorar a lágrima viva, aunque las historias en sí no fueran tristes.

Una vez desperté y descubrí que Felurian no estaba. Regresó horas más tarde con un extraño fruto verde, más grande que mi cabeza. Sonrió tímidamente y me lo ofreció, enseñándome cómo tenía que pelar la piel, fina y áspera, para llegar a la pulpa de color naranja. El fruto, carnoso, dulce y picante, se abrió en gajos.

Nos comimos los gajos en silencio, hasta que solo quedó el cuesco redondo, duro y resbaladizo. Era marrón oscuro, y tan grande que no podía encerrarlo en una mano. Con un ágil floreo, Felurian lo abrió golpeándolo contra una piedra, y me mostró que el interior estaba seco, como un fruto seco tostado. También nos lo comimos. Tenía un sabor raro y picante que recordaba vagamente al salmón ahumado.

Acurrucada dentro había la semilla, blanca como el hueso y del tamaño de una canica. Felurian me la puso en la mano. Era dulce como el caramelo y ligeramente pegajosa.

Una vez me dejó solo durante horas interminables y volvió con dos pájaros marrones, uno en cada mano ahuecada. Eran más pequeños que gorriones, y tenían unos ojos asombrosos, de color verde hoja. Los puso a mi lado, sobre los almohadones, y cuando silbó, los pájaros empezaron a cantar. No entonaron trinos aislados, sino una canción en toda regla: cuatro estrofas con un estribillo en medio. Primero cantaron al unísono, y después a dos voces.

Una vez desperté y Felurian me dio de beber un líquido en una taza de cuero. Olía a violetas y no sabía a nada en absoluto, pero era transparente, y lo noté cálido y limpio en la boca, como si bebiera la luz del sol de verano.

Otra vez me puso en la mano una piedra lisa y roja. Estaba caliente. Al cabo de unas horas se abrió como un huevo revelando una especie de ardilla diminuta que parloteó, muy enojada, antes de huir corriendo.

Una vez desperté y Felurian no estaba a mi lado. Miré alrededor y la vi sentada al borde del agua, abrazándose las rodillas. Apenas oía la dulce melodía de sus silenciosos sollozos.

Dormía y despertaba. Felurian me dio un anillo hecho con una hoja, un racimo de bayas doradas, una flor que se abría y cerraba cuando la acariciabas…

Y una vez, al despertar sobresaltado con la cara húmeda y el pecho dolorido, Felurian estiró un brazo y puso una mano sobre la mía. Fue un gesto tan vacilante, y había tal ansiedad en su rostro, que cualquiera habría pensado que era la primera vez que tocaba a un hombre. Como si temiera que yo pudiera romperme, quemarme o morder. Posó un momento su mano, fría y suave como una palomilla, sobre la mía; me dio un pequeño apretón, esperó y me soltó.

Aquello me extrañó. Pero la confusión y la pena me ofuscaban y me impedían pensar con claridad. Solo ahora, cuando pienso en ello, lo comprendo de verdad. Con toda la torpeza de una joven amante, Felurian intentaba consolarme, pero ni siquiera sabía por dónde empezar.

Pero el tiempo lo cura todo. Dejé de tener aquellos sueños. Recuperé el apetito. Estaba lo bastante lúcido para bromear un poco con Felurian. Poco después, me recompuse lo suficiente para coquetear. Cuando Felurian lo advirtió, su alivio era palpable, como si no pudiese relacionarse con alguien que no sintiera deseos de besarla.

Por último recuperé la curiosidad, el signo más infalible de que volvía a ser el de siempre. «Todavía no te he preguntado qué ha pasado con el shaed», dije.

«¡está terminado!», exclamó Felurian, y su rostro se iluminó. Vi el orgullo reflejado en sus ojos. Me cogió una mano y me llevó hasta el borde del pabellón, «lo del hierro no fue nada fácil, pero ya está terminado.» Dio un paso adelante, pero se detuvo y me preguntó: «¿lo ves?».