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Miré alrededor concienzudamente. Felurian me había enseñado qué tenía que buscar, pero aun así tardé un buen rato en detectar una sutil profundidad en las negras sombras de un árbol cercano. Estiré un brazo y cogí mi shaed de la oscuridad que lo ocultaba.

Felurian vino a mi lado, riendo como si yo acabara de ganar un juego. Se me colgó al cuello y me besó con el ímpetu de una docena de niños.

Hasta entonces, Felurian nunca me había dejado ponerme el shaed, y cuando me lo echó sobre los hombros desnudos me maravillé. Apenas pesaba, y era más suave que el más suntuoso terciopelo. Era como llevar puesta una brisa cálida, la misma brisa que me había acariciado en aquel rincón oscuro del bosque a donde Felurian me había llevado a recoger las sombras.

Quise acercarme a la laguna para verme reflejado en la superficie del agua, pero Felurian se abalanzó sobre mí. Me tiró al suelo, se sentó a horcajadas encima de mí, con el shaed extendido bajo nosotros como una gruesa manta. Felurian levantó los extremos y nos envolvió en él; entonces me besó en el pecho y en el cuello. Notaba su lengua caliente en la piel.

«así», me susurró al oído, «cada vez que tu shaed te envuelva, pensarás en mí. cuando el shaed te toque, pensarás que soy yo quien te toca.» Se frotó lentamente contra mí, recorriendo todo mi cuerpo desnudo con el suyo, «a través de cualquier otra mujer te acordarás de Felurian, y regresarás.»

Después de eso, supe que mi estancia en Fata estaba llegando a su fin. Las palabras del Cthaeh estaban clavadas en mi mente como abrojos, y me incitaban a regresar al mundo. Haber estado a un tiro de piedra del hombre que había matado a mis padres y no haberme dado cuenta me había dejado en la boca un sabor amargo que ni los besos de Felurian conseguían borrar. Y recordaba una y otra vez lo que el Cthaeh había dicho sobre Denna.

Al final desperté y supe que había llegado el momento. Me levanté, ordené mi macuto y me vestí por primera vez desde hacía una eternidad. Después de tanto tiempo, encontraba extraño el tacto de la ropa en la piel. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? Me pasé los dedos por la barba, pero descarté esa idea. No tenía sentido hacer conjeturas, porque no tardaría mucho en saber la respuesta.

Me volví y vi a Felurian, con gesto triste, de pie en el centro del pabellón. Por un instante pensé que quizá protestara de mi partida, pero no lo hizo. Vino a mi lado y me ató el shaed alrededor de los hombros, como una madre que abriga a su hijo para protegerlo del frío. Hasta las mariposas que la seguían parecían apenadas.

Me guió por el bosque durante horas hasta que llegamos ante un par de altos itinolitos. Me puso la capucha del shaed y me pidió que cerrara los ojos. Entonces me guió formando un pequeño círculo y sentí un cambio sutil en el aire. Cuando abrí los ojos, supe que aquel bosque no era el mismo por el que iba caminando unos momentos antes. La extraña tensión de la atmósfera había desaparecido. Aquello era el mundo de los mortales.

Me volví hacia Felurian.

– Mi señora -dije-. No tengo nada que darte antes de partir.

«solo la promesa de que regresarás», repuso ella con una voz suave como un pétalo de azucena, pero que contenía un susurro de advertencia.

Sonreí.

– Me refería a que no tengo nada que regalarte, señora.

«solo tus recuerdos.» Se acercó a mí.

Cerré los ojos y le dije adiós con pocas palabras y profusos besos.

Y me marché. Me gustaría decir que no miré atrás, pero mentiría. La visión de Felurian casi me partió el corazón. Parecía tan menuda junto a los enormes itinolitos. Estuve a punto de retroceder para darle un último beso, para decirle un último adiós.

Pero sabía que si retrocedía no sería capaz de marcharme otra vez. No sé cómo lo hice, pero seguí caminando.

Cuando giré la cabeza por segunda vez, Felurian ya no estaba allí.

Capítulo 107

Fuego

Llegué a la posada La Buena Blanca mucho después de la puesta de sol. La luz de las lámparas henchía los enormes ventanales de la posada y había una docena de caballos amarrados fuera, mascando en sus morrales. La puerta, abierta, arrojaba un rectángulo sesgado de luz sobre la calle oscura.

Pero algo iba mal. No me llegaba el agradable y enardecedor clamor que debería haberse oído por la noche en una posada abarrotada. No se oía ni un susurro, ni una palabra.

Preocupado, me acerqué un poco más. Por mi mente pasaban todos los cuentos de hadas que había oído. ¿Y si llevaba años lejos? ¿Décadas?

¿O se trataba de un problema más vulgar? ¿Había más bandidos de los que nosotros creíamos? ¿Habían regresado al campamento y lo habían encontrado destruido, y entonces habían ido a Crosson a vengarse?

Me acerqué a un ventanal, me asomé y vi qué era lo que pasaba.

En la posada había cuarenta o cincuenta personas sentadas a las mesas, en bancos y de pie junto a la barra. Todas las miradas estaban fijas en la chimenea.

Marten estaba sentado en el escalón, dando un largo trago.

– No podía dejar de mirar -continuó-. No quería dejar de mirar. Entonces Kvothe se puso delante de mí, tapándomela, y durante un segundo me liberé de su hechizo. Estaba empapado de un sudor tan denso y tan frío que era como si me hubieran echado un cubo de agua por encima. Intenté retenerlo, pero él se soltó y corrió hacia ella. -Su rostro denotaba un profundo pesar.

– Y ¿por qué no se llevó también al Adem y al grandullón? -preguntó un hombre con cara de halcón que estaba sentado cerca, en un rincón de la chimenea. Tamborileaba con los dedos sobre un maltrecho estuche de violín-. Si de verdad la hubierais visto, todos habríais corrido tras ella.

Un murmullo de aprobación recorrió la taberna.

Tempi, que estaba sentado en una mesa cercana, y al que detecté enseguida, pues llevaba la camisa de color rojo sangre, intervino diciendo:

– Cuando yo era pequeño, me entreno para tener control. -Levantó una mano y apretó con fuerza el puño para ilustrar sus palabras-. Herido. Hambriento. Sediento. Cansado. -Agitó el puño tras pronunciar cada una de esas palabras para expresar su dominio sobre ellas-. Mujeres. -En sus labios apareció un amago de sonrisa, y volvió a agitar el puño, pero sin la firmeza de las veces anteriores. Se oyeron risas-. Os digo esto. Si Kvothe no iba, quizá iba yo.

Marten asintió con la cabeza.

– Y nuestro otro amigo… -Carraspeó y apuntó al otro extremo de la estancia-. Hespe lo convenció para que se quedara.

Hubo más risas. Busqué con la mirada hasta dar con Dedan y Hespe. Me pareció que Dedan se esforzaba para no ruborizarse, pero sin mucho éxito. Hespe le puso una mano sobre la pierna con ademán posesivo y esbozó una sonrisa de satisfacción.

– Al día siguiente lo buscamos -prosiguió Marten, recuperando la atención del público-. Seguimos su rastro por el bosque. Encontramos su espada a medio kilómetro de la laguna. Debió de perderla con las prisas por alcanzarla. Su capa colgaba de una rama no lejos de allí.

Marten levantó la capa raída que yo le había comprado al calderero. Parecía que un perro rabioso se hubiera ensañado con ella.

– Estaba enganchada en una rama. Debió de deshacerse de ella para no perderla de vista. -Abstraído, frotó los bordes deshilachados-. Si hubiera sido de una tela más resistente, quizá él estaría entre nosotros esta noche.

Sé reconocer el momento de salir a escena. Entré por la puerta y noté que todos se volvían a mirarme.

– He encontrado otra capa mejor -dije-. Hecha por la propia Felurian. Y también tengo una historia que contar. Una historia que podréis contar a los hijos de vuestros hijos. -Sonreí.

Hubo un momento de silencio, y luego una barahúnda cuando todos empezaron a hablar a la vez.

Mis compañeros se quedaron mirándome fijamente, atónitos. Dedan fue el primero en recuperarse, y tras venir hasta mí, me sorprendió abrazándome bruscamente, con un solo brazo. Entonces me fijé en que llevaba el otro entablillado.