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– ¿Te has metido en algún lío? -pregunté mirándole el brazo, mientras alrededor de nosotros crecía el alboroto.

Dedan negó con la cabeza.

– Hespe -resumió-. No le sentó muy bien que echara a correr detrás de aquella mujer feérica. Y me… convenció para que me quedara.

– ¿Te rompió el brazo? -Recordé que antes de marcharme había visto a Hespe inmovilizándolo en el suelo.

Dedan agachó la cabeza.

– Bueno, digamos que se sentó encima mientras yo intentaba escabullirme. -Compuso una sonrisa un tanto tímida-. Supongo que podríamos afirmar que lo rompimos entre los dos.

Le di una palmada en el hombro bueno y me reí.

– Qué tierno. Francamente conmovedor. -Habría continuado, pero la taberna había quedado en silencio. Todos nos miraban. Me miraban a mí.

Viendo a aquel grupo de gente, de pronto me desorienté. ¿Cómo puedo explicar…?

Ya os he dicho que no sé cuánto tiempo pasé en Fata. Pero había sido mucho. Había vivido tanto tiempo allí que había dejado de parecerme un lugar extraño. Había acabado por sentirme cómodo.

De nuevo en el mundo de los mortales, aquella taberna abarrotada me resultaba extraña. Qué raro era estar bajo techo y no a la intemperie. Los bancos y las mesas de madera, de gruesos tablones, parecían bastos y rudimentarios. La luz de las lámparas tenía un brillo artificial que me hacía daño a la vista.

Durante una eternidad solo había tenido la compañía de Felurian, y, comparada con ella, las personas que me rodeaban parecían raras. Me llamaba la atención el blanco de sus ojos. Olían a sudor, a caballos y a hierro amargo. Tenían una voz dura y aguda, y sus posturas eran rígidas y torpes.

Pero con eso solo estoy describiendo la superficie. Me sentía fuera de lugar en mi propia piel. Me molestaba muchísimo la ropa, y nada me habría gustado más que estar cómodamente desnudo. Las botas eran como una prisión. En la larga caminata hasta la Buena Blanca, había tenido que combatir constantemente el impulso de quitármelas.

Observando las caras que me rodeaban vi a una joven de no más de veinte años. Tenía un rostro dulce y los ojos azul claro. Sus labios parecían hechos para besar. Di un paso hacia ella, decidido a cogerla en brazos y…

Me paré en seco cuando empezaba a estirar un brazo para acariciarle el cuello, y sentí algo muy parecido al vértigo. Allí las cosas eran diferentes. Era evidente que el hombre que estaba sentado al lado de la joven era su marido. Eso era importante, ¿no? Parecía un hecho muy impreciso y distante. ¿Por qué no estaba ya besando a aquella mujer? ¿Por qué no iba desnudo, no comía violetas ni tocaba el laúd a cielo abierto?

Volví a pasear la mirada por la taberna y todo aquello me pareció sumamente ridículo. Aquella gente sentada en los bancos, con capas y más capas de ropa, comiendo con cuchillo y tenedor. Lo encontraba todo absurdo y artificioso. Era increíblemente gracioso. Parecía que estuvieran jugando a un juego y ni siquiera se dieran cuenta. Era como un chiste que hasta entonces no había entendido.

Me reí. No fue una risa atronadora, ni especialmente larga, pero sí aguda y desenfrenada y llena de un placer extraño. No era una risa humana, y recorrió la muchedumbre como el viento entre el trigo. Los que estaban lo bastante cerca para oírla se rebulleron en los asientos; unos me miraron con curiosidad, y otros, con miedo. Algunos se estremecieron y evitaron cruzar conmigo la mirada.

Me chocó su reacción, y me esforcé para controlarme. Inspiré hondo y cerré los ojos. Superé aquel momento de extraña desorientación, aunque seguía notando las botas duras y pesadas.

Cuando volví a abrir los ojos, vi que Hespe me observaba. Con voz vacilante, me dijo:

– Pareces estar… bien, Kvothe.

– Sí -dije con una amplia sonrisa.

– Creíamos que te habías… perdido.

– Creíais que había desaparecido -la corregí con dulzura, y fui hacia la chimenea, donde Marten estaba de pie-. Que había muerto en brazos de Felurian, o que erraba por el bosque, loco y destrozado por el deseo. -Los miré alternadamente-. ¿No es así?

Noté todas las miradas puestas en mí y decidí sacar el máximo partido de la situación.

– ¿Qué os creíais? Soy Kvothe. Soy Edena Ruh de nacimiento. He estudiado en la Universidad y puedo invocar al rayo como Táborlin el Grande. ¿De verdad pensasteis que Felurian me mataría?

– Pues sí -dijo una voz áspera desde el borde de la chimenea-. Si de verdad hubieras visto siquiera su sombra, estarías muerto.

Me volví y vi al violinista con cara de halcón.

– Disculpe, señor, ¿cómo dice?

– Deberías pedir disculpas a todos los que estamos aquí -me respondió con una voz cargada de desdén-. No sé qué esperas obtener de esto, pero no me creo que vierais a Felurian, no me creo nada.

– Hice algo más que verla, amigo mío -repliqué mirándolo a los ojos.

– Si fuera verdad, ahora estarías loco o muerto. Y aunque admito que quizá estés loco, no será por culpa de ningún hechizo feérico. -Se oyeron risas-. Hace más de veinte años que nadie la ve. Los seres feéricos se marcharon de aquí, y tú no eres Táborlin, digan lo que digan tus amigos. Seguro que solo eres un narrador astuto que pretende labrarse un nombre.

Aquella afirmación se acercaba peligrosamente a la verdad, y vi que algunos de los presentes me observaban con escepticismo.

Antes de que yo pudiera decir nada, Dedan saltó:

– Entonces, ¿cómo explicas su barba? Cuando se marchó, hace tres noches, tenía la cara lisa como las nalgas de un recién nacido.

– Eso dices tú -replicó el violinista-. Pensaba callar aunque no me hubiera creído ni la mitad de lo que nos habíais contado sobre esos bandidos o de que vuestro amigo había invocado al rayo. Pero me dije: «Seguramente su amigo murió y quieren que la gente lo recuerde contándonos un par de historias portentosas».

Miró por encima de su nariz rota adónde estaba sentado Dedan.

– Pero la verdad es que habéis llegado demasiado lejos. No es muy sensato contar mentiras sobre los seres feéricos. No me gusta que vengan aquí unos forasteros y les llenen la cabeza de tonterías a mis amigos. Haced el favor de callaros. Ya os hemos oído bastante por esta noche.

Cuando hubo terminado de hablar, el violinista abrió el maltrecho estuche que tenía a su lado y sacó su instrumento. Para entonces la atmósfera de la habitación se había vuelto vagamente hostil, y más de uno me miraba con resentimiento.

– Escúchame, so… -farfulló Dedan, furioso. Hespe dijo algo y trató de hacer que se sentara, pero Dedan la apartó-. No. No voy a permitir que me llamen mentiroso. Alveron nos envió aquí a dar escarmiento a esos bandidos. Y nosotros hicimos nuestro trabajo. No espero que me reciban con un desfile, pero tampoco pienso permitir que me llamen mentiroso. Nosotros matamos a esos desgraciados. Y después vimos a Felurian. Y Kvothe se marchó con ella.

Dedan recorrió la taberna con mirada agresiva, deteniéndose en el violinista.

– Esa es la verdad y lo juro por mi buena mano derecha. Si alguien quiere llamarme mentiroso, podemos resolverlo con los puños ahora mismo.

El violinista cogió su arco y miró a Dedan a los ojos. Tocó una nota chirriante.

– Mentiroso.

Dedan se lanzó hacia él mientras la gente apartaba las sillas y dejaba espacio para la pelea. El violinista se levantó despacio. Era más alto de lo que me había parecido; tenía el pelo corto y entrecano, y las cicatrices de los nudillos delataban que sabía defenderse con los puños.

Conseguí ponerme delante de Dedan y me incliné hacia él, hablándole al oído:

– ¿Seguro que quieres pelear con el brazo roto? Si te lo retuerce, te pondrás a gritar y harás el ridículo delante de Hespe.

Noté que se relajaba un poco y lo empujé suavemente hacia su silla. Dedan se dejó llevar, pero no estaba nada contento.