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Pero ¿cómo es posible?, os preguntaréis. ¿Cómo puede compararse una mujer mortal con Felurian?

Si lo pensáis en términos musicales, es más fácil entenderlo. A veces un hombre disfruta oyendo una sinfonía. Otras le apetece más una giga. Con el amor pasa lo mismo. Cierto tipo de amor resulta adecuado para los mullidos almohadones de un claro crepuscular. Otro resulta natural en el desorden de las sábanas de una cama estrecha en el último piso de una posada. Cada mujer es como un instrumento, y espera que la entiendan, la amen y la toquen con delicadeza, para por fin hacer sonar su verdadera música.

Habrá quien se ofenda con esta manera de ver las cosas, si no entiende cómo concibe la música un artista de troupe. Habrá quien piense que degrado a las mujeres. Habrá quien me considere insensible, grosero o zafio.

Pero esos no entienden el amor, ni la música, ni me entienden a mí.

Capítulo 108

Rápido

Pasamos unos días en la Buena Blanca, aprovechando la cálida acogida. Cada uno tenía su habitación y las comidas pagadas. Menos bandidos significaba caminos más seguros y más clientes, y Blanca sabía que nuestra presencia en la posada atraería a una clientela más nutrida que cualquier violinista.

A todos nos venían bien unos días de descanso; las comidas calientes y las camas blandas eran una bendición. Y podíamos aprovecharlo para curar nuestras heridas. A Hespe todavía no le había sanado del todo la de la flecha en la pierna, y Dedan llevaba el brazo entablillado. Yo ya me había recuperado de las heridas de la pelea con los bandidos, todas leves; pero tenía otras nuevas que se concentraban en mi espalda y consistían, básicamente, en arañazos.

Enseñé a Tempi los fundamentos del laúd, y él siguió enseñándome a pelear. Mi instrucción consistía en discusiones breves y escuetas relacionadas con el Lethani y largas y agotadoras sesiones de Ketan.

También compuse una canción sobre mi experiencia con Felurian. La titulé «Versado en el crepúsculo»; coincidiréis conmigo en que no era un título muy bueno. Por suerte, nunca llegó a cuajar, y hoy en día casi todos la conocen como «La canción medio cantada».

No era mi mejor obra, pero era pegadiza. A los clientes de la posada pareció que les gustaba, y el día que oí a Losi silbándola mientras servía las consumiciones supe que se extendería como un incendio en una veta de carbón.

Como seguían pidiéndome que les contara historias, compartí con ellos otros episodios interesantes de mi vida. Les conté cómo había conseguido que me admitieran en la Universidad con apenas quince años. Les conté cómo había obtenido acceso al Arcano en solo tres días. Les conté que había invocado el nombre del viento en un arranque de cólera después de que Ambrose me rompiera el laúd.

Por desgracia, la tercera noche me había quedado sin historias verídicas. Y como mi público seguía hambriento de más, robé una historia sobre Illien y me puse en su lugar, y de paso aderecé el personaje con unos cuantos detalles robados de Táborlin.

No me enorgullezco de lo que hice, y en mi defensa me gustaría decir que había bebido bastante. Además, había varias mujeres hermosas entre el público. Los ojos emocionados de una joven tienen algo poderosamente cautivador. Pueden arrancarle todo tipo de tonterías a un joven estúpido, y yo no fui la excepción a la regla.

Entretanto, Dedan y Hespe ocupaban ese pequeño mundo exclusivo que se crean para ellos los nuevos amantes. Daba gusto verlos. Dedan estaba más tranquilo, más amable. El semblante de Hespe perdió gran parte de su dureza. Pasaban mucho tiempo en su habitación. Recuperando horas de sueño, sin duda.

Marten flirteaba descaradamente con Blanca, bebía como para ahogar a un pez, y en general se divertía por tres.

Pasados tres días nos marchamos de la Buena Blanca, pues no queríamos agotar la hospitalidad que allí nos prodigaban. A mí no me importó irme, porque entre la instrucción con Tempi y las atenciones de Losi, estaba casi muerto de agotamiento.

El camino de regreso a Severen lo hicimos despacio, en parte porque nos preocupaba la pierna herida de Hespe, pero también porque sabíamos que pronto tendríamos que separarnos. Pese a que habíamos tenido nuestras diferencias, nos habíamos hecho amigos, y no es fácil dejar atrás esas cosas.

Las noticias de nuestras aventuras nos precedían en el camino, y cuando parábamos a pernoctar, era fácil conseguir cama y cena, si no es que nos salían gratis.

Al tercer día de abandonar la Buena Blanca, nos encontramos a una pequeña troupe de artistas. No eran Edena Ruh, y estaban bastante apurados. Solo eran cuatro: un hombre mayor, dos jóvenes de unos veinte años y un niño de ocho o nueve. Estaban cargando su desvencijado carro cuando nosotros paramos para darle un respiro a la pierna de Hespe.

– Hola a los de la troupe -los saludé.

Nos miraron con cierta inquietud, pero se relajaron al ver el laúd que llevaba a la espalda.

– Hola al bardo.

Me reí y les estreché la mano.

– No, no soy bardo. Solo canto un poco.

– Es casi lo mismo -repuso el hombre mayor sonriéndome-. ¿Hacia dónde vais?

– De norte a sur. ¿Y vosotros?

Se relajaron aún más al saber que íbamos en otra dirección.

– De este a oeste -dijo.

– ¿Cómo os van las cosas?

– Últimamente bastante mal -repuso encogiéndose de hombros-. Pero nos han dicho que a dos días de aquí vive una tal lady Gres. Dicen que no rechaza a nadie capaz de tocar un poco el violín o representar una pantomima. Confiamos en poder ganarnos un penique o dos.

– Nos iba mejor cuando teníamos el oso -terció uno de los jóvenes-. La gente pagaba gustosamente para ver una pelea con un oso.

– Enfermó por una mordedura de perro -me explicó el otro joven-. Murió hace casi un año.

– Qué lástima -dije-. No es fácil conseguir un oso. -Ellos asintieron con la cabeza en silencio-. Tengo una canción nueva para vosotros. ¿Qué me dais a cambio?

El hombre me miró con recelo.

– Bueno, que sea nueva para ti no significa que lo sea para nosotros -expuso-. Y que sea nueva no significa que sea buena, no sé si me explico.

– Júzgalo tú mismo -dije, y saqué mi laúd del estuche.

La había compuesto procurando que fuera pegadiza y fácil de cantar, pero aun así tuve que repetirla dos veces para que se le quedara grabada. Como ya he dicho, no eran Edena Ruh.

– No está nada mal -admitió a regañadientes-. A cualquiera le gusta oír una canción sobre Felurian, pero no sé qué podemos darte a cambio.

– Yo me he inventado una estrofa de «Calderero, curtidor» -intervino el niño.

Los otros intentaron hacerle callar, pero yo sonreí.

– Me encantaría oírla.

El niño llenó los pulmones y cantó con voz aflautada:

En una ocasión, a la orilla del río,

a la hija de un granjero sorprendí.

mientras se bañaba.

Dijo que no le gustaba

que un hombre la mirara

y se enjabonó de nuevo con gran poderío.

Me reí.

– Está muy bien -lo felicité-. Pero a ver qué te parece esta versión:

En una ocasión, a la orilla del río,

a la hija de un granjero sorprendí.

Me confesó con brío

que limpia no se sentía

si en el baño alguien la descubría,

y se lavó de nuevo con frenesí.

El niño se quedó pensando. -Me gusta más la mía -concluyó. Le di una palmada en la espalda.

– Así me gusta. Hay que creer en uno mismo. -Me volví hacia el jefe de la pequeña troupe-. ¿Alguna novedad? Caviló un poco y dijo: -Unos bandidos hacia el norte, en el Eld. Asentí.

– He oído que ya los han echado. Pensó un poco más.

– Dicen que Alveron se casa con la Lackless.

– ¡Yo sé un poema sobre los Lackless! -saltó el niño, y empezó-: