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El segundo día fue peor. Aunque llevaba el laúd bien atado a la espalda, empezó a convertirse en una carga insoportable. La espada que ni siquiera sabía utilizar me colgaba de la cadera. El macuto pesaba como una piedra de molino, y me arrepentí de no haber dejado que Dedan se llevara la caja del maer. Mis músculos entumecidos no me obedecían, y cuando corríamos me ardía el pecho.

Los momentos en que Tempi y yo hablábamos del Lethani eran los únicos de verdadero descanso, pero eran lamentablemente breves. El agotamiento hacía que mi mente se descontrolara, y tenía que emplear toda mi concentración para poner en orden mis ideas e intentar dar respuestas adecuadas. Sin embargo, mis respuestas no hacían más que irritar a Tempi. Sacudía la cabeza una y otra vez y me explicaba en qué me equivocaba.

Al final me rendí. Estaba tan cansado que ya no me importaba, así que dejé de poner mis extenuados pensamientos en orden y me limité a disfrutar unos minutos con el simple hecho de estar allí sentado. Estaba tan cansado que la mitad de las veces ni siquiera recordaba qué había dicho, pero, sorprendentemente, a Tempi le gustaron más esas respuestas. Fue una bendición. Como mis respuestas le gustaban, la discusión se prolongaba más, y así podía descansar más rato.

El tercer día me encontraba bastante mejor. Ya no tenía el cuerpo tan dolorido y respiraba con más facilidad. Tenía la cabeza despejada, como una hoja que flota arrastrada por el viento. En ese estado de ánimo, las respuestas a las preguntas de Tempi salían de mis labios fácilmente, como los versos de una canción.

Correr. Ketan. Andar. Discutir. Tres ciclos. Y entonces, mientras realizábamos el Ketan en el margen del camino, me derrumbé.

Tempi me vigilaba atentamente y me sujetó antes de que cayera al suelo. Durante unos minutos todo daba vueltas, hasta que comprendí que estaba a la sombra de un árbol a un lado del camino. Tempi debía de haberme llevado hasta allí.

– Bebe -me dijo acercándome el odre de agua.

El agua no era lo que más me apetecía en ese momento, pero di un trago.

– Lo siento, Tempi.

Tempi negó con la cabeza.

– Llegaste lejos antes de caer. No te quejaste. Demostraste que tu mente es más fuerte que tu cuerpo. Eso está bien. Cuando la mente controla el cuerpo, eso es del Lethani. Pero saber dónde está tu límite también es del Lethani. Es mejor parar cuando debes que correr hasta caerte.

– A menos que caer sea lo que exige el Lethani -dije sin pensar. Todavía notaba la cabeza ligera como una hoja al viento.

Tempi compuso una sonrisa, algo extraordinario en él.

– Sí. Empiezas a ver.

Le devolví la sonrisa y dije:

– Tu atur está mejorando mucho, Tempi.

Tempi parpadeó. Preocupado.

– Estamos hablando en mi idioma, no en el tuyo.

– Yo no estoy hablando… -protesté, pero al mismo tiempo escuché las palabras que estaba diciendo. Sceopa teyas. Sentí un breve mareo.

– Bebe otra vez -dijo Tempi, y aunque controlaba su voz y la expresión de su semblante, me di cuenta de que estaba intranquilo.

Di otro sorbo para tranquilizarlo. Y entonces, como si de pronto mi cuerpo comprendiera que necesitaba el agua, me entró mucha sed y eché varios tragos largos. Paré antes de beber demasiado y que empezaran a darme retortijones. Tempi asintió con la cabeza, aprobación.

– ¿Y hablo bien? -dije para no pensar en la sed.

– Hablas bien para un niño. Muy bien para un bárbaro.

– ¿Solo bien? ¿Pronuncio mal las palabras?

– Contactas demasiado a los ojos. -Abrió mucho los suyos y los fijó exageradamente en los míos, sin parpadear-. Además, tus palabras están bien, pero son simples.

– Entonces tienes que enseñarme más palabras.

Negó con la cabeza. Serio.

– Ya sabes demasiadas palabras.

– ¿Demasiadas? Tempi, sé muy pocas.

– No son las palabras, es su uso. En Ademre hablar es un arte. Hay quienes pueden decir muchas cosas con una sola cosa. Mi Shehyn. Dicen una cosa con una sola sílaba y los demás le encuentran significado durante un año. -Ligero reproche-. Muchas veces tú dices más de lo que necesitas. No debes hablar en adémico como cantas en atur. Cien palabras para elogiar a una mujer. Demasiadas. Nuestra lengua es más pequeña.

– Y cuando conozca a una mujer, ¿debo limitarme a decir «eres hermosa»?

– No. Debes limitarte a decir «hermosa», y dejar que la mujer decida qué más querías decir.

– ¿Eso no es…? -No sabía decir «vago» ni «impreciso», y tuve que empezar de nuevo para hacerme entender-. ¿Eso no lleva a confusión?

– Lleva a seriedad -repuso Tempi con firmeza-. Es delicado. Ese debería ser siempre nuestro propósito al hablar. Hablar demasiado… -Sacudió la cabeza. Desaprobación-. Es… -Se atascó buscando una palabra.

– ¿Grosero?

Negación. Frustración.

– Voy a Severen, y hay personas que huelen mal. Hay personas que no. Todas son personas, pero las que no huelen mal son personas de calidad. -Me golpeó en el pecho con dos dedos-. Tú no eres un cabrero. Eres un discípulo del Lethani. Mi discípulo. Debes hablar como una persona de calidad.

– Pero ¿y la claridad? ¿Y si estás construyendo un puente? Para eso necesitas muchas piezas. Debes llamarlas todas con claridad.

– Por supuesto -concedió Tempi. Acuerdo-. A veces. Pero en la mayoría de las cosas, en las cosas importantes, lo delicado es mejor. Lo pequeño es mejor.

Estiró un brazo y me agarró fuertemente por el hombro. Entonces me miró a los ojos y me sostuvo brevemente la mirada, algo muy raro en él. Compuso un amago de sonrisa.

– Orgulloso -dijo.

El resto del día lo pasé recuperándome. Caminábamos unos kilómetros, realizábamos el Ketan, hablábamos del Lethani y volvíamos a caminar. Esa noche paramos en una posada junto al camino; comí por tres y me derrumbé en la cama antes de que se ocultara el sol.

Al día siguiente retomamos los ciclos, pero solo hicimos dos antes de mediodía y dos después. Me ardía y me dolía todo el cuerpo, pero ya no deliraba de agotamiento. Por suerte, con un poco de esfuerzo mental conseguí recuperar aquella extraña lucidez anticipatoria que había utilizado para contestar las preguntas de Tempi el día anterior.

Al cabo de un par de días empecé a pensar en aquel extraño estado mental como la Hoja que Gira.

Era como un pariente lejano del Corazón de Piedra, el ejercicio mental que había aprendido mucho tiempo atrás. Dicho eso, el parecido entre ambas cosas era muy pequeño. El Corazón de Piedra era práctico: me despojaba de toda emoción, me concentraba y me permitía dividir más fácilmente mi mente en varias partes o mantener el importantísimo Alar.

En cambio, la Hoja que Gira parecía ineficaz. Era relajante dejar que mi mente se vaciara y se despejara, y que fuese flotando y dando tumbos de una cosa a otra. Pero aparte de ayudarme a contestar las preguntas de Tempi sin pensar, no parecía que tuviera ningún valor práctico. Era el equivalente mental a un truco de cartas.

Cuando llevábamos ocho días en el camino, dejó de dolerme continuamente el cuerpo. Fue entonces cuando Tempi añadió un nuevo elemento. Después de realizar el Ketan, peleábamos. Era duro, porque entonces era cuando estaba más cansado. Pero después de pelear siempre nos sentábamos, descansábamos y hablábamos del Lethani.

– ¿Por qué sonreías hoy mientras peleábamos? -me preguntó Tempi.

– Porque estaba contento.

– ¿Te gustaba pelear?

– Sí.

– Eso no es del Lethani -dijo Tempi muy contrariado.

Me pensé bien la siguiente pregunta:

– ¿Un hombre debe disfrutar con la pelea?

– No. Disfrutas actuando correctamente y siguiendo el Lethani.