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– ¿Y si para seguir el Lethani tengo que pelear? ¿No debo disfrutar entonces?

– No. Debes disfrutar siguiendo el Lethani. Si peleas bien, debes estar orgulloso de hacer bien una cosa. Por la pelea en sí únicamente debes sentir deber y pena. Solo los bárbaros y los locos disfrutan con el combate. El que ama la pelea en sí ha dejado atrás el Lethani.

El undécimo día Tempi me enseñó a incorporar la espada en el Ketan. Lo primero que aprendí fue cómo llega a pesar la espada cuando la sostienes con el brazo extendido.

Entre las peleas y la adición de la espada, cada ciclo nos llevaba casi dos horas y media. Sin embargo, manteníamos el programa todos los días. Tres ciclos antes de mediodía, tres ciclos después. En total, quince horas. Notaba que mi cuerpo se endurecía y se volvía rápido y ágil como el de Tempi.

Corríamos, y yo aprendía, y Haert cada vez estaba más cerca.

Capítulo 110

Belleza y ramas

Por el trayecto no nos entreteníamos mucho en los pueblos, y solo parábamos el tiempo necesario para comer y beber. El paisaje era una mancha borrosa. Yo estaba concentrado en el Ketan, el Lethani y la lengua que estaba aprendiendo.

Llegamos a las estribaciones de la sierra de Borrasca y el camino se estrechó. El terreno era rocoso e irregular, y el camino culebreaba esquivando valles profundos, riscos y lechos rocosos. La atmósfera cambió, y se tornó sorprendentemente fría para ser verano.

Concluimos el viaje en quince días. Según mis cálculos, habíamos recorrido casi quinientos kilómetros.

Haert era el primer pueblo adem que yo veía, y mi inexperta mirada no le encontró ningún parecido con un pueblo. No había calle principal flanqueada por casas y tiendas. Los pocos edificios que vi estaban muy separados, tenían formas inauditas y se integraban plenamente en el terreno, como si procuraran pasar desapercibidos.

No sabía que las fuertes tormentas que daban nombre a aquella cordillera fueran tan frecuentes allí. Los vendavales que las acompañaban, repentinos y cambiantes, habrían destrozado cualquier edificio elevado y anguloso como las casas de madera cuadradas típicas de las tierras más bajas.

Los Adem, en cambio, edificaban con tino, ocultando sus edificios de los fenómenos meteorológicos. Las casas estaban construidas en el interior de las laderas, o hacia el exterior junto a las caras de sotavento de precipicios protectores. Algunas estaban excavadas en el suelo. Otras, labradas en las paredes de piedra de los riscos. Algunas apenas las veías a menos que las tuvieras justo delante.

La excepción era un grupo de edificios bajos de piedra, apiñados y un poco apartados del camino.

Nos detuvimos frente al mayor de esos edificios. Tempi se volvió hacia mí y tiró con nerviosismo de las correas de cuero que le ceñían la camisa de mercenario a los brazos.

– Debo ir a presentarme ante Shehyn. Puedo tardar. -Ansiedad. Pesar-. Tú debes esperar aquí. Quizá mucho. -Su lenguaje corporal me revelaba más que sus palabras. No puedes entrar conmigo, eres un bárbaro.

– Te esperaré -le aseguré.

Tempi asintió y entró en el edificio. Antes de cerrar la puerta, giró la cabeza y me miró.

Miré alrededor y vi a unas pocas personas que realizaban sus tareas cotidianas: una mujer con un cesto, un niño con una cabra atada con una cuerda. Los edificios estaban hechos de la misma piedra rugosa que se veía en el paisaje, y se confundían con el entorno. El cielo estaba nublado, lo que añadía una tonalidad más de gris.

Soplaba un viento que restallaba en las esquinas y trazaba dibujos en la hierba. Me pasó por la cabeza ponerme el shaed, pero decidí no hacerlo. Allí la atmósfera era más seca y fría. Pero era verano, y el sol calentaba.

Reinaba una tranquilidad extraña, sin el bullicio ni el hedor que había en los pueblos más grandes. No se oían cascos de caballos sobre adoquines. No había vendedores ambulantes anunciando a gritos sus mercancías. Me imaginé a alguien como Tempi criándose en un sitio como aquel, empapándose de aquella paz y llevándosela cuando se marchara.

Ya que poco más había para mirar, me entretuve observando el edificio más cercano. Estaba construido con bloques de piedra desiguales encajadas como un rompecabezas. Me acerqué más y me sorprendió comprobar que no había argamasa. Golpeé la piedra con los nudillos, creyendo que quizá se tratara de una sola pieza de piedra, labrada para simular una pared de piedras encajadas.

Detrás de mí, una voz dijo en adémico:

– ¿Qué te parece nuestra pared?

Me di la vuelta y vi a una mujer mayor con los característicos ojos gris claro de los Adem. Tenía un gesto imperturbable, pero sus facciones eran amables y maternales. Llevaba un gorro amarillo de lana que le tapaba las orejas; estaba tejido a mano, y el cabello rubio rojizo que asomaba por debajo tenía algunas canas. Después de tanto tiempo viajando con Tempi, me pareció extraño ver a un Adem que no llevara la ceñida ropa de mercenario ni una espada al cinto. Aquella mujer vestía una camisa blanca y holgada, y unos pantalones de hilo.

– ¿Te parece fascinante nuestra pared? -me preguntó, y con una mano hizo los signos ligera diversión, curiosidad-. ¿Qué opinas de ella?

– Creo que es bella -respondí en adémico procurando reducir al máximo el contacto visual.

La mujer hizo un signo que yo no conocía con la mano.

– ¿Bella?

Encogí un poco los hombros.

– Existe una belleza que pertenece a los objetos sencillos y funcionales.

– Quizá te estés confundiendo de palabra -repuso ella. Ligera disculpa-. Belleza es una flor, una mujer, una gema. Quizá te refieras a su utilidad. Una pared es útil.

– Útil, pero también bella.

– Quizá un objeto adquiera belleza con el uso.

– Quizá un objeto se use según su belleza -repliqué, y me pregunté si aquello sería el equivalente adem a una charla superficial. Si lo era, la prefería a los chismorreos insulsos de la corte del maer.

– ¿Y mi gorro? -me preguntó tocándoselo con una mano-. ¿Es bello porque está usado?

Estaba tejido con una lana gruesa, hilada a mano, y teñido de un amarillo chillón. Lo llevaba un poco torcido, y se apreciaban algunos puntos sueltos.

– Parece muy caliente -dije con cautela.

La mujer hizo el signo de ligera diversión y le chispearon los ojos.

– Lo es -dijo-. Y para mí es bello, porque me lo hizo la hija de mi hija.

– Entonces también es bello. -Acuerdo.

La mujer me sonrió con un signo. No inclinó la mano exactamente igual que Tempi, y decidí interpretarlo como una sonrisa cariñosa y maternal. Sin que mi rostro revelara nada, correspondí con otra sonrisa hecha con las manos, esforzándome para imprimirle calidez y cortesía.

– Hablas bien para ser un bárbaro -dijo ella, y extendió ambos brazos para asir los míos con cordialidad-. No vienen muchos visitantes, y menos aún tan educados. Ven conmigo y te enseñaré cosas bellas, y tú me dirás qué uso podrían tener.

Agaché la cabeza. Pesar.

– No puedo. Estoy esperando.

– ¿A alguien que está ahí dentro?

Asentí con la cabeza.

– Si está ahí dentro, sospecho que tendrás que esperar largo rato. Seguro que se alegrarían de que vinieras conmigo. Quizá resulte más entretenida que una pared. -La anciana levantó un brazo y llamó a un niño. El niño se acercó corriendo; la miró expectante, aunque de reojo echó un vistazo a mi cabello.

La anciana le hizo varios signos al niño, pero solo entendí discretamente.

– Di a los de dentro que me llevo a este hombre a dar un paseo para que no tenga que esperar aquí solo con el viento. Lo devolveré pronto.

Dio unos golpecitos en el estuche de mi laúd, y luego en mi macuto y en la espada que llevaba al cinto.