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– Dale esto al chico, y él lo llevará adentro.

Sin esperar una respuesta, empezó a descolgarme el macuto del hombro, y no se me ocurrió ninguna forma educada de soltarme de su mano sin parecer terriblemente maleducado. Todas las culturas son diferentes, pero hay una cosa que no varía: la manera más segura de ofender a tu anfitrión es rechazar su hospitalidad.

El niño se escabulló con mis cosas, y la anciana me cogió del brazo y me llevó. Me resigné, algo agradecido de su compañía, y fuimos paseando en silencio hasta que llegamos a un valle profundo que se abrió de repente ante nosotros. Era verde, con un arroyo en el fondo, y estaba resguardado del persistente viento.

– ¿Qué dirías de algo así? -me preguntó la anciana señalando aquel valle escondido.

– Es muy propio de Ademre.

Me dio unas palmaditas cariñosas en el brazo.

– Tienes el don de decir sin decir. Eso no es frecuente en alguien como tú. -Comenzó a descender hacia el valle, apoyándose en mi brazo y avanzando con cuidado por un sendero estrecho y pedregoso. No lejos de allí vi a un niño que vigilaba un rebaño de ovejas. Nos saludó con la mano, pero no gritó.

Llegamos al fondo del valle, donde las aguas blancas del arroyo fluían sobre un lecho de piedras. En unas pozas transparentes se veían las ondas que provocaban los peces.

– ¿Dirías que esto es bello? -preguntó la anciana cuando llevábamos un rato contemplándolo.

– Sí.

– ¿Por qué?

Inseguridad.

– Quizá por el movimiento.

– La piedra no se movía, y también la llamaste bella. -Interrogante.

– El movimiento no forma parte de la naturaleza de la piedra. Quizá lo bello sea moverse según la propia naturaleza.

Asintió con la cabeza, como si mi respuesta la hubiera complacido. Seguimos contemplando el agua.

– ¿Has oído hablar de la Latantha? -me preguntó.

– No. -Pesar-. Pero quizá sea que no conozco esa palabra.

La anciana se dio la vuelta y echamos a andar por el fondo del valle hasta llegar a un lugar más abierto que parecía un jardín bien cuidado. En el centro había un árbol como yo no había visto nunca.

Nos detuvimos al borde del claro.

– Ese es el árbol espada -dijo la anciana, e hizo un signo que no reconocí, frotándose la mejilla con el dorso de la mano-. La Latantha. ¿Te parece bello?

Me quedé mirándolo. Curiosidad.

– Me gustaría verlo desde más cerca.

– No está permitido. -Énfasis.

Asentí y lo observé tan bien como pude desde aquella distancia. Tenía unas ramas altas y arqueadas, como un roble, pero las hojas eran anchas, planas y giraban describiendo extraños círculos cuando el viento las agitaba.

– Sí -contesté al cabo de un rato.

– ¿Por qué has tardado tanto en decidirte?

– Estaba reflexionando sobre la causa de su belleza -admití.

– ¿Y?

– Podría decir que se mueve y no se mueve según su naturaleza, y que eso le aporta belleza. Pero no creo que sea esa la causa.

– Entonces, ¿por qué?

Me quedé largo rato mirándolo.

– No lo sé. ¿Cuál cree usted que es la causa?

– Es, simplemente -me contestó-. Con eso basta.

Asentí con la cabeza y me sentí un tanto estúpido por las elaboradas respuestas que había dado anteriormente.

– ¿Conoces el Ketan? -me preguntó entonces.

Me pilló por sorpresa. Yo sabía la importancia que aquellas cosas tenían para los Adem. Por eso dudé de si debía responder abiertamente. Sin embargo, tampoco quería mentir.

– Tal vez. -Disculpa.

La anciana asintió y dijo:

– Eres prudente.

– Sí. ¿Es usted Shehyn?

La anciana asintió.

– ¿Cuándo has sospechado que soy quién soy?

– Cuando me ha preguntado si conocía el Ketan -dije-. ¿Cuándo ha sospechado que sabía más de lo que debe saber un bárbaro?

– Cuando he visto cómo colocabas los pies.

Otro silencio.

– ¿Por qué no viste de rojo como los otros mercenarios, Shehyn?

Shehyn hizo un par de signos que yo no conocía.

– ¿Te ha explicado tu maestro por qué ellos visten de rojo?

– No se me ha ocurrido preguntárselo -contesté, pues no quería insinuar que Tempi había sido negligente en su instrucción.

– Pues ahora yo te lo pregunto a ti.

Reflexioné un momento.

– ¿Para que sus enemigos no los vean sangrar?

Aprobación.

– Entonces, ¿por qué yo visto de blanco?

La única respuesta que se me ocurrió me produjo un escalofrío.

– Porque usted no sangra.

Shehyn asintió con cierta reticencia.

– Y también porque si un enemigo me hace sangrar, merece ver mi sangre como recompensa.

Traté de disimular mi inquietud y transmitir la adecuada serenidad adémica. Tras una pausa educada, pregunté:

– ¿Qué será de Tempi?

– Eso ya se verá. -Hizo un signo parecido al de irritación, y a continuación me preguntó-: ¿No estás preocupado por lo que va a ser de ti?

– Estoy más preocupado por Tempi.

El árbol espada oscilaba dibujando en el viento. Era casi hipnótico.

– ¿Hasta dónde has llegado en tu instrucción? -me preguntó Shehyn.

– Llevo un mes estudiando el Ketan.

Se volvió hacia mí y levantó las manos.

– ¿Estás preparado?

No pude por menos de pensar que era quince centímetros más baja que yo y lo bastante mayor para ser mi abuela. Además, el gorro amarillo y ladeado no le daba un aspecto muy intimidante.

– Tal vez -dije, y levanté también las manos.

Shehyn vino hacia mí despacio, haciendo Manos como Cuchillos. Respondí con Atrapar la Lluvia. Luego hice Hierro que Trepa y Rápido hacia Dentro, pero no conseguí tocarla. Ella aceleró un poco e hizo Aliento que Gira y Golpear hacia Delante al mismo tiempo. Paré el primero con Agua en Abanico, pero no pude esquivar el segundo. Me tocó por debajo de las costillas y luego en la sien, flojo, con la fuerza con que le pondrías a alguien el dedo en los labios.

Ninguno de los movimientos que intenté surtió efecto. Hice Arrojar Rayos, pero ella sencillamente se apartó, sin molestarse siquiera en responder. Una o dos veces mis manos llegaron a rozarle la camisa blanca, pero eso fue todo. Era como intentar golpear un trozo de cuerda que cuelga.

Apreté los dientes e hice Trillar el Trigo, Prensar Sidra y Madre en el Arroyo, pasando sin interrupción de uno a otro con una ráfaga de golpes.

Nunca había visto a nadie moverse como Shehyn. Era rápida, pero no se trataba de eso. Se movía con perfección, y nunca daba dos pasos si bastaba con uno. Nunca se movía cuatro centímetros si solo necesitaba tres. Se movía como un personaje de cuento, más fluida y elegante que Felurian cuando bailaba.

Con la esperanza de pillarla desprevenida y demostrar mi valía, me moví tan deprisa como pude. Hice Doncella que Baila, Atrapar Gorriones, Quince Lobos…

Shehyn dio un paso, único y perfecto.

– ¿Por qué lloras? -me preguntó mientras hacía Garza que Cae-. ¿Tienes vergüenza? ¿Tienes miedo?

Parpadeé con objeto de contener las lágrimas. Con voz entrecortada por el esfuerzo y la emoción, dije:

– Eres bella, Shehyn. Porque en ti están la piedra de la pared, el agua del arroyo y el movimiento del árbol.

Shehyn parpadeó, sorprendida, y aproveché ese momento de distracción para sujetarla con firmeza por el hombro y el brazo. Hice Trueno hacia Arriba, pero en lugar de salir despedida, Shehyn permaneció inmóvil y sólida como una roca.

Casi distraídamente, se soltó con Romper León e hizo Trillar el Trigo. Salté por los aires y fui a parar dos metros más allá.

Me levanté enseguida. No me había hecho daño; fue una caída suave sobre hierba blanda, y Tempi me había enseñado a caer sin lastimarme. Pero antes de que pudiera continuar, Shehyn me detuvo con un ademán.