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Vashet esbozó una sonrisa amplia y luminosa, exhibiendo unos dientes muy blancos.

– Bueno, ahora eres mío -dijo en un atur impecable.

– Hablas atur -observé, como un bobo.

– Casi todos lo hablamos -repuso. Se le formaban algunas arrugas alrededor de la boca y en las comisuras de los ojos, y eso me hizo pensar que debía de ser diez años mayor que yo-. Si no tienes un buen dominio del idioma, es difícil manejarte en el mundo. Es difícil hacer negocios.

Se me había olvidado saludar y, aunque tarde, hice los signos de formal y respeto.

– ¿Eres Vashet, o me equivoco?

Vashet sonrió de nuevo y me devolvió el saludo con un signo exageradísimo, de tal forma que no pude evitar pensar que se estaba burlando de mí.

– Sí. Voy a ser tu maestra.

– ¿Y Shehyn? Creía que la maestra era ella.

Vashet me miró arqueando una ceja, y me pareció un gesto desmesurado en el rostro de un Adem.

– Eso es cierto en términos generales. Pero en términos más prácticos, Shehyn es demasiado importante para dedicar su tiempo a alguien como tú.

Hice el signo de educado.

– Estaba contento con Tempi -afirmé.

– Y si nuestro objetivo fuera tu felicidad, quizá eso nos importara -repuso ella-. Sin embargo, Tempi tiene de maestro lo mismo que un barco de vela.

Ese comentario me irritó un poco.

– Supongo que sabes que es amigo mío.

Vashet entornó los ojos.

– Y como eres su amigo, quizá no adviertas sus fallos. Es un luchador competente, pero nada más. Apenas conoce tu lengua, tiene muy poca experiencia en el mundo real y, si he de serte absolutamente sincera, no es ningún lince.

– Lo siento -dije. Pesar-. No era mi intención ofenderte.

– No demuestres humildad a menos que la sientas -dijo sin dejar de observarme con los ojos entrecerrados-. Aunque conviertas tu cara en una máscara, tus ojos son dos ventanas iluminadas.

– Lo siento -dije con seriedad. Disculpa-. Quería causarte buena impresión.

– ¿Por qué?

– Me gustaría que tuvieras una buena opinión de mí.

– Pues a mí me gustaría tener motivos para tener una buena opinión de ti.

Decidí cambiar de táctica, con la esperanza de dirigir la conversación hacia aguas más seguras.

– Tempi te llamó «el Martillo». ¿Por qué te llaman así?

– Ese es mi nombre. Vashet. El martillo. La arcilla. La rueca. -Pronunció su nombre de tres maneras diferentes, cada una con su propia cadencia-. Soy eso que da forma y afila, o destruye.

– ¿Por qué la arcilla?

– También soy eso -respondió Vashet-. Solo lo que se dobla puede enseñar.

A medida que Vashet hablaba, me fui emocionando.

– Tengo que reconocer -dije- que será agradable poder hablar en mi idioma con mi maestra. Hay muchas preguntas que no he hecho porque sabía que Tempi no las entendería. Y que, aunque lo hiciera, yo no podría descifrar sus respuestas.

Vashet asintió con la cabeza y se sentó en uno de los bancos.

– Un maestro también debe saber cómo comunicarse -dijo-. Ve a buscar una rama y tráemela. Entonces empezaremos la clase.

Fui hacia los árboles. La petición de Vashet tenía algo de ritual, y no quise volver corriendo con la primera rama que hubiera encontrado tirada en el suelo. Al final vi un sauce y le arranqué una rama flexible, más larga que mi brazo y del grosor de mi dedo meñique.

Regresé junto a Vashet, que seguía sentada en el banco. Le entregué la rama de sauce; ella se sacó la espada por encima del hombro y empezó a desmochar la rama, quitándole los nudos.

– Has dicho que solo lo que se dobla puede enseñar -dije-. Por eso he pensado que esta rama sería adecuada.

– Nos irá bien para la clase de hoy -replicó Vashet mientras arrancaba el último trozo de corteza, dejando solo una vara fina y blanca. Limpió la espada con su camisa, la envainó y se puso en pie.

Sosteniéndola con una mano, Vashet empezó a sacudir la vara de sauce, produciendo unos débiles restallidos.

Ahora que estaba más cerca de mí, me di cuenta de que Vashet vestía el traje de mercenario, pero a diferencia de Tempi y muchos otros, no llevaba la ropa ceñida al cuerpo con correas de cuero. La camisa y los pantalones se ceñían a los brazos, las piernas y el pecho mediante unas cintas de seda de color rojo sangre.

– Ahora voy a golpearte -dijo con seriedad, mirándome a los ojos-. Quédate quieto.

Vashet empezó a caminar lentamente alrededor de mí, sin dejar de sacudir la vara de sauce. Fuop. Fuop. Se colocó detrás de mí; no verla era aún más angustiante. Fuop. Fuop. Sacudió la vara más deprisa y el ruido cambió. Fiu. Fiu. Ni siquiera parpadeé.

Vashet describió otro círculo, se colocó detrás de mí y me golpeó dos veces. Una vez en cada brazo, justo debajo del hombro. Fiu. Fiu. Al principio solo noté un golpecito, pero luego el dolor se extendió por mis brazos, ardiente como el fuego.

Volvió a golpearme antes de que yo pudiera reaccionar. Me dio tan fuerte en la espalda que noté el impacto en los dientes. Si la vara no se rompió fue porque era una rama de sauce verde y flexible.

No grité, pero solo porque el golpe había llegado entre dos inspiraciones, y no tenía aire en los pulmones. Pero sí aspiré bruscamente por la boca, tan deprisa que me atraganté y tosí. Notaba un fuerte dolor en la espalda, como si me hubieran prendido fuego.

Vashet volvió a colocarse delante de mí y me observó con aquella mirada seria.

– Esta es la lección -dijo con indiferencia-. No tengo buena opinión de ti. Eres un bárbaro. No eres inteligente. No eres bienvenido aquí. No perteneces a este sitio. Eres un ladrón de nuestros secretos. Tu presencia es un bochorno y una complicación que esta escuela no necesita.

Vashet estudió atentamente el extremo de la vara de sauce, y luego volvió a mirarme.

– Volveremos a encontrarnos aquí una hora después de la comida. Cogerás otra vara, e intentaré enseñarte de nuevo esta lección. -Me lanzó una mirada significativa-. Si la vara que me traes no me gusta, la escogeré yo misma.

«Después de cenar volveremos a hacer lo mismo. Y también mañana. Esta es la única lección que tengo que enseñarte. Cuando la aprendas, te marcharás de Haert y nunca volverás. -Me miró, impasible-. ¿Lo has entendido?

– ¿Qué le…?

Sacudió la muñeca, y la punta de la vara me dio en la mejilla. Esa vez sí solté un grito agudo.

Vashet me miró. Nunca había pensado que algo tan sencillo como el contacto visual pudiera ser tan intimidante. Pero sus ojos gris claro eran duros como hielo.

– Dime: Sí, Vashet. Lo he entendido.

La miré con rabia.

– Sí, Vashet. Lo he entendido. -Mientras hablaba, notaba el lado derecho de mi labio superior enorme y pesado.

Vashet escudriñó mi rostro, como si tratara de decidir algo; entonces encogió los hombros y tiró la vara al suelo.

Decidí arriesgarme y pregunté:

– ¿Qué le pasaría a Tempi si yo me marchara?

– Si te marcharas no: cuando te marches -me corrigió ella-. Los pocos que todavía lo dudan sabrán que cometió un error al enseñarte. Y otro al traerte aquí.

– ¿Y qué le pasará…? -Hice una pausa y volví a empezar-. ¿Qué le pasaría en ese caso?

– Eso no tengo que decidirlo yo -me contestó, encogiéndose de hombros. Se dio la vuelta y se marchó.

Me toqué la mejilla y el labio, y luego me miré la mano. No había sangre, pero notaba el verdugón que me estaba saliendo en la cara, una marca bien a la vista de todos.