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Como no sabía qué hacer, volví a la escuela para ir a comer. Entré en el comedor y busqué a Tempi, pero no lo vi entre los mercenarios vestidos de rojo sangre. Me alegré. Aunque habría agradecido la compañía de un amigo, no quería que Tempi supiera lo mal que me habían ido las cosas. Ni siquiera tendría que explicárselo. La marca que tenía en la cara hablaba por sí sola.

Mantuve el gesto inexpresivo y los ojos bajos mientras avanzaba en la cola y me llenaban la bandeja. Entonces escogí una mesa que estaba casi vacía, pues no quería imponerle mi compañía a nadie.

Me he pasado gran parte de la vida solo, pero pocas veces me había sentido tan solo como en aquel momento. Conocía únicamente a una persona en un radio de seiscientos kilómetros, y le habían ordenado que no se acercara a mí. Aquella cultura no me era familiar, apenas hablaba el idioma, y el escozor que sentía en la espalda y en la cara era un recordatorio constante de que mi presencia allí era un estorbo.

Sin embargo, la comida era buena. Pollo asado, judías verdes crujientes y un trozo de dulce pastel de melaza. Todo mucho más bueno que la comida que yo podía pagarme en la Universidad, y más caliente que la que me servían en el palacio del maer. No tenía mucho apetito, pero he pasado tanta hambre en la vida que nunca rechazo una comida fácil.

Advertí una sombra en movimiento en la periferia de mi visión y alguien se sentó a la mesa enfrente de mí. Me animé un poco. Al menos había una persona lo bastante valiente para visitar al bárbaro. Alguien era lo bastante amable para consolarme, o sentía suficiente curiosidad para venir a hablar conmigo.

Levanté la cabeza y vi la cara delgada y con cicatrices de Carceret. Dejó su bandeja de madera frente a la mía.

– ¿Qué te parece nuestro pueblo? -dijo en voz baja, con la mano izquierda apoyada en el tablero de la mesa. Los signos que hacía eran diferentes, pues estábamos sentados, pero aun así reconocí curioso y educado. Cualquiera que nos hubiera estado observando pensaría que manteníamos una conversación agradable-. ¿Te gusta tu nueva maestra? Ella piensa lo mismo que yo. Que no deberías estar aquí.

Mastiqué otro trozo de pollo y me lo tragué automáticamente, sin levantar la cabeza.

Preocupación.

– Te he oído gritar -continuó Carceret. Hablaba más despacio, como si se dirigiera a un niño pequeño. No estaba seguro de si lo hacía para insultarme o para asegurarse de que la entendía-. Como un pajarillo.

Di un sorbo de leche de cabra caliente y me limpié los labios. Al mover el brazo, la camisa me rozó el verdugón de la espalda, y noté como si me picaran un centenar de avispas.

– ¿Ha sido un grito de amor? -me preguntó, e hizo un signo que no reconocí-. ¿Te ha abrazado Vashet? ¿Eso que tienes en la mejilla es la marca que te ha hecho con la lengua?

Me metí un trozo de pastel en la boca. Ya no sabía tan dulce como lo recordaba.

Carceret comió un trozo de su pastel.

– Todos hacen apuestas sobre cuándo te marcharás -continuó; seguía hablando despacio y en voz muy baja, para que solo la oyera yo-. Yo me he jugado dos talentos a que no aguantas un día más. Si te vas por la noche, como espero, ganaré en plata. Si me equivoco y te quedas, ganaré en moretones y oyéndote gritar. -Súplica-. Quédate.

Levanté la cabeza y la miré.

– Hablas como un perro que ladra -le dije-. Sin parar. Sin decir nada.

Lo dije lo bastante bajo para no resultar grosero, pero lo suficientemente alto para que me oyeran quienes estaban sentados cerca de nosotros. Yo sé hacer que la voz llegue lejos sin necesidad de levantarla. Fuimos los Ruh quienes inventamos el susurro teatral.

Vi que Carceret se sonrojaba, y se le marcaron las cicatrices de la ceja y el mentón.

Agaché la cabeza y seguí comiendo, aparentando una indiferencia absoluta. Insultar a una persona de otra cultura es peligroso, pero yo había escogido mis palabras con cuidado, basándome en cosas que 'e había oído decir a Tempi. Si Carceret reaccionaba, fuera como fuese, significaría que había conseguido mi objetivo.

Me terminé el resto de la comida despacio y metódicamente; me parecía notar la rabia que desprendía Carceret, como ondas de calor. Al menos esa pequeña batalla sí podía ganarla. Era una victoria insignificante, desde luego. Pero a veces tienes que contentarte con lo que hay.

Cuando Vashet volvió al pequeño parque, me encontró sentado en uno de los bancos de piedra, esperándola.

Se plantó delante de mí y soltó un fuerte suspiro.

– Maravilloso. Uno que aprende despacio -dijo en un atur perfecto-. Ve a buscar la vara. Veamos si esta vez me explico mejor.

– Ya he encontrado la vara -dije. Llevé un brazo detrás del banco y saqué una espada de entrenamiento, de madera, que había pedido en la escuela.

Era vieja, de madera aceitada, muy gastada, dura y pesada como una barra de hierro. Si Vashet la utilizaba para golpearme los hombros como había hecho con la vara de sauce, me rompería los huesos. Si me golpeaba en la cara, me destrozaría la mandíbula.

La puse sobre el banco, a mi lado. La madera no repiqueteó contra la piedra. Era tan dura que casi resonó, como una campana.

Después de dejar la espada de entrenamiento, empecé a quitarme la camisa por la cabeza, aspirando entre los dientes cuando la tela me rozó el reciente verdugón de la espalda.

– ¿Pretendes influirme ofreciéndome tu tierno y joven cuerpo? -me preguntó Vashet-. Eres atractivo, pero no tanto.

Dejé mi camisa con cuidado sobre el banco.

– No, es que he pensado que es mejor que te enseñe una cosa. -Me volví para que pudiera verme la espalda.

– Te han azotado -dijo ella-. No voy a decir que me sorprenda. Ya sabía que eras un ladrón.

– No fue por robar -dije-. Fue en la Universidad. Me acusaron de una falta y me condenaron al látigo. Cuando eso ocurre, muchos estudiantes sencillamente se marchan y siguen estudiando en otro sitio. Yo decidí quedarme. Al fin y al cabo, solo eran tres latigazos.

Esperé de espaldas a Vashet. Al cabo de un momento, ella mordió el anzuelo.

– Aquí hay más cicatrices de las que corresponderían a tres latigazos.

– Poco después de eso -continué-, volvieron a acusarme. Esa vez fueron seis latigazos. Pero me quedé. -Me di la vuelta y la miré-. Me quedé porque no había ningún otro lugar donde pudiera aprender lo que yo quería. Unos latigazos no conseguirían alejarme.

Levanté la pesada espada de madera del banco.

– He creído que era justo que lo supieras. A mí no se me puede ahuyentar amenazándome con el dolor. No abandonaré a Tempi después de la confianza que él me ha demostrado. Hay cosas que deseo aprender, y solo puedo aprenderlas aquí.

Le entregué la espada, dura y oscura.

– Si quieres que me marche, tendrás que hacerme algo más que verdugones.

Di unos pasos atrás y dejé los brazos junto a los costados. Cerré los ojos.

Capítulo 113

Lengua bárbara

Me gustaría poder decir que mantuve los ojos cerrados, pero no sería fiel a la verdad. Oí el sonido arenoso de la tierra bajo las suelas de los zapatos de Vashet y no pude evitar abrirlos.

No espié con los ojos entrecerrados. Eso me habría hecho parecer infantil. Los abrí bien y la miré, sencillamente. Ella me observó fijamente, estableciendo más contacto visual del que yo habría conseguido de Tempi en un ciclo entero. La dureza de sus ojos gris pálido destacaba en su delicado rostro. La nariz rota ya no desentonaba: era una cruda advertencia.

El viento que se arremolinaba entre nosotros dos me erizó el vello de los brazos.

Vashet inspiró con resignación y encogió los hombros; entonces lanzó la espada de madera al aire para asirla por el puño cuando cayó. La sopesó minuciosamente con ambas manos, la levantó por encima de un hombro y la hizo descender.