Выбрать главу

Vashet sonrió con indulgencia.

– No se puede fingir que se entiende el Lethani -dijo con seguridad-. Es como nadar. Cualquiera que te vea sabe distinguir perfectamente si sabes nadar o no.

– También puedes fingir que sabes nadar -la contradije-. Lo único que he hecho yo ha sido mover los brazos y caminar por el fondo del río.

Vashet me miró con curiosidad.

– De acuerdo. ¿Cómo has conseguido engañarnos?

Le expliqué lo de la Hoja que Gira. Que había aprendido a dirigir mis pensamientos hacia un lugar vacío, ligero e ingrávido donde las respuestas a sus preguntas llegaban fácilmente.

– De modo que te has robado a ti mismo las respuestas -dijo fingiendo seriedad-. Nos has engañado a todos extrayendo las respuestas de tu propia mente.

– No me has entendido -dije, irritado-. ¡No tengo ni la menor idea de qué es el Lethani! No es un camino, pero ayuda a escoger un camino. Es la vía más sencilla, pero no es fácil verlo. Sinceramente, los Adem parecéis cartógrafos borrachos.

Lamenté haberlo dicho tan pronto como las palabras salieron de mi boca, pero Vashet se limitó a reír.

– Hay muchos borrachos que están muy versados en el Lethani -dijo-. Algunos, de dimensiones legendarias.

Al ver que yo seguía agitado, hizo un gesto para tranquilizarme.

– Yo tampoco entiendo el Lethani, o al menos no de una forma que se pueda explicar a otra persona. La enseñanza del Lethani es un arte que yo no poseo. Si Tempi ha conseguido inculcarte el Lethani, eso dice mucho en su favor.

Vashet se inclinó hacia delante y, muy seria, continuó:

– En parte, el problema está en tu idioma. El atur es muy explícito. Es muy preciso y directo. Nuestra lengua es rica en insinuaciones, y por eso nos es más fácil aceptar la existencia de cosas que no pueden explicarse. El Lethani es la mayor de todas.

– ¿Puedes ponerme un ejemplo de otra cosa que no pueda explicarse, que no sea el Lethani? -pregunté-. Y no me digas «azul», por favor, o enloqueceré aquí mismo, en este banco.

Vashet meditó unos instantes.

– El amor, por ejemplo. Sabes qué es, pero se resiste a una explicación detallada.

– El amor es un concepto sutil -admití-. Es elusivo, como la justicia, pero puede definirse.

A Vashet le centellearon los ojos.

– Pues defínelo, mi inteligente alumno. Dime qué es el amor.

Pensé un momento, y luego otro, más largo.

Vashet sonrió.

– ¿Ves lo fácil que lo tendré para detectar lagunas en cualquier definición que me des?

– El amor es la voluntad de hacer cualquier cosa por alguien -dije-. Incluso en detrimento propio.

– En ese caso -repuso ella-, ¿en qué se diferencia el amor del deber o la lealtad?

– En que está combinado con la atracción física -dije.

– ¿También el amor de una madre? -inquirió Vashet.

– Pues combinado con un profundo cariño -me corregí.

– Y ¿qué quieres decir exactamente con «cariño»? -dijo ella con una calma desquiciante.

– El cariño es… -Me estrujé el cerebro tratando de pensar cómo podía describir el amor sin recurrir a otros términos igualmente abstractos.

– Esa es la naturaleza del amor -dijo Vashet-. Intentar describirlo volvería loca a cualquier mujer. Por eso los poetas se pasan la vida escribiendo. Si uno de ellos pudiera describirlo definitivamente en el papel, los otros tendrían que abandonar sus plumas. Pero es imposible.

Levantó un dedo.

– Pero solo un necio puede afirmar que no existe el amor. Cuando ves a dos jóvenes mirándose fijamente con los ojos lagrimosos, allí está. Tan denso que podrías untarlo en el pan y comértelo. Cuando ves a una madre con su hijo en brazos, ves el amor. Cuando lo notas agitarse en tu vientre, sabes qué es. Aunque no puedas expresarlo con palabras.

Vashet hizo un gesto triunfante.

– Lo mismo ocurre con el Lethani. Pero como es más grande, es más difícil señalarlo. Ese es el propósito de las preguntas. Hacer esas preguntas es como preguntarle a una muchacha por el chico que le gusta. Quizá no emplee la palabra en sus respuestas, pero estas revelan si hay o no amor en su corazón.

– ¿Cómo pueden revelar mis respuestas el conocimiento del Lethani si en realidad no sé qué es? -pregunté.

– Es evidente que entiendes el Lethani -repuso Vashet-. Está enraizado dentro de ti. Demasiado hondo para que lo veas. A veces ocurre lo mismo con el amor.

Estiró un brazo y me dio unos golpecitos en la frente.

– En cuanto a eso de la Hoja que Gira… Tengo entendido que otras vías practican algo parecido. Que yo sepa, en atur no hay ninguna palabra para definirlo. Es como un Ketan para tu mente. Un movimiento que haces con tus pensamientos para entrenarlos.

»Sea como sea -continuó quitándole importancia con un ademán-, no es un engaño. Es una forma de revelar lo que está oculto en las aguas profundas de tu mente. El hecho de que lo hayas encontrado por ti solo es sorprendente.

Le hice una inclinación de cabeza.

– Me inclino ante tu sabiduría, Vashet.

Vashet dio una palmada.

– Bueno, tengo muchas cosas que enseñarte. Sin embargo, como todavía estás magullado y dolorido, nos abstendremos de practicar el Ketan. Demuéstrame cuánto adémico has aprendido. Quiero oír cómo destrozas mi maravilloso idioma con tu basta lengua bárbara.

En las horas siguientes aprendí mucho sobre el adémico. Daba gusto poder hacer preguntas detalladas y recibir respuestas claras y específicas. Después de un mes bailando y dibujando en el suelo, aprender con Vashet era tan fácil que hasta parecía deshonesto.

Por otra parte, Vashet me dejó claro que mi lenguaje de signos era bochornosamente torpe. Podía transmitir mis mensajes, pero siendo benévolos, se me podía comparar a un recién nacido. Siendo malévolos, a las peroratas de un maníaco trastornado.

– Ahora hablas así. -Vashet se levantó, agitó ambas manos por encima de su cabeza y se señaló con los pulgares-. Quiero pelear bien. -Compuso una sonrisa amplia e insulsa-. ¡Con espada! -Se golpeó el pecho con los puños, y luego dio unos saltitos, como un crío impaciente.

– No seas tan dura -dije, abochornado-. No lo hago tan mal.

– Casi -dijo Vashet con seriedad, y se sentó en el banco-. Si fueras hijo mío, no te dejaría salir de casa. Como pupilo mío, lo tolero solo porque eres un bárbaro. Es como si Tempi hubiera traído a un perro que supiera silbar. El hecho de que desafines no es lo más llamativo.

Hizo ademán de levantarse.

– Aclarado eso, si te contentas con hablar como un simplón, dilo y pasaremos a otras cosas…

Le aseguré que quería aprender.

– En primer lugar, hablas demasiado y en voz demasiado alta -dijo-. La quietud y el silencio son el corazón de los Adem. Y nuestro idioma lo refleja.

»En segundo lugar, debes tener mucho más cuidado con tus signos -continuó-. Debes elegir muy bien el momento. Los signos modifican determinadas palabras e ideas. No siempre refuerzan lo que dices; a veces expresan todo lo contrario de lo que dicen tus palabras.

Hizo seis o siete signos distintos, uno detrás de otro. Todos significaban diversión, pero todos eran ligeramente diferentes.

– También debes entender los matices de significado. La diferencia entre flaco y delgado, como solía decir mi rey poeta. Ahora solo tienes una sonrisa, y eso hace que parezcas un necio.

Pasamos varias horas trabajando, y Vashet dejó claro algo que Tempi solo podía insinuar. El atur era como una laguna extensa y poco profunda; tenía muchas palabras, todas muy específicas y precisas. El adémico era como un pozo hondo. Había menos palabras, pero cada una tenía diversos significados. En atur, una frase bien construida es como una línea recta que señala. En adémico, una frase bien construida es como una telaraña: cada filamento tiene su propio significado y es una pieza de algo mayor y más complejo.