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Cuando llegué al comedor a la hora de la cena, estaba de bastante mejor humor que la vez anterior. Todavía me dolían los verdugones, pero me palpé la hinchazón de la mejilla y noté que se había reducido mucho. Volví a sentarme solo, pero no mantuve la cabeza agachada como a la hora de la comida. Observaba las manos de los que me rodeaban y trataba de detectar los matices que diferenciaban entusiasmo e interés, negación y rechazo.

Después de cenar, Vashet trajo un tarrito de ungüento que me aplicó abundantemente por la espalda y los brazos, y en menor cantidad en la cara. Al principio me produjo un cosquilleo, luego un escozor, y por último un ligero calor. Hasta que no se me pasó el dolor de la espalda no me di cuenta de lo tenso que había tenido todo el cuerpo.

– Ya está -dijo Vashet tapando el tarro-. ¿Cómo te sientes?

– Te besaría -dije, agradecido.

– Sí, claro. Pero tienes el labio hinchado, y seguro que lo harías fatal. En lugar de eso, enséñame tu Ketan.

No había hecho el calentamiento, pero como no quería que pareciera que ponía excusas, hice Manos Abiertas y comencé lentamente la serie de movimientos.

Como ya he mencionado, Tempi solía detenerme en cuanto cometía el más mínimo error en el Ketan. Por eso, cuando llegué a la duodécima posición sin interrupciones, me sentía bastante satisfecho de mí mismo. Entonces coloqué mal el pie en Abuela Recoge. Vashet no dijo nada, y entonces comprendí que se estaba limitando a observarme y reservándose su juicio hasta el final. Rompí a sudar, y no paré hasta diez minutos más tarde, cuando hube terminado el Ketan.

Entonces Vashet se levantó frotándose la barbilla.

– Bueno -dijo pausadamente-. Podría ser peor, desde luego… -Sentí un leve chispazo de orgullo, hasta que añadió-: Podría faltarte una pierna, por ejemplo.

Entonces caminó describiendo un círculo alrededor de mí, mirándome de arriba abajo. Estiró un brazo y me hincó un dedo en el pecho y en el abdomen. Me agarró un brazo y un muslo. Me sentí como un cerdito al que llevan al mercado.

Por último, me cogió las manos y les dio la vuelta para examinarlas. Pareció gratamente sorprendida.

– ¿Nunca habías luchado antes de que Tempi te enseñara? -me preguntó.

Negué con la cabeza.

– Tienes buenas manos -dijo, deslizando los dedos por mis antebrazos y palpándome los músculos-. La mitad de los bárbaros tienen unas manos suaves y débiles, de no hacer nada. La otra mitad tienen unas manos fuertes y rígidas de cortar leña y trabajar detrás de un arado. -Siguió dando vueltas a mis manos-. Pero tú tienes unas manos fuertes e inteligentes, y un buen movimiento de muñecas. -Me miró inquisitivamente-. ¿Cómo te ganas la vida?

– Soy alumno de la Universidad, donde trabajo con herramientas de precisión, con piedra y metal -expliqué-. Pero también soy músico. Toco el laúd.

Vashet dio un respingo y se echó a reír. Me soltó las manos y sacudió la cabeza, consternada.

– Un músico, para colmo -dijo-. Perfecto. ¿Lo sabe alguien más?

– ¿Qué importancia tiene eso? -pregunté-. No me avergüenzo de ser quien soy.

– No -dijo ella-. Claro que no. Eso es parte del problema. -Inspiró hondo y soltó el aire-. Está bien. Cuanto antes lo sepas, mejor. A la larga, nos ahorrará problemas a los dos. -Me miró a los ojos-. Eres una puta.

Parpadeé varias veces.

– ¿Cómo dices?

– Préstame atención un momento. No eres idiota. Te habrás dado cuenta de que hay grandes diferencias culturales entre Ademre y donde tú creciste, en…

– La Mancomunidad -dije-. Sí, tienes razón. La brecha cultural entre Tempi y yo era enorme comparada con los otros mercenarios de Vintas.

Vashet asintió con la cabeza.

– Eso se debe, en parte, a que Tempi tiene menos cabeza que trasero. Y es más inocente que un pollito cuando se trata de manejarse por el mundo. -Agitó una mano-. Pero aparte de eso, sí, tienes razón. Las diferencias son enormes.

– Ya me he fijado -dije-. Por lo visto, para vosotros la desnudez no es un tabú, por ejemplo. O eso, o Tempi es exhibicionista.

– Me gustaría saber cómo has descubierto eso -dijo riendo-. Pero tienes razón. Por extraño que te parezca, no nos asusta un cuerpo desnudo.

Vashet se quedó pensativa un momento, hasta que, al parecer, tomó una decisión.

– De acuerdo. Será más sencillo hacerte una demostración. Mira.

Vi cómo la característica imperturbabilidad adem se apoderaba de su semblante, dejándolo completamente inexpresivo. Al mismo tiempo, su voz perdió casi toda la entonación, deshaciéndose de su contenido emocional.

– Dime qué quiero decir cuando hago esto -dijo.

Vashet se acercó a mí sin establecer contacto visual. Con una mano hizo el signo de respeto.

– Luchas como un tigre -dijo con voz pausada y monótona, y sin que su rostro reflejara ni pizca de emoción. Me cogió por un hombro con una mano, y con la otra me cogió el brazo y me lo apretó.

– Es un cumplido -dije.

Vashet asintió y dio un paso atrás. Entonces cambió de actitud. Su rostro se animó. Sonrió y me miró a los ojos. Dio un paso hacia mí.

– Luchas como un tigre -dijo con una voz cargada de admiración. Me apoyó una mano en el hombro mientras deslizaba la otra alrededor de mi bíceps. Me dio un apretón en el brazo.

De pronto me sentí incómodo por lo cerca que estábamos el uno del otro.

– Es una insinuación sexual -dije.

Vashet se apartó y asintió.

– Vosotros consideráis intimidantes ciertas cosas. La desnudez. El contacto físico. La proximidad de un cuerpo. Los juegos amorosos. Para los Adem, nada de eso es extraordinario.

Me miró a los ojos.

– ¿Alguna vez nos has oído gritar? ¿Levantar la voz? ¿O hablar lo bastante alto para que se nos oyera desde lejos?

Reflexioné un momento y negué con la cabeza.

– Eso se debe a que para nosotros hablar es algo privado. Algo íntimo. Igual que las expresiones faciales. Y esto… -Se tocó el cuello-. El calor que puede provocar una voz. La emoción que revela. Eso es algo muy íntimo.

– Y nada transmite tanta emoción como la música -dije, al entenderlo. Para mí era una idea tan extraña que no podía asimilarla de golpe.

Vashet asintió con la cabeza, con gesto grave.

– Los miembros de una familia pueden cantar juntos, si están muy unidos. Una madre puede cantarle a su hijo. Una mujer puede cantarle a su hombre. -Vashet se ruborizó ligeramente cuando dijo eso-. Pero solo si están muy enamorados, y si están a solas.

»Pero tú… -Me señaló-. Eres músico. Tú haces eso en una habitación llena de gente. Delante de muchas personas, con todas a la vez. Y ¿a cambio de qué? ¿Unos pocos peniques? ¿Una comida? -Me miró con gravedad-. Y lo haces una y otra vez. Noche tras noche. Con cualquiera.

Vashet meneó la cabeza, consternada, y se estremeció un poco mientras con la mano izquierda, inconscientemente, hacía una serie de signos: horror, repugnancia, reprimenda. Recibir las dos clases de señales al mismo tiempo resultaba intimidante.

Intenté ahuyentar de mi mente una imagen mentaclass="underline" estaba desnudo en el escenario del Eolio; luego bajaba y me abría paso entre el público, restregando mi cuerpo contra todos. Jóvenes y viejos. Gordos y delgados. Nobles ricos y plebeyos pobres. Fue un pensamiento revulsivo.

– Pero Tocar el Laúd es la posición treinta y ocho del Ketan -protesté. Me aferraba desesperadamente a una esperanza remota, y lo sabía.

– Y Oso Dormido es la duodécima. -Vashet se encogió de hombros-. Pero aquí no verás osos, ni leones, ni laúdes. Algunos nombres revelan cosas. Los nombres del Ketan sirven para ocultar la verdad, para que podamos hablar de él sin revelar nuestros secretos.

– Ya lo entiendo -dije por fin-. Pero muchos de vosotros habéis viajado por el mundo. Tú, por ejemplo, hablas atur perfectamente, y con mucho calor en la voz. Estoy seguro de que sabes que no hay nada intrínsecamente malo en que una persona cante.