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– Mañana, unos cuantos vamos a luchar. Quizá podrías traerlo a que mire.

Vashet hizo un elegante signo que me hizo darme cuenta de lo poco que conocía las sutilezas del lenguaje de signos: agradecimiento cortés y aceptación levemente sumisa.

– Deberías sentirte halagado -me dijo Vashet, contenta-. Una conversación con Shehyn y una invitación para verla luchar.

Nos dirigíamos a un valle profundo y protegido donde solíamos practicar el Ketan y la lucha con las manos.

Sin embargo, seguían asaltándome pensamientos desagradables e inevitables. Pensaba en los secretos y en el afán de las personas por guardarlos. Me preguntaba cómo reaccionaría Kilvin si yo llevara a alguien a la Factoría y le enseñara la sigaldría de sangre, hueso y pelo.

Solo de pensar en la ira del corpulento artífice me echaba a temblar. Sabía los problemas a que me enfrentaría. Aquello estaba muy bien especificado en las leyes de la Universidad. Pero ¿qué le haría Kilvin a la persona a la que yo hubiera enseñado esas cosas?

Vashet me golpeó en el pecho con el dorso de la mano para atraer mi atención.

– He dicho que deberías sentirte halagado -repitió.

– Lo estoy -le aseguré.

Vashet me cogió del hombro y me obligó a girarme para que la mirara.

– Te has quedado muy pensativo.

– ¿Qué le harán a Tempi si todo esto acaba mal? -pregunté a bocajarro.

La alegría desapareció del rostro de Vashet.

– Le quitarán el rojo, y la espada, y su nombre, y lo cortarán de la Latantha. -Inspiró lentamente-. Si eso pasa, es improbable que lo acepten en otra escuela, de modo que en la práctica quedará exiliado de Ademre.

– Pero a mí no pueden castigarme con el exilio -dije-. Obligarme a volver al mundo solo empeoraría el problema, ¿no?

Vashet no dijo nada.

– Cuando empezó todo esto -continué-, me animaste a marcharme. Si me hubiera escapado, ¿me habrían dejado irme?

Hubo un largo silencio que me reveló la verdad. Pero Vashet también lo dijo en voz alta:

– No.

Le agradecí que no me mintiera.

– Y ¿cuál será mi castigo? -pregunté-. ¿La cárcel? -Sacudí la cabeza-. No. No sería práctico mantenerme encerrado aquí durante años. -La miré-. ¿Cuál sería?

– Tu castigo no es lo que nos preocupa -dijo-. Después de todo, eres un bárbaro. No sabías que lo que hacías estaba mal. Nuestra principal preocupación es impedir que enseñes a otros lo que has robado; impedir que lo utilices en tu propio provecho.

No había contestado mi pregunta. Me quedé mirándola.

– Algunos opinan que lo mejor sería matarte -dijo con franqueza-. Pero la mayoría cree que matarte no es del Lethani. Shehyn es una de ellas. Y yo también.

Me relajé un poco; al menos, eso ya era algo.

– Y supongo que una promesa por mi parte no tranquilizaría a nadie, ¿verdad?

Vashet me sonrió con cordialidad.

– El hecho de que volvieras con Tempi dice mucho en tu favor. Y te quedaste cuando yo intenté ahuyentarte. Pero la promesa de un bárbaro no tiene mucho valor.

– Entonces, ¿qué? -pregunté; sospechaba cuál iba a ser la respuesta y sabía que no iba a gustarme.

Vashet inspiró hondo.

– Podrían impedir que enseñes lo que sabes extirpándote la lengua o quitándote los ojos -dijo sin tapujos-. Para impedir que utilices el Ketan podrían dejarte cojo. Cortarte el tendón del tobillo, o lastimarte la rodilla de tu pierna buena. -Encogió los hombros-. Pero se puede ser un buen luchador incluso con una pierna lastimada. Por eso sería más eficaz amputarte los dos dedos más pequeños de la mano derecha. Eso sería…

Vashet siguió hablando con total naturalidad. Creo que pretendía tranquilizarme, pero sus palabras surtieron el efecto contrario. Yo no podía parar de imaginármela cortándome los dedos con la misma tranquilidad con que se parte una manzana. Empecé a verlo todo brillante en la periferia de mi visión, y aquella vivida imagen mental me revolvió el estómago. Por un momento pensé que iba a vomitar.

El mareo y la náusea pasaron. Recobré los sentidos y me di cuenta de que Vashet había terminado de hablar y me miraba fijamente.

Antes de que yo pudiera decir nada, Vashet hizo un ademán de desdén y dijo:

– Ya veo que hoy no voy a poder hacer nada contigo. Tómate el resto de la tarde libre. Ordena tus ideas o practica el Ketan. Ve a contemplar el árbol espada. Continuaremos mañana.

Caminé un rato sin rumbo fijo, tratando de no imaginarme que me cortaban los dedos. Al remontar una cuesta, tropecé, casi literalmente, con una pareja de Adem; estaban desnudos, escondidos en un bosquecillo.

Los Adem no se apresuraron a recoger su ropa cuando salí de entre los árboles, y en lugar de intentar disculparme con mi pobre lenguaje y mis confusos pensamientos, me limité a girar en redondo y marcharme, muerto de vergüenza.

Intenté practicar el Ketan, pero no conseguía concentrarme. Fui a contemplar el árbol espada, y al principio verlo oscilar suavemente agitado por el viento me tranquilizó. Entonces mi mente comenzó a vagar, y volvió a asaltarme la imagen de Vashet amputándome los dedos.

Oí las tres campanadas que anunciaban la hora de la cena, y me dirigí al comedor. Estaba de pie en la cola, con cara de idiota del esfuerzo mental que tenía que hacer para no pensar que iban a cercenarme las manos, cuando me fijé en que los Adem que estaban más cerca de mí no me quitaban los ojos de encima. Una niña de unos diez años me miraba con el asombro claramente reflejado en el rostro, y un hombre con el rojo de mercenario lo hacía como si acabara de ver cómo me limpiaba el culo con un trozo de pan y me lo comía.

Entonces me di cuenta de que estaba tarareando. No muy alto, pero sí lo bastante para que me oyeran quienes tenía a mi lado. No debía de llevar mucho rato haciéndolo, porque solo iba por el sexto verso de «Vete de la ciudad, calderero».

Paré, bajé la mirada, cogí mi comida y me pasé diez minutos intentando comer. Conseguí dar algunos bocados, pero nada más. Al final desistí y me fui a mi habitación.

Tumbado en la cama, repasé las opciones que tenía. ¿Hasta dónde podría llegar si huía? ¿Podía perderme en el campo? ¿Podría robar un caballo? ¿Había visto algún caballo desde que había llegado a Haert?

Saqué el laúd del estuche y practiqué unos acordes, recorriendo el largo mástil del instrumento con mis cinco dedos inteligentes. Pero mi mano derecha se moría por rasguear y puntear las cuerdas. Era tan frustrante como intentar besar a alguien utilizando solo un labio, y no tardé en cansarme.

Al final saqué mi shaed y me arrebujé con él. Era caliente y reconfortante. Me puse la capucha, bien calada, y pensé en aquella parte oscura de Fata donde Felurian había recogido las sombras para confeccionarlo.

Pensé en la Universidad, en Wil y en Sim. En Auri, Devi y Fela. Nunca había sido muy popular en la Universidad, y mi círculo de amistades nunca había sido muy amplio. Pero la verdad es que me había olvidado de lo que era estar solo de verdad.

Entonces pensé en mi familia. Pensé en los Chandrian, en Ceniza. En su elegante fluidez. Sostenía la espada como si fuera un trozo de hielo invernal. Pensé en matarlo.

Pensé en Denna y en lo que me había dicho el Cthaeh. Pensé en su mecenas y en lo que le había dicho la última vez que habíamos discutido. Pensé en el día que Denna había tropezado en el camino y yo la había sujetado, en la suavidad de la curva de su cadera contra mi mano. Pensé en la forma de sus labios, el sonido de su voz, el olor de su cabello.

Y al final entré de puntillas por las puertas del sueño.

Capítulo 115

Tormenta y piedra

A1 día siguiente, nada más despertar, supe qué tenía que hacer. La única forma de salir de aquella situación era a través de la escuela. Necesitaba demostrar mi valía. Eso significaba que necesitaba aprender todo lo que Vashet pudiera enseñarme, y tan rápido como fuera posible.