Выбрать главу

Así que me levanté con la débil luz azulada del amanecer. Y cuando Vashet salió de su casita de piedra yo ya estaba esperándola. Quizá no precisamente lleno de vida y energía, pues había dormido mal y había tenido sueños perturbadores, pero dispuesto a aprender.

Ahora me doy cuenta de que quizá no haya dado una impresión ajustada de Haert.

Evidentemente, no era una metrópolis floreciente. Y estaba lejos de parecer una ciudad. De hecho, en muchos aspectos apenas era más que un pueblo.

No lo digo peyorativamente. Pasé gran parte de mi infancia viajando de pueblo en pueblo con mi troupe. La mitad del mundo está hecha de comunidades diminutas que han crecido alrededor de poco más que un mercado de encrucijada, o una cantera de arcilla, o un meandro de río con la corriente lo bastante fuerte para mover una rueda de molino.

A veces, esos pueblos son prósperos. Algunos tienen un suelo fértil y un clima benigno. Algunos florecen porque están en una ruta comercial. La riqueza de esas poblaciones es evidente. Las casas son grandes y están bien acabadas. La gente es cordial y generosa. Los niños están gordos y contentos. Se pueden comprar artículos de lujo: pimienta, canela, chocolate. En la taberna nunca faltan el café, el buen vino y la música.

Y luego hay otro tipo de pueblos. Pueblos construidos sobre un suelo pobre y agotado. Pueblos donde se quemó el molino, o donde se extrajo toda la arcilla años atrás. En esos sitios, las casas son pequeñas y están mal reparadas. La gente es enjuta y desconfiada, y la riqueza se mide en cosas pequeñas y de utilidad práctica. Haces de leña. Dos cerdos en lugar de uno. Cinco tarros de conserva de moras.

A primera vista, Haert parecía de esa clase de pueblos. Solo había casas diminutas, piedras rotas y alguna que otra cabra en un corral.

En gran parte de la Mancomunidad, o en cualquier sitio de los Cuatro Rincones, una familia que viva en una casita con apenas unos pocos muebles sería considerada desafortunada. A un paso de los indigentes.

Pero si bien la mayoría de las casas adem que yo había visto eran relativamente pequeñas, no se parecían a las que encontrarías en un pueblo atur medio olvidado, hechas de tepe, troncos y barro.

Todas las casas adem eran de piedras bien ensambladas, ajustadas con una astucia que yo jamás había visto. No había rendijas que dejaran pasar el incesante viento. Ni techos que gotearan. Ni puertas con bisagras de cuero resquebrajado. Las ventanas no tenían pieles de oveja aceitadas ni eran simples agujeros tapados con postigos de madera. Eran de cristal hecho a medida, y tan herméticas como las de la mansión de un banquero.

En todo el tiempo que pasé en Haert, nunca vi ninguna chimenea. No me interpretéis maclass="underline" es preferible disponer de una chimenea que morirse de frío. Pero la mayoría de las chimeneas sencillas que construye la gente con piedras sueltas o ladrillos de toba tienen corrientes de aire, son sucias e ineficaces. Te llenan la casa de hollín y los pulmones de humo.

En lugar de chimeneas, en todas las casas adem había una estufa de hierro, de esas que pesan cientos de kilos. De esas estufas hechas de sólido hierro colado que puedes cargar de leña hasta que resplandecen de calor. De esas estufas que duran un siglo y valen más de lo que gana un granjero en todo un año de duro trabajo en el campo. Algunas de esas estufas eran pequeñas, buenas para calentar y cocinar. Pero vi muchas más grandes que también servían para hornear el pan. Uno de esos tesoros estaba metido en una casita de piedra baja de solo tres habitaciones.

Las alfombras que cubrían los suelos de las casas adem eran sencillas, pero de lana gruesa y suave, y bien teñidas. Los suelos que había debajo de esas alfombras eran de madera lijada y no de tierra. No había velas de sebo que ardieran con luz parpadeante, ni velas de junco. Había velas de cera de abeja o lámparas que usaban aceite blanco y limpio. Y una vez, a través de una ventana, reconocí la luz roja y constante de una lámpara simpática.

Eso fue lo que me abrió los ojos. Aquello no era un puñado de gente desperdigada y desgraciada que llevaba una dura existencia en la desnuda ladera de una montaña. No eran pobres; no se alimentaban de sopa de col ni vivían atemorizados por la llegada del invierno. Formaban una comunidad sobria, moderada y próspera.

Y había algo más. Pese a la ausencia de salones de banquetes relucientes y trajes elegantes, pese a la ausencia de criados y estatuas decorativas, cada uno de aquellos hogares era una mansión en miniatura. Eran todos ricos de una manera discreta y práctica.

– ¿Qué te creías? -dijo Vashet, riéndose de mí-. ¿Que un puñado de nosotros nos ganábamos el rojo y nos entregábamos a una vida de lujos mientras nuestras familias se bebían el agua del baño y morían de escorbuto?

– La verdad es que no lo había pensado -dije mirando alrededor.

Vashet estaba empezando a enseñarme a usar la espada. Llevábamos dos horas practicando, y de momento solo me había explicado las diferentes maneras de sujetarla. Como si fuera un recién nacido y no un trozo de acero.

Como ya sabía qué tenía que buscar, descubrí docenas de viviendas adem astutamente disimuladas en el entorno. Había puertas de madera maciza encajadas en las paredes de los riscos. Otras parecían poco más que rocas desprendidas. Algunas tenían hierba en el tejado y solo las reconocías por los conductos de las estufas que sobresalían en ellos. En lo alto de una de esas casas pastaba una cabra; sus ubres oscilaban mientras estiraba el cuello para arrancar un poco de hierba.

– Mira el paisaje que tienes alrededor -me dijo Vashet girando lentamente sobre sí misma-. El suelo es demasiado escaso para el arado, demasiado irregular para los caballos. El verano es demasiado húmedo para cultivar trigo, demasiado frío para la fruta. Algunas montañas contienen hierro, oro o carbón. Pero estas no. En invierno, la nieve te llega hasta la cabeza. En primavera, las tormentas te levantan del suelo.

Volvió a fijar la vista en mí.

– Esta tierra es nuestra porque nadie más la quiere. -Encogió los hombros-. O mejor dicho: la hicimos nuestra por ese motivo.

Vashet se colocó bien la espada a la espalda y me lanzó una mirada pensativa.

– Siéntate y presta atención -dijo con formalidad-. Voy a contarte una historia de tiempos pasados.

Me senté en la hierba y Vashet se acomodó en una piedra que había cerca.

– Hace mucho tiempo -empezó-, los Adem fuimos arrancados de nuestras tierras legítimas. Algo que no podemos recordar nos obligó a abandonarlas. Alguien nos robó las tierras, o las arrasó, o nos hizo huir por temor. Tuvimos que vagar sin rumbo. Una nación entera de mendicantes, por no decir pordioseros. Encontrábamos un sitio, nos instalábamos y dejábamos descansar a nuestros rebaños. Hasta que los que vivían cerca de allí nos echaban.

»En esos tiempos, los Adem eran fieros. De no haber sido fieros, hoy ya no quedaría ni uno solo de nosotros. Pero éramos pocos, de modo que siempre nos echaban. Un día encontramos este lugar con suelo escaso y fuertes vientos que nadie quería. Hundimos nuestras raíces en lo más profundo de la piedra y lo hicimos nuestro.

Vashet dejó vagar la mirada por el paisaje.

– Pero esta tierra tenía poco que ofrecernos: un sitio donde podían pastar nuestros rebaños, piedra y el continuo viento. Como no podíamos vender el viento, vendimos al mundo nuestra fiereza. Así vivíamos, y poco a poco fuimos convirtiéndonos en lo que somos ahora. Ya no somos solo fieros, sino también peligrosos y orgullosos. Incesantes como el viento, fuertes como la piedra.

Esperé un momento para asegurarme de que había terminado.

– Los míos también son trotamundos -dije-. Es nuestra forma de vida. Vivimos en ningún sitio y en todas partes.

Vashet sonrió encogiendo los hombros.

– Bueno, solo es una historia. Y muy antigua. Puedes tomártela como quieras.