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– Me gustan las historias -dije.

– Una historia es como un fruto seco -dijo Vashet-. Un necio se la traga entera y se atraganta. Otro necio la tira creyendo que no tiene ningún valor. -Sonrió-. Pero una mujer sabia encuentra la manera de romper la cáscara y comerse el fruto que hay en el interior.

Me levanté y fui a su lado. Le besé las manos, la frente y los labios.

– Vashet -dije-, me alegro de que Shehyn te encargara de mí.

– No seas tonto. -Agachó la cabeza, pero vi que un débil rubor cubría sus mejillas-. Vamos. No debes perderte la oportunidad de ver luchar a Shehyn.

Vashet me llevó a un prado donde habían cortado la hierba, espesa, a ras del suelo. Ya había unos pocos Adem esperando. Algunos habían llevado taburetes o troncos para usarlos como bancos. Vashet se sentó en el suelo, y yo la imité.

Poco a poco fue llegando más gente. Solo había unas treinta personas, pero yo nunca había visto a tantos Adem juntos, salvo en el comedor. Formaban grupos de dos y de tres, e iban pasando de una conversación a otra. Raramente se juntaban mucho tiempo grupos de cinco.

Aunque había una docena de conversaciones, todas a tiro de piedra de donde yo estaba, apenas si oía un murmullo. Los Adem estaban lo bastante cerca unos de otros para tocarse, y el viento en la hierba hacía más ruido que sus voces.

Aun así, podía distinguir el tono de cada conversación. Dos meses atrás, aquella reunión me habría parecido inquietantemente comedida. Una reunión de semimudos nerviosos e impasibles. Pero ahora sabía que aquellas dos mujeres eran maestra y alumna, por la distancia que las separaba y por la deferencia que expresaban las manos de la más joven. El grupo de tres hombres con camisa roja eran amigos; bromeaban relajadamente y se daban empujones. Había un hombre y una mujer que discutían. Ella estaba enfadada; él intentaba darle explicaciones.

De pronto me pregunté cómo podía haber pensado, en el pasado, que los Adem eran nerviosos. Cada movimiento que hacían tenía un propósito. Cada desplazamiento de los pies significaba un cambio de actitud. Cada ademán expresaba un montón de cosas.

Vashet y yo nos sentamos cerca uno de otro; bajamos la voz y continuamos nuestra conversación en atur. Vashet me explicó que cada escuela tenía una cuenta abierta con los prestamistas ceáldicos. Eso significaba que los mercenarios desplazados podían depositar la parte de sus ganancias correspondiente a la escuela en cualquier lugar donde se utilizara la moneda ceáldica, es decir, en cualquier lugar del mundo civilizado. Entonces ese dinero se ingresaba en la cuenta adecuada, para que la escuela pudiera utilizarlo.

– ¿Cuánto entrega un mercenario a su escuela? -pregunté por curiosidad.

– El ochenta por ciento.

– ¿El ocho por ciento? -Extendí los dedos de ambas manos sujetándome dos, convencido de que había oído mal.

– El ochenta -dijo Vashet con firmeza-. Esa es la cantidad adecuada, aunque muchos se enorgullecen de entregar más. Tú también tendrías que hacerlo -dijo sin darle importancia- suponiendo que algún día vistieras el rojo, lo cual es muy poco probable.

Al ver mi cara de asombro, Vashet añadió:

– Si lo piensas bien, no es mucho. Durante años, la escuela te alimenta y te viste. Te da un sitio donde dormir. Te da una espada y te instruye. Después de esa inversión, el mercenario financia la escuela. La escuela financia el pueblo. El pueblo da hijos que confían en vestir el rojo algún día. -Dibujó un círculo con el dedo-. Y así es como prospera Ademre.

Me miró con gesto grave.

– Ahora que lo sabes, quizá empieces a entender qué es eso que has robado -continuó-. No es solo un secreto, sino el principal producto de exportación de los Adem. Has robado la clave de la supervivencia de todo este pueblo.

Era una idea que daba que pensar. De pronto, la ira de Carceret cobraba mucho más sentido.

Alcancé a ver la camisa blanca y el gorro amarillo tejido a mano de Shehyn entre la multitud. Las conversaciones se interrumpieron, y todos empezaron a formar un corro amplio.

Por lo visto, aquel día no solo peleaba Shehyn. Los primeros fueron dos chicos algo mayores que yo que no vestían el rojo. Caminaron en círculo, con cautela, uno alrededor del otro, y de pronto se lanzaron una lluvia de golpes.

Todo fue tan rápido que no pude seguirlo con la vista, pero distinguí una docena de figuras del Ketan formadas y rápidamente descartadas. La pelea terminó cuando uno de los chicos agarró al otro por la muñeca y el hombro con el Oso Dormido. Le retorció el brazo a su oponente y lo derribó, y entonces me di cuenta de que era la llave que había utilizado Tempi en la pelea en la taberna de Crosson.

Los chicos se separaron, y dos mercenarias con atuendo rojo se les acercaron y hablaron con ellos. Supuse que debían de ser sus maestras.

Vashet inclinó la cabeza hacia mí.

– ¿Qué te ha parecido?

– Son muy rápidos -dije.

Me miró.

– Sí, pero…

– Me han parecido un poco descuidados -dije procurando hablar en voz muy baja-. Al principio no, pero luego sí. -Señalé a uno de los chicos-. Ese tenía los pies demasiado juntos. Y el otro se inclinaba todo el rato hacia delante y le fallaba el equilibrio. Por eso el otro ha podido hacerle el Oso Dormido.

Vashet asintió con la cabeza, satisfecha.

– Pelean como cachorros. Son jóvenes, y son chicos. Están llenos de ira e impaciencia. Para las mujeres es más fácil. Es uno de los motivos por los que somos mejores luchadoras.

Me sorprendió oírle decir eso.

– ¿Las mujeres son mejores luchadoras? -pregunté con cautela, pues no quería contradecirla.

– En general, sí -dijo ella con naturalidad-. Hay excepciones, por supuesto, pero en general las mujeres somos mejores.

– Pero los hombres son más fuertes -argumenté-. Más altos. Llegan más lejos.

Vashet me miró como si le hubiera hecho gracia mi comentario.

– ¿Tú eres más fuerte y más alto que yo?

– Es evidente que no -dije sonriendo-. Pero reconocerás que, en general, los hombres son más altos y más fuertes.

Vashet encogió los hombros.

– Eso tendría importancia si pelear fuera lo mismo que cortar leña o transportar heno. Es como si dijeras que una espada es mejor cuanto más larga y pesada. Una tontería. Quizá eso pueda aplicarse a los matones. Pero después de vestir el rojo, la clave está en saber cuándo hay que pelear. Los hombres están llenos de ira, y por eso les cuesta entenderlo. A las mujeres, menos.

Fui a decir algo, pero me acordé de Dedan y me callé.

Una sombra se cernió sobre nosotros; levanté la cabeza y vi a un hombre alto, vestido con el rojo, plantado ante nosotros a una distancia educada. Tenía la mano sobre el puño de la espada. Invitación.

Vashet le contestó con leve pesar y rechazo.

– ¿No empeorará la opinión que tienen de ti si rechazas una invitación a pelear? -pregunté cuando se marchó el Adem.

– No quería pelear -me contestó Vashet con desdén-. Si peleara conmigo, solo conseguiría pasar vergüenza y hacerme perder el tiempo. Lo único que pretendía era demostrarme que es lo bastante valiente para pelear conmigo. -Dio un suspiro y me miró-. Es esa clase de estupidez lo que aleja a los hombres del Lethani.

La siguiente pelea fue entre dos mercenarios vestidos de rojo, y la diferencia resultaba obvia. Todo era mucho más limpio y nítido. Los dos chicos habían peleado como dos gorriones frenéticos aleteando en el polvo, pero las peleas que siguieron fueron elegantes como danzas cortesanas.

Muchos de los combates eran de lucha con las manos. Duraban hasta que uno de los contrincantes se rendía o quedaba visiblemente aturdido por un golpe.

Una de las peleas se interrumpió inmediatamente cuando un hombre hizo sangrar a su oponente por la nariz. Al verlo, Vashet levantó los ojos al cielo, aunque no supe si lo hacía porque la mujer se había dejado golpear o porque el hombre había sido lo bastante imprudente como para hacerle daño.