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– Vashet -dije-, yo…

Me cortó con un gesto brusco.

– Te aseguro que cualquier cosa que vayas a decirme ya se la he oído antes a mi rey poeta. Pero el día solo tiene unas horas de luz. Voy a preguntártelo sin tapujos: ¿tienes ganas de sexo?

Habría sido absurdo negarlo, así que encogí los hombros.

– ¿Quieres practicar sexo conmigo?

Todavía la olía. En ese momento, lo deseaba más que nada.

– Sí -contesté.

– ¿Estás libre de enfermedades? -me preguntó Vashet, muy seria.

Asentí; estaba demasiado desconcertado para que me afectara la franqueza de su pregunta.

– Muy bien. Si no recuerdo mal, no muy lejos de aquí hay un rincón cubierto de musgo y resguardado del viento. -Echó a andar por una cuesta mientras desabrochaba la hebilla de la vaina de la espada que llevaba colgada a la espalda-. Ven conmigo.

Vashet no había recordado mal. Dos árboles juntaban sus ramas por encima de un grueso lecho de musgo, junto a un pequeño risco de piedra, resguardado del viento por unos oportunos arbustos.

Enseguida comprendí que lo que Vashet tenía en mente no era una tarde retozando perezosamente a la sombra. Decir que la actitud de Vashet era práctica sería no hacerle justicia, pues su risa siempre estaba muy cerca de la superficie. Pero tampoco era tímida ni coqueta.

Se quitó la ropa roja de mercenario sin burlas y sin fanfarria, revelando unas cuantas cicatrices y un cuerpo duro, enjuto y nervudo. Lo cual no quiere decir que no fuera, al mismo tiempo, suave y redondeado. Entonces se burló de mí por quedarme mirándola como si jamás hubiera visto a una mujer desnuda, cuando la verdad era que sencillamente nunca había visto a ninguna de pie, completamente desnuda, bajo el sol.

Como no me desvestí lo bastante deprisa para su gusto, Vashet se rió y se burló de mi timidez. Se acercó a mí y me quitó la ropa; entonces me besó en la boca al mismo tiempo que presionaba su piel desnuda contra toda la parte delantera de mi cuerpo.

– Es la primera vez que beso a una mujer tan alta como yo -musité cuando paramos para respirar-. Es una experiencia nueva.

– ¿Ves como sigo siendo tu maestra en todo? -me dijo-. Esta es la siguiente lección: tumbadas, todas las mujeres tienen la misma estatura. De vosotros no puede decirse lo mismo, desde luego. Depende mucho del estado anímico del hombre y de sus atributos naturales.

Vashet me cogió de la mano y me llevó hacia el suelo. Nos tumbamos sobre el blando musgo.

– Tal como sospechaba. Ahora ya eres más alto que yo. ¿Estás más tranquilo?

Lo estaba.

Creía que cuando regresáramos de los arbustos la situación resultaría violenta, y me sorprendió comprobar que me había equivocado. Vashet no se volvió de pronto coqueta, algo a lo que no habría sabido cómo enfrentarme. Tampoco se sentía obligada a tratarme con una nueva ternura. Eso quedó claro la quinta vez que consiguió engañarme para que bajara la guardia, agarrarme con Trueno hacia Arriba y lanzarme bruscamente contra el suelo.

De hecho, Vashet se comportaba como si no hubiera pasado nada raro. Lo cual podía significar que no había pasado nada raro o que había pasado algo muy raro y que ella lo ignoraba deliberadamente.

Lo cual podía significar que todo era maravilloso, o que todo era un grave error.

Más tarde, mientras cenaba solo, repasé mentalmente todo lo que sabía sobre los Adem. La desnudez no era ningún tabú. No consideraban que el contacto físico fuera algo especialmente íntimo. Vashet había actuado con desenvoltura antes, durante y después de nuestro encuentro sexual.

Me acordé de la pareja desnuda con que había tropezado unos días antes. Se habían asustado al verme aparecer, pero no se habían avergonzado.

Era evidente que los Adem entendían el sexo de otra manera. Sin embargo, yo no atinaba a distinguir ninguna diferencia concreta. Eso significaba que no tenía ni idea de cómo comportarme adecuadamente. Y eso significaba que lo que estaba haciendo era tan peligroso como andar a ciegas. O mejor dicho, como correr a ciegas.

Normalmente, si tenía alguna pregunta sobre la cultura adem, se la hacía a Vashet. Ella era mi piedra de toque. Pero me imaginaba demasiadas maneras de que esa conversación acabara mal, y la buena voluntad de Vashet era lo único que me salvaba de perder los dedos.

Cuando terminé de cenar, decidí que lo mejor que podía hacer era, sencillamente, seguir el ejemplo de Vashet. Al fin al cabo, ella era mi maestra.

Capítulo 117

La astucia de un bárbaro

Los días pasaban deprisa, como suele ocurrir cuando hay mucho con que llenarlos. Vashet seguía instruyéndome, y yo ponía toda mi atención en ser un alumno aplicado e inteligente.

Seguimos teniendo encuentros amorosos intercalados en mi entrenamiento. Yo nunca los iniciaba directamente, pero Vashet se daba cuenta de cuándo yo estaba distraído y, sin perder tiempo, me llevaba entre los arbustos. «Para despejar tu alocada cabeza de bárbaro», solía decir.

El antes y el después de esos encuentros seguía turbándome; el durante, sin embargo, no me producía la menor angustia. Y Vashet también parecía disfrutar lo suyo.

Bien es cierto que tampoco se mostraba en absoluto interesada en todo lo que yo había aprendido con Felurian. No le interesaba jugar a la hiedra, y aunque le gustaba el millar de manos, tenía poca paciencia, y generalmente todo quedaba en unas setenta y cinco manos. Por norma general, en cuanto habíamos recobrado el aliento, Vashet se ponía la ropa roja de mercenario y me recordaba que si seguía olvidándome de girar el talón hacia fuera, nunca podría golpear más fuerte que un niño de seis años.

No dedicaba todo mi tiempo al entrenamiento con Vashet. Cuando ella estaba ocupada, me dejaba practicando el Ketan, reflexionando sobre el Lethani o viendo entrenar a los otros alumnos.

Algunas tardes y algunas noches Vashet me dejaba tiempo libre, simplemente. Entonces me dedicaba a explorar los alrededores del pueblo, y así descubrí que Haert era mucho más grande de lo que me había parecido al principio. La diferencia consistía en que todas sus casas y tiendas no estaban apiñadas formando un núcleo, sino diseminadas por varios kilómetros cuadrados de ladera rocosa.

No tardé en encontrar los baños. O mejor dicho, me hizo ir allí Vashet con instrucciones de lavarme para desprenderme de mi hedor bárbaro.

Eran una maravilla: un edificio de piedra bajo y espacioso, construido sobre lo que deduje que debía de ser un manantial natural de agua caliente, o una instalación de ingeniería espectacular. Había habitaciones grandes llenas de agua y habitaciones pequeñas llenas de vapor. Habitaciones con piscinas hondas para sumergirte, y habitaciones con grandes bañeras metálicas para lavarte. Hasta había una habitación con una piscina lo bastante grande para nadar.

Los Adem se paseaban por todo el edificio sin distinción de edad, género o grado de desnudez. Eso no me sorprendió tanto como me habría sucedido un mes atrás, pero aun así tardé en acostumbrarme.

Al principio me costaba no quedarme embobado mirándoles los pechos a las mujeres desnudas. Luego, cuando pasó un poco la novedad, me costaba no quedarme mirando las cicatrices que cubrían el cuerpo de los mercenarios. Era fácil saber quién vestía el rojo, aunque en ese momento estuviera desnudo.

En lugar de reprimir el impulso de quedarme mirándolos fijamente, decidí que era más fácil ir a los baños a primera hora de la mañana o a última de la noche, cuando estaban prácticamente vacíos. Entrar y salir a esas horas no era difícil, pues la puerta no estaba cerrada con llave: siempre permanecía abierta y podía entrar quien quisiera. Había jabón, velas y toallas a disposición de los usuarios. Vashet me explicó que la escuela se encargaba de mantener los baños.