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Encontré la herrería siguiendo el ruido de hierro golpeado. El hombre que trabajaba allí era agradablemente locuaz. Se mostró encantado de enseñarme sus herramientas y decirme sus nombres en adémico.

Cuando aprendí a reconocerlos, descubrí que había letreros encima de las puertas de las tiendas. Trozos de madera labrada o pintada que informaban de lo que se vendía en el interior: pan, hierbas, duelas de barril… En ningún letrero había texto escrito, lo cual era una suerte para mí, pues seguía sin saber leer adémico.

Visité una botica donde se me informó de que no era bien recibido, y una sastrería donde me acogieron calurosamente. Invertí parte de los tres reales que había robado en dos trajes nuevos, porque los que tenía empezaban a estar gastados. Me compré camisas y pantalones de colores apagados como era la moda del lugar, con la esperanza de que me ayudaran a integrarme un poco mejor en Haert.

También pasé muchas horas observando el árbol espada. Al principio lo hacía porque Vashet me enviaba allí, pero al poco tiempo empecé a ir siempre que tenía un rato libre. Su movimiento era hipnótico y reconfortante. A veces parecía que las ramas escribieran en el cielo, deletreando el nombre del viento.

Vashet cumplió su palabra y me buscó un sparring.

– Se llama Celean -me dijo mientras desayunábamos-. Tenéis una cita a mediodía junto al árbol espada. Deberías dedicar esta mañana a prepararte como creas más oportuno.

Por fin. Una oportunidad para demostrar mi valía. Una oportunidad para medir mi ingenio con alguien que tuviera un nivel de habilidad similar al mío. Un combate en toda regla.

Llegué al árbol espada antes de hora, por supuesto, y cuando los vi acercarse experimenté un momento de pánico y confusión, pues creí que la figura menuda que iba al lado de Vashet era Penthe, la mujer que había vencido a Shehyn.

Entonces me di cuenta de que no podía ser Penthe. La figura que se acercaba con Vashet era bajita, pero el viento revelaba un cuerpo recto y delgado, sin las curvas de Penthe. Es más, la figura llevaba una camisa de seda de maíz de color amarillo brillante, y no roja como la de los mercenarios.

Tuve que combatir una punzada de decepción, aunque sabía que era absurdo. Vashet me había dicho que había encontrado un contrincante adecuado para mí. Evidentemente no podía ser alguien que ya vistiera el rojo.

Se acercaron más, y mi emoción parpadeó brevemente y se apagó.

Era una niña. No una chica de catorce o quince años, sino una niña pequeña. Calculé que no podía tener más de diez. Era delgada como una ramita y tan baja que su cabeza apenas me llegaba al esternón. Tenía unos ojos grises y enormes en una cara diminuta.

Me sentí humillado. Lo único que impidió que me pusiera a protestar a gritos fue que sabía que Vashet lo consideraría tremendamente grosero.

– Celean, te presento a Kvothe -dijo Vashet en adémico.

La niña me miró de arriba abajo, evaluándome; entonces dio medio paso adelante, sin timidez. Un cumplido. Me consideraba suficientemente amenazador como para querer estar a una distancia de mí que le permitiera golpearme en caso necesario. Se acercó más de lo que lo habría hecho con un adulto, porque era más baja.

Hice el signo de saludo educado.

Celean me devolvió el saludo con el mismo signo. Quizá fueran imaginaciones mías, pero me pareció que el ángulo de sus manos incluía el matiz saludo educado no subordinado.

No sé si Vashet lo vio, pero no hizo ningún comentario.

– Quiero que vosotros dos peleéis -dijo.

Celean volvió a mirarme de arriba abajo con aquella imperturbabilidad típicamente adémica. El viento le agitaba el cabello, y vi que tenía un corte que todavía no había cicatrizado del todo que iba desde una ceja hasta la línea de crecimiento del pelo.

– ¿Por qué? -preguntó la niña con serenidad. No parecía que tuviera miedo. Más bien parecía que no se le ocurriera ninguna razón para pelear conmigo.

– Porque hay cosas que podéis aprender el uno del otro -respondió Vashet-. Y porque lo digo yo.

Vashet me hizo un signo: atiende.

– El Ketan de Celean es excepcional. Tiene años de experiencia, y sería un difícil rival para dos niñas de su tamaño.

Vashet le dio dos golpecitos en el hombro a Celean. Cautela.

– El Ketan es nuevo para Kvothe. Todavía tiene mucho que aprender. Pero es más fuerte que tú, y más alto, y llega más lejos. Además tiene la astucia de un bárbaro.

Miré a Vashet, sin saber si se burlaba de mí o no.

– Además -continuó Vashet dirigiéndose a Celean-, seguramente cuando crezcas tendrás la estatura de tu madre, de modo que debes practicar con contrincantes más altos que tú. -Atiende-. Por último, está aprendiendo nuestro idioma, y no debes burlarte de él por ese motivo.

La niña asintió con la cabeza. Me fijé en que Vashet no había especificado que tampoco podía burlarse de mí por otros motivos.

Vashet se enderezó y dijo con formalidad:

– No hagáis nada con intención de lesionar. -Ayudándose con los dedos, enumeró las reglas que me había enseñado cuando empezáramos a pelear con las manos-. Podéis golpear fuerte, pero no con crueldad. Tened cuidado con la cabeza y el cuello, y no golpeéis en los ojos. Cada uno es responsable de la seguridad del otro. Si alguno de vosotros consigue una rendición clara del otro, debéis respetarla. Señalizad limpiamente y considerad el combate terminado.

– Todo eso ya lo sé -dijo Celean. Irritación.

– Nunca está de más repetirlo -replicó Vashet. Reprimenda severa-. Perder una pelea es perdonable. Perder los estribos no lo es. Por eso te he traído aquí a ti, y no a cualquier niño. ¿Acaso he elegido mal?

Celean agachó la cabeza. Pesar y arrepentimiento. Aceptación y vergüenza.

Vashet se dirigió a los dos:

– Lesionar al contrincante por descuido no es del Lethani.

No acababa de entender que golpear a una niña de diez años sí fuera del Lethani, pero me abstuve de comentarlo.

Vashet nos dejó solos y se dirigió hacia un banco de piedra que había a unos diez metros, donde estaba sentada otra mujer con el rojo de mercenario. Celean hizo un signo complicado que no reconocí hacia la espalda de Vashet.

Entonces la niña se volvió hacia mí y me miró de arriba abajo.

– Nunca había peleado con un bárbaro -dijo tras una larga pausa-. ¿Todos sois rojos? -Levantó una mano y se tocó el pelo para aclarar lo que había querido decir.

Negué con la cabeza.

– No, la mayoría no lo son.

Celean titubeó; entonces estiró un brazo.

– ¿Puedo tocarlo?

Estuve a punto de sonreír, pero me contuve. Agaché un poco la cabeza y me acerqué para que pudiera tocarme.

Celean me pasó la mano por el pelo y luego frotó un mechón con el índice y el pulgar.

– Es suave. -Rió un poco-. Pero parece metal.

Me soltó el pelo y se apartó a una distancia formal. Hizo el signo de gracias educadas y levantó ambas manos.

– ¿Estás preparado?

Asentí con la cabeza, indeciso, y levanté también las manos.

No estaba preparado. Celean se lanzó hacia delante y me cogió desprevenido. Me lanzó un puñetazo directamente a la entrepierna. Me agaché por instinto y recibí el golpe en el estómago.

Por suerte, a esas alturas ya sabía cómo encajar un puñetazo, y tras un mes de duros entrenamientos, mi estómago era una lámina de músculo. Con todo, fue como si me hubieran lanzado una piedra, y supuse que a la hora de la cena tendría un buen cardenal.

Planté firmemente los pies y lancé una patada exploratoria. Quería saber cuán asustadiza era Celean, y confiaba en hacerla retroceder para asentar mi equilibrio y poder aprovechar mejor la ventaja que me proporcionaba mi superior estatura.