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No lo dijo con un tono fantasioso e infantil, como si soñara despierta que se comía un pastel entero. Tampoco lo dijo con tono jactancioso, como si describiera un plan que hubiera ideado ella sola y que considerase muy inteligente.

Lo dijo con una intensidad templada. Era como si sencillamente me estuviera explicando quién era. Mejor aún: como si estuviera explicándoselo a sí misma.

– También iré a tu tierra -dijo mirándome. Incuestionable-. Y aprenderé el Ketan bárbaro que tus mujeres te ocultan.

– Te llevarás una decepción -dije-. No me he equivocado de palabra. Sé decir «secreto». Lo que quiero decir es que de donde yo vengo, muchas mujeres no pelean.

Celean volvió a hacer girar la muñeca, desconcertada, y comprendí que tenía que ser más explícito.

– De donde yo vengo, la mayoría de las mujeres se pasan la vida sin empuñar una espada. La mayoría no sabría cómo golpear a alguien con el puño ni con el canto de la mano. No conocen ningún Ketan. No pelean nunca. -Enfaticé la última frase con el signo de firme negación.

Con eso pareció que ya me había hecho entender. Pensé que estaría horrorizada, pero se quedó allí plantada, mirándome con gesto inexpresivo y con las manos quietas, como si no supiera qué pensar de lo que acababa de oír. Era como si le hubiera explicado que de donde yo venía las mujeres no tenían cabeza.

– ¿No pelean? -preguntó, incrédula-. ¿Ni con los hombres ni entre ellas ni con nadie?

Negué con la cabeza.

Hubo una pausa larguísima. Celean arrugó la frente y me di cuenta de que se esforzaba para asimilar aquella idea. Confusión. Consternación.

– Entonces, ¿qué hacen? -dijo por fin.

Pensé en las mujeres que conocía: Mola, Fela, Devi.

– Muchas cosas -respondí, y tuve que improvisar para explicarme con mi limitado léxico-. Hacen dibujos en las piedras. Compran y venden dinero. Escriben en libros.

Celean pareció relajarse mientras yo recitaba esa lista, como si la aliviara oír que esas mujeres extrañas, que no tenían Ketan, no estaban esparcidas por el campo como cadáveres sin huesos.

– Curan a los enfermos y a los heridos. Hacen… -Estuve a punto de decir «hacen música y cantan canciones», pero me contuve a tiempo-. Hacen juegos y plantan trigo y cuecen pan.

Celean se quedó pensando un buen rato.

– Yo preferiría hacer esas cosas y pelear también -dijo con decisión.

– Algunas mujeres lo hacen, pero muchas no lo consideran del Lethani. -Utilicé la expresión «del Lethani» porque no se me ocurría cómo decir «comportamiento adecuado» en adémico.

Celean hizo los signos de agudo desdén y reproche. Me sorprendió comprobar que me dolía mucho más proviniendo de aquella niña con su camisa amarilla de lo que me había dolido jamás proviniendo de Tempi o Vashet.

– El Lethani es el mismo en todas partes -afirmó-. No es como el viento, que cambia de un lugar a otro.

– El Lethani es como el agua -repliqué sin pensar-. Es inalterable en sí, pero cambia de forma para adaptarse a diferentes lugares. Es el río y es la lluvia.

Celean me miró fijamente. No era una mirada furiosa, pero proviniendo de un Adem tenía el mismo efecto.

– ¿Y tú quién eres para decir si el Lethani es una cosa o la otra?

– ¿Y tú? ¿Quién eres?

Celean se quedó mirándome un momento y frunció ligeramente las pálidas cejas. Entonces soltó una risotada y levantó las manos.

– Yo soy Celean -proclamó-. Mi madre es de la tercera piedra. Soy Adem de nacimiento, y soy la que te tirará al suelo. Y cumplió su palabra.

Capítulo 118

Propósito

Vashet y yo peleábamos por los montes de Ademre.

Después de tanto tiempo, ya apenas notaba el viento. Era tan parte del paisaje como aquel terreno escabroso bajo mis pies. Algunos días soplaba muy suave, una brisa que solo trazaba dibujos en la hierba o me metía el pelo en los ojos. Otros días era lo bastante fuerte para hacer que la tela suelta de mi ropa me restallara contra la piel. Podía venir de direcciones insospechadas sin previo aviso y empujarte como si una mano te presionara firmemente entre los omoplatos.

– ¿Por qué dedicamos tanto tiempo a la pelea con las manos? -pregunté a Vashet mientras hacía Arrancar Tréboles.

– Porque lo haces mal -respondió Vashet bloqueándome con Agua en Abanico-. Porque me haces sentir vergüenza cada vez que peleamos. Y porque tres de cada cuatro veces pierdes con una niña que mide la mitad que tú.

– Pues todavía lo hago peor con la espada -dije mientras caminaba en círculo buscando un hueco.

– Sí, lo haces peor -admitió Vashet-. Por eso no te dejo pelear con nadie, salvo conmigo. Eres demasiado alocado. Podrías lastimar a alguien.

Sonreí.

– Creía que de eso se trataba.

Vashet arrugó el ceño; entonces estiró un brazo, como si nada, y me sujetó por la muñeca y el hombro, retorciéndome con el Oso Dormido. Con la mano derecha me sujetaba la muñeca contra la cabeza, estirándome el brazo en un ángulo antinatural, mientras con la izquierda me apretaba fuertemente el hombro. Impotente, me vi obligado a doblarme por la cintura, mirando al suelo.

– Veb -dije, rindiéndome.

Pero Vashet no me soltó. Me retorció el brazo y aumentó la presión que ejercía sobre mi hombro. Empezaron a dolerme los huesecillos de la muñeca.

– Veh -dije un poco más alto, creyendo que no me había oído. Pero Vashet siguió sujetándome y retorciéndome más y más la muñeca-. Vashet. -Intenté girar la cabeza para mirarla, pero lo único que veía desde ese ángulo era su pierna.

– Si se tratara de lesionar a alguien -dijo-, ¿por qué iba a soltarte?

– No he querido decir eso… -Vashet me apretó más fuerte, y me callé.

– ¿Cuál es el propósito del Oso Dormido? -me preguntó con calma.

– Incapacitar a tu oponente -contesté.

– Muy bien. -Vashet empezó a aplastarme con la fuerza lenta y constante de un glaciar. El dolor sordo empezó a aumentar en mi hombro y en mi muñeca-. Dentro de poco, tu brazo se saldrá de la articulación del hombro. Tus tendones se estirarán y se separarán del hueso. Tus músculos se desgarrarán y tu brazo quedará colgando como un trapo húmedo. ¿Habrá conseguido el Oso Dormido cumplir su propósito?

Me retorcí un poco, por puro instinto animal. Pero solo logré convertir aquella quemazón en un dolor todavía más agudo, así que paré. No era la primera vez que, durante el entrenamiento, Vashet me inmovilizaba con una posición ineludible. En esos casos, siempre me quedaba sin recursos, pero nunca me había sentido como aquella vez.

– El propósito del Oso Dormido es el control -dijo Vashet con calma-. Ahora mismo podría hacer contigo lo que quisiera. Puedo moverte, o romperte, o soltarte.

– Prefiero que me sueltes -dije tratando de sonar más esperanzado que desesperado.

Hubo una pausa. Entonces Vashet me preguntó con la misma serenidad:

– ¿Cuál es el propósito del Oso Dormido?

– El control.

Noté que sus manos me soltaban, y me levanté haciendo rodar el hombro despacio para aliviar el dolor.

Vashet se quedó allí plantada mirándome con el ceño fruncido.

– La finalidad de todo esto es el control. Primero debes controlarte a ti mismo. Luego puedes controlar tu entorno. Luego consigues controlar a quien quiera que se te ponga delante. Eso es el Lethani.

Llevaba casi un mes en Haert, y tenía la impresión de que todo marchaba bien. Vashet reconocía que mi conocimiento del idioma estaba mejorando, y me felicitaba diciéndome que ya no hablaba como un imbécil sino como un crío.

Seguía encontrándome con Celean en el prado junto al árbol espada. Yo anhelaba esos encuentros pese a que Celean me daba unas palizas tremendas. Tardé tres días en vencerla.