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Es una estrofa interesante para añadir a la larga historia de mi vida, ¿no os parece?

Venid todos, acercaos

si queréis oír el relato

de cómo Kvothe el Sin Sangre,

con audacia y osadía,

peleó contra una chiquilla

de no más de diez años.

Sabréis de su valentía

y del gozo que sintió

cuando su certero golpe derribó

a aquella cría.

Por feo que pueda sonar, me sentí orgulloso, y con razón. Hasta Celean me felicitó; parecía muy sorprendida de que lo hubiera conseguido. Allí, a la sombra alargada del árbol, me enseñó su variante a dos manos de Romper León como recompensa, y me obsequió con el halago de una sonrisa picara.

Ese mismo día terminamos pronto el número de combates que nos habían prescrito. Fui a sentarme en una piedra cercana, que había sido labrada para convertirla en un cómodo asiento. Me froté la docena de puntos doloridos con que había salido del combate y me dispuse a observar el árbol espada hasta que Vashet viniera a buscarme.

Pero Celean no era de las que se sientan a esperar. Fue hacia el árbol espada y se quedó de pie a solo unos palmos de él, donde las ramas más largas oscilaban y danzaban agitadas por el viento, haciendo girar las hojas, redondas y afiladas, en círculos vertiginosos.

De pronto agachó los hombros y se metió corriendo bajo la copa, en medio del millar de hojas que giraban frenéticamente.

Me quedé tan asustado que no pude gritar, pero hice ademán de levantarme hasta que oí reír a Celean. La vi correr, brincar y girar; su menudo cuerpo esquivaba las hojas que el viento desprendía como si jugara al corre que te pillo. Ya estaba a medio camino del tronco y se detuvo. Agachó la cabeza, estiró un brazo y apartó de un manotazo una hoja que de otra forma le habría cortado.

No. No fue un manotazo sin más. Hizo Nieve que Cae. Entonces la vi acercarse aún más al tronco, zigzagueando y protegiéndose. Primero hizo Doncella que se Peina y luego Bailar hacia Atrás.

Entonces saltó hacia un lado, abandonando el Ketan. Se agachó y corrió por un hueco entre las hojas hasta llegar al tronco del árbol, y una vez allí le dio una palmada.

Y de nuevo se metió bajo las hojas. Hizo Prensar Sidra, se agachó, giró sobre sí misma y corrió hasta que salió de debajo de la copa del árbol. No gritó, triunfante, como habría hecho cualquier niño de la Mancomunidad, sino que saltó hacia arriba con las manos en alto en señal de victoria. Entonces, sin parar de reír, hizo una voltereta lateral.

Conteniendo la respiración, vi a Celean practicar ese juego una y otra vez, entrando y saliendo de debajo de las hojas danzantes del árbol. No siempre llegaba hasta el tronco. En dos ocasiones salió corriendo, escapando de las hojas, antes de haberlo tocado, e incluso estando sentado lejos pude ver que eso la enfurecía. Una vez resbaló y tuvo que salir de debajo de las hojas a gatas.

Pero consiguió llegar hasta el tronco y volver cuatro veces, y cada vez celebró su huida levantando las manos, riendo y haciendo una sola voltereta lateral perfecta.

No paró hasta que regresó Vashet. Observé desde la distancia que Vashet se dirigía furiosa hacia ella y la regañaba severamente. No oí lo que decían, pero su lenguaje corporal era fácil de interpretar. Celean tenía la cabeza agachada y dibujaba en el suelo con los pies. Vashet la apuntaba con el dedo índice y le dio un coscorrón en un lado de la cabeza. Era la regañina que habría recibido cualquier niño. No entres en el jardín de los vecinos. No molestes a las ovejas de los Benton. No juegues al corre que te pillo entre el millar de cuchillos giratorios del árbol sagrado de tu pueblo.

Capítulo 119

Manos

Cuando Vashet consideró que mi adémico era solo moderadamente vergonzoso, lo organizó para que hablara con unos cuantos habitantes de Haert.

Conocí a un anciano parlanchín que hilaba hilo de seda mientras hablaba por los codos contando historias extrañas, absurdas y medio delirantes. Había una en que un niño se ponía los zapatos en la cabeza para impedir que mataran a un gato, en otra una familia juraba comerse una montaña piedra a piedra. Yo no les encontraba ningún sentido, pero le escuché educadamente y me bebí la cerveza dulce que me ofrecía.

Conocí a dos hermanas gemelas que fabricaban velas y me enseñaron los pasos de unos bailes extraños. Pasé una tarde con un leñador que durante horas no me habló de otra cosa más que de su trabajo.

Al principio pensé que eran miembros importantes de la comunidad. Creí que tal vez Vashet estuviera exhibiéndome ante ellos para demostrar lo civilizado que me había vuelto.

Hasta que no pasé una mañana con Dos Dedos no me di cuenta de que Vashet me había enviado a hablar con cada una de aquellas personas con la esperanza de que aprendiera algo de ellas.

Dos Dedos no era su auténtico nombre, pero es como yo lo llamaba para mis adentros. Era uno de los cocineros de la escuela, y lo veía en todas las comidas. Su mano izquierda estaba intacta, pero la derecha la tenía mutilada y solo conservaba el índice y el pulgar.

Vashet me envió a verlo por la mañana, y preparamos juntos la comida mientras charlábamos. Se llamaba Naden. Me contó que había pasado diez años entre los bárbaros. Es más, había llevado más de doscientos treinta talentos de plata a la escuela antes de quedar lisiado y no poder seguir peleando. Eso lo mencionó varias veces, y me di cuenta de que era un motivo de orgullo especial para él.

Sonaron las campanadas y empezó a entrar gente en el comedor. Naden se encargó de servir el estofado que habíamos cocinado, caliente y espeso, con trozos de carne de ternera y zanahorias. Yo cortaba rebanadas de pan blanco recién hecho para quienes lo querían. Intercambié cabezadas y algún que otro signo educado con las personas que estaban en la cola. Procuré limitar al máximo el contacto visual, y traté de convencerme de que el hecho de que muy poca gente se interesara por el pan ese día solo era una coincidencia.

Carceret exhibió sus sentimientos ante todos. Primero avanzó hasta la cabeza de la cola; entonces hizo el signo de asco nauseante, bien visible, antes de marcharse dejando la bandeja de madera.

Después, Naden y yo lavamos los platos.

– Vashet dice que avanzas muy poco con la espada -dijo sin preámbulos-. Dice que temes demasiado por tus manos, y que eso te hace vacilar. -Firme reproche.

Me quedé parado por lo repentino de aquel comentario, y tuve que contener el impulso de quedarme mirando la mano mutilada del cocinero. Asentí con la cabeza, pues temía meter la pata si decía algo.

Naden dejó la olla de hierro que estaba fregando y levantó la mano ante el cuerpo. Era un gesto desafiante, y la expresión de su rostro era de dureza. Entonces le miré la mano, como si no supiera que hacerlo era de mala educación. Solo le quedaban el índice y el pulgar, suficiente para coger cosas, pero no para hacer trabajos delicados. La mitad de la mano que conservaba era una masa de cicatrices fruncidas.

Mantuve un semblante impasible, pero me costó. En cierto modo, me hallaba ante mi miedo más profundo. Me sentí acomplejado por mis manos intactas, y contuve el impulso de apretar los puños o esconderlas detrás de la espalda.

– Hace doce años que esta mano no sujeta una espada -dijo Naden. Ira orgullosa. Pesar-. He pensado mucho en el combate en que perdí los dedos. Ni siquiera los perdí con un contrincante capacitado. Me los cortó un bárbaro cuyas manos eran más adecuadas para manejar una pala que una espada.

Dobló los dos dedos que le quedaban. En cierto modo tenía suerte. En Haert había otros Adem a los que les faltaba una mano entera, o un ojo, o una extremidad hasta el codo o la rodilla.

– He pensado mucho. ¿Qué podría haber hecho para salvar la mano? He pensado en mi contrato, por el que me comprometía a proteger a un barón en cuyas tierras se había producido un levantamiento. Pienso: ¿y si no hubiera firmado aquel contrato? Pienso: ¿y si hubiera perdido la mano izquierda? Entonces no podría hablar, pero podría sujetar una espada. -Dejó caer la mano junto al costado-. Pero con sujetar una espada no basta. Un mercenario que se precie necesita dos manos. Con una sola nunca podría hacer Amante Asomado a la Ventana ni Oso Dormido…