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Encogió los hombros.

– Es el vicio de mirar atrás. Puedes pasarte la vida mirando hacia atrás, pero no sirve de nada. Vestí el rojo con orgullo. Traje más de doscientos treinta talentos a la escuela. Era de la segunda piedra, y con el tiempo habría llegado a la tercera.

Naden volvió a levantar la mano mutilada.

– Si hubiera vivido con temor a perder la mano, no habría conseguido nada de eso. Si me hubiera acobardado, nunca me habrían aceptado en la Latantha. No habría alcanzado la segunda piedra. Estaría entero, pero sería menos de lo que soy ahora.

Se dio la vuelta y siguió fregando cacharros. Al cabo de un momento, lo imité.

– ¿Es muy duro? -pregunté en voz baja. No pude evitarlo.

Naden tardó un buen rato en contestar.

– Cuando sucedió, creí que no sería tan duro. Otros han sufrido peores heridas. Otros han muerto. Yo tuve más suerte que ellos.

Inspiró hondo y soltó el aire lentamente.

– Traté de convencerme de que no era tan grave. Quise creer que mi vida continuaría. Pero no. La vida se detiene. Pierdes mucho. Lo pierdes todo.

Hizo una pausa y añadió:

– Cuando sueño, tengo dos manos.

Terminamos de lavar los platos en silencio. A veces eso es lo único que puedes compartir.

Celean también tenía una lección que darme: que hay contrincantes que no dudan en darle a un hombre puñetazos, patadas o codazos dirigidos a los genitales.

Nunca eran lo bastante fuertes para lesionarme permanentemente, claro. Celean llevaba años peleando, pese a su corta edad, y tenía ese control que Vashet tanto valoraba. Pero eso significaba que sabía exactamente lo fuerte que podía pegar para dejarme aturdido y paralizado, haciendo que su victoria fuera incuestionable.

Me senté en la hierba, pálido y con náuseas. Después de incapacitarme, Celean me había dado una palmadita consoladora en el hombro, y luego se había largado tan campante. Seguro que se fue a bailar entre las ramas oscilantes del árbol espada.

– Lo estabas haciendo bien hasta el final -dijo Vashet sentándose en el suelo enfrente de mí.

No dije nada. Como un niño que juega al escondite, quise hacerme la ilusión de que si cerraba los ojos y permanecía completamente quieto, el dolor no podría encontrarme.

– Venga, la he visto pegarte -dijo Vashet quitándole importancia-. No ha sido tan fuerte. -La oí suspirar-. Pero si necesitas que alguien te examine y compruebe que sigue todo intacto…

Me reí como pude. Y fue un error. Un dolor insoportable se desenroscó en mi entrepierna, extendiéndose hasta mi rodilla y ascendiendo hasta mi esternón. Me entraron náuseas, y abrí los ojos para serenarme.

– Lo superará -dijo Vashet.

– Eso espero -dije apretando los dientes-. Es una costumbre muy perniciosa.

– No me refería a eso -dijo Vashet-. Lo que quiero decir es que será más alta. Espero que entonces distribuya mejor sus atenciones por todo el cuerpo. Ahora ataca la entrepierna con demasiada frecuencia. Eso hace que sea fácil predecir sus movimientos y defenderse de ellos. -Me miró elocuentemente-. Para cualquiera con un poco de vista.

Volví a cerrar los ojos.

– Dejemos las lecciones para más tarde, Vashet -supliqué-. Estoy a punto de vomitar el desayuno de ayer.

Vashet se puso en pie.

– Pues a mí me parece un momento idóneo para una lección. Levántate. Debes aprender a pelear estando herido. Es una habilidad valiosísima que Celean te ha brindado la oportunidad de practicar. Deberías agradecérselo.

Sabía que era inútil discutir, así que me levanté y empecé a caminar con mucho cuidado hacia mi espada de entrenamiento.

– No. Solo con las manos -dijo Vashet sujetándome por el hombro.

Di un suspiro.

– ¿Es imprescindible, Vashet?

Me miró arqueando una ceja.

– ¿Qué es imprescindible?

– Que sigamos concentrándonos en la pelea con las manos -dije-. Me estoy quedando muy atrasado con la espada.

– ¿Acaso no soy tu maestra? -me preguntó-. ¿Quién eres tú para decidir qué es lo mejor?

– Soy quien tendrá que utilizar estas habilidades en el mundo -respondí con decisión-. Y en el mundo, preferiría pelear con una espada que con los puños.

Vashet bajó las manos; su semblante no revelaba nada.

– Y eso ¿por qué?

– Porque los otros tienen espadas -dije-. Y si voy a pelear, quiero ganar.

– ¿Es más fácil ganar una pelea con una espada? -me preguntó.

La aparente calma de Vashet debió servirme de advertencia de que estaba pisando una capa de hielo muy fina, pero el intenso dolor que irradiaba de mi entrepierna me distraía. Aunque sinceramente, incluso si no hubiera estado distraído, es posible que no me hubiese fijado. Me sentía a gusto con Vashet, demasiado a gusto para mantenerme en guardia.

– Claro -dije-. Si no, ¿por qué llevan espada?

– Esa es una buena pregunta. ¿Por qué llevamos espadas?

– ¿Por qué se lleva cualquier cosa? Para utilizarla.

Vashet me miró con profundo desagrado.

– Entonces, ¿por qué nos molestamos en hacerte aprender adémico? -Me lo preguntó muy enojada; me agarró por el mentón, me apretó las mejillas y me obligó a abrir la boca, como si fuera un paciente de la Clínica que se resistía a tomarse la medicina-. ¿Para qué necesitas esa lengua si te bastará con una espada? Contéstame.

Intenté soltarme, pero Vashet era más fuerte que yo. Intenté apartarla de un empujón, pero ella me apartó las manos como si yo fuera un crío.

Vashet me soltó la cara; entonces me agarró la muñeca y me puso la mano delante de la cara.

– ¿Por qué tienes manos y no cuchillos al final de los brazos?

Me soltó la muñeca y me golpeó con fuerza en la cara con la palma de la mano.

Si dijera que me dio un bofetón, os haríais una idea equivocada. Aquello no fue una bofetada teatral como las que se ven en los escenarios. Tampoco fue la bofetada ofendida e hiriente que le da una dama de honor a un noble de piel suave que se sobrepasa. Tampoco fue la bofetada, más profesional, de una camarera que se defiende de las atenciones inoportunas de un borracho.

No. Ni siquiera debería llamarlo bofetón. Un bofetón se da con los dedos o con la palma. Te duele o te sorprende. Vashet me golpeó con toda la mano abierta, pero detrás estaba la fuerza de su brazo. Detrás estaba su hombro. Detrás estaba la compleja maquinaria de sus caderas pivotantes, sus robustas piernas afianzadas en el suelo, y hasta el suelo que tenía bajo los pies. Fue como si toda la creación me golpeara a través de la palma de su mano, y la única razón por la que no me dejó lisiado es que, pese a estar enfurecida, Vashet siempre se controlaba a la perfección.

Como se controlaba, Vashet no me dislocó la mandíbula ni me dejó inconsciente. Pero consiguió que me entrechocaran los dientes y que me zumbaran los oídos. Hizo que mis ojos giraran en sus cuencas y que se me doblaran las piernas. Si Vashet no me hubiera sujetado por el hombro, me habría caído.

– ¿Acaso crees que te estoy enseñando los secretos de la espada para que vayas por ahí utilizándolos? -me preguntó. Me pareció percibir que gritaba. Era la primera vez que oía gritar a un Adem-. ¿Es eso lo que crees que estamos haciendo?

Me tenía sujeto, estupefacto, y volvió a golpearme. Esa vez la mano me alcanzó la nariz. Noté un dolor increíble, como si alguien me hubiera clavado una astilla de hielo en el cerebro. Eso me sacó de golpe de mi aturdimiento, de modo que estaba completamente alerta cuando me golpeó por tercera vez.