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Vashet me sujetó un momento mientras todo me daba vueltas, y entonces me soltó. Di un paso vacilante y me derrumbé como un títere al que cortan los hilos. No estaba inconsciente, sino profundamente aturdido.

Tardé mucho en recuperarme. Cuando por fin conseguí incorporarme y sentarme, noté el cuerpo quebrantado y difícil de manejar, como si me lo hubieran desmontado y me lo hubieran vuelto a juntar de otra manera.

Para cuando recuperé los sentidos lo suficiente para mirar alrededor, estaba solo.

Capítulo 120

Favores

Dos horas más tarde estaba sentado en el comedor, solo. Me dolía la cabeza y tenía un lado de la cara caliente e hinchado. En algún momento me había mordido la lengua, y me dolía al comer y todo me sabía a sangre. Mi estado de ánimo era el que os imagináis, pero peor.

Cuando vi una silueta roja sentándose en el banco enfrente de mí, no me atreví a levantar la cabeza. Si se trataba de Carceret, ya era malo; y si se trataba de Vashet, aún más. Había esperado hasta que el comedor quedara casi vacío para entrar, con la esperanza de rehuirlas a ambas.

Pero al alzar la vista, descubrí que era Penthe, la temible joven que había vencido a Shehyn.

– Hola -me dijo en atur, con un poco de acento.

La saludé con el signo saludo educado formal. Tal como me había ido el día, pensé que sería mejor extremar las precauciones. A juzgar por los comentarios de Vashet, Penthe era un miembro respetado y de alto rango de la escuela.

Y sin embargo era muy joven. Quizá fuera por su constitución menuda o por su cara en forma de corazón, pero no aparentaba más de veinte años.

– ¿Podemos hablar en tu idioma? -me preguntó en atur-. Me harías un favor. Necesito practicarlo.

– Claro que sí -respondí-. Hablas muy bien. Me das envidia. Cuando hablo adémico, me siento como un hombretón más grande que un oso, con unas botas enormes, que va dando tumbos por ahí.

Penthe dejó asomar una sonrisa tímida; inmediatamente se tapó la boca con una mano y se sonrojó un poco.

– ¿Es correcto? ¿Sonreír?

– Sí, es correcto. Y educado. Una sonrisa como esa significa un leve regocijo. Y encaja perfectamente, porque lo que he dicho era una pequeña broma.

Penthe se quitó la mano de la boca y volvió a sonreír con timidez. Era encantadora como las flores de primavera. Mirarla me reconfortaba el corazón.

– En otras circunstancias, yo te devolvería la sonrisa -expliqué-. Pero me preocupa que los otros lo consideren de mala educación.

– Por favor -dijo ella, e hizo una serie de signos lo bastante amplios para que los vieran todos. Invitación abierta. Súplica implorante. Acogida calurosa-. Necesito practicar.

Sonreí, aunque no tan abiertamente como lo habría hecho de costumbre. En parte por prudencia, y en parte porque me dolía la cara.

– Es agradable volver a sonreír -dije.

– A mí me causa inseguridad. -Fue a hacer un signo, pero se detuvo. Su expresión cambió, y entornó un poco los ojos, como si estuviera molesta.

– ¿Esto? -pregunté, e hice el signo de leve preocupación.

Penthe asintió.

– ¿Cómo se hace eso con la cara?

– Es así. -Junté ligeramente las cejas-. Además, como eres una mujer, tú harías esto. -Fruncí un poco los labios-. Yo haría esto, porque soy un hombre. -Llevé las comisuras de los labios hacia abajo.

Penthe me miró con cara de perplejidad. Aterrorizada.

– ¿Los hombres y las mujeres lo hacen diferente? -preguntó con un tono que delataba incredulidad.

– Solo algunas expresiones -la tranquilicé-. Y solo algunas cosas sin importancia.

– Hay tantas cosas -dijo, y en su voz se filtró un deje de congoja-. Con la familia, uno sabe qué significa cada pequeño movimiento de la cara. Creces observando. Aprendes a interpretarlo todo. Los amigos de la infancia, antes de que aprendas a no sonreír por todo… Con ellos es fácil. Pero esto… -Sacudió la cabeza-. ¿Cómo es posible acordarse de cuándo es correcto enseñar los dientes? ¿Con qué frecuencia tengo que contactar a los ojos?

– Te entiendo -dije-. Yo hablo muy bien en mi idioma. Puedo expresar los significados más complejos. Pero aquí, eso es inútil. -Suspiré-. Me cuesta mucho mantener un gesto inexpresivo. Es como si contuviera la respiración todo el tiempo.

– No siempre -replicó Penthe-. No siempre ponemos la misma cara. Cuando estás con… -En lugar de terminar la frase, hizo un rápido signo de disculpa.

– Yo no tengo amigos aquí -dije. Leve pesar-. Creía que estaba intimando con Vashet, pero me temo que hoy lo he estropeado todo.

Penthe asintió con la cabeza.

– Ya lo he visto. -Estiró un brazo y me pasó el pulgar por la mejilla. Lo noté frío contra la hinchazón-. Debes de haberla hecho enfadar mucho.

– Sí, lo noto por cómo me zumban los oídos.

– No -dijo Penthe sacudiendo la cabeza-. Por las marcas. -Esa vez se señaló la cara-. Si se tratara de otra persona, quizá fuera un error, pero Vashet no te dejaría una marca así si no quisiera que la vieran todos.

Noté un vacío en el estómago, y sin querer me llevé una mano a la cara. Claro. No había sido simplemente un castigo. Era un mensaje para todo Ademre.

– Qué tonto soy -dije en voz baja-. No me había dado cuenta.

Comimos en silencio unos minutos, y entonces pregunté:

– ¿Por qué te has sentado conmigo?

– Cuando te he visto, he pensado que había oído hablar mucho de ti, pero que no sabía nada de primera mano. -Una pausa.

– Y ¿qué dicen de mí? -pregunté esbozando una sonrisa irónica.

Penthe estiró un brazo y me tocó una comisura de los labios con las yemas de los dedos.

– Eso -dijo-. ¿Qué significa la sonrisa ladeada?

Hice el signo de burla amable.

– Pero no me burlo de ti, sino de mí mismo. Me imagino lo que dirán.

– No todo es malo -repuso Penthe con dulzura.

Entonces alzó la vista y me miró a los ojos. Parecían enormes en su pequeña cara, y de un gris un poco más oscuro que los de los otros Adem. Eran tan brillantes y limpios que cuando sonrió, sentí que se me partía el corazón. Noté que se me anegaban los ojos de lágrimas, y agaché rápidamente la cabeza, abochornado.

– ¡Oh! -dijo Penthe en voz baja, y rápidamente hizo el signo de disculpa afligida-. No. Hago mal las sonrisas y los contactos de ojos. Quería decir esto. -Ánimo y apoyo.

– Lo haces bien -dije sin levantar la cabeza, y parpadeé varias veces seguidas para contener las lágrimas-. Es un favor inesperado en un día en que no merezco tal cosa. Eres la primera que habla conmigo por decisión propia. Y tu rostro tiene una dulzura que me hiere el corazón. -Hice gratitud con la mano izquierda, y me alegré de no tener que mirarla a los ojos para demostrarle lo que sentía.

Penthe tendió la mano izquierda por encima de la mesa y cogió la mía. Entonces le dio la vuelta a mi mano y presionó suavemente consuelo sobre mi palma.

La miré y compuse una sonrisa que pretendía ser tranquilizadora.

Penthe la imitó casi a la perfección, y entonces volvió a taparse la boca.

– Sonreír sigue produciéndome inseguridad.

– Pues no debería ser así. Tienes unos labios perfectos para sonreír.

Penthe volvió a mirarme; sus ojos se detuvieron en los míos un breve instante.

– ¿De verdad?

Asentí.

– En mi idioma, son unos labios sobre los que compondría… -Me interrumpí y rompí a sudar al darme cuenta de que había estado a punto de decir «una canción».

– ¿Un poema? -sugirió Penthe amablemente.

– Sí-me apresuré a decir-. Son unos labios dignos de un poema.