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– ¿Es esto lo habitual? -pregunté.

Vashet negó con la cabeza.

– Podría fingir ignorancia. Pero sospecho que Carceret ha hecho correr la voz.

– ¿Pueden ellos anular la decisión de Shehyn? -pregunté.

– No. Esta es su escuela, y decide ella. Nadie se atrevería a disputarle el derecho a tomar esa decisión. -Hizo el signo sin embargo con la mano junto al costado.

– Muy bien -dije.

Vashet me tomó una mano entre las suyas, me la apretó y la soltó.

Caminé hacia el árbol espada. El viento amainó un momento, y la tupida copa de ramas colgantes me recordó al árbol donde había encontrado al Cthaeh. No fue un pensamiento reconfortante.

Me quedé mirando cómo giraban las hojas, tratando de no pensar en lo afilado de sus bordes. En que iban a cortarme. En que se deslizarían a través de la fina piel de mis manos y me cortarían los delicados tendones que había debajo.

Desde el perímetro de la copa hasta la seguridad del tronco no podía haber más de diez metros. No era mucho, según cómo se mirara…

Me acordé de Celean corriendo a lo loco entre las hojas. La recordé saltando y apartando las ramas a manotazos. Si ella podía hacerlo, seguro que yo también.

Pero ya mientras lo pensaba supe que no era verdad. Celean llevaba toda la vida jugando allí. Era delgada como una ramita, rápida como un saltamontes, y medía la mitad que yo. Comparada con ella, yo era un oso torpe y pesado.

Vi a un puñado de mercenarios Adem al otro lado del árbol. Dos de las camisas blancas más intimidantes también estaban allí. Noté sus ojos clavados en mí, y en cierto modo me alegré.

Cuando uno está solo, es fácil tener miedo. Es fácil concentrarse en lo que podría esconderse en la oscuridad, al final de los escalones del sótano. Es fácil obsesionarse con cosas inútiles, como el disparate de adentrarse en una tormenta de cuchillos giratorios. Cuando uno está solo es fácil sudar, derrumbarse, ser presa del pánico…

Pero yo tenía compañía. Y no eran únicamente Vashet y Shehyn quienes me observaban: había una docena de mercenarios además de los jefes de las otras escuelas. Tenía un público. Estaba en el escenario. Y en ningún otro sitio me siento tan cómodo como en un escenario.

Me quedé esperando fuera del alcance de las ramas más largas, atento a que interrumpieran su movimiento. Confiaba en que sus sacudidas aleatorias cesarían un momento y abrirían un camino por el que podría correr, golpeando las hojas que se me acercaran demasiado. Podía utilizar Agua en Abanico para apartarlas de mi cara.

Desde el borde del ramaje, observé; a la espera de esa abertura, tratando de adivinar un patrón. El movimiento del árbol me adormecía, como había hecho tantas veces. Los constantes círculos y arcos que formaba tenían un efecto hipnotizador.

Mientras lo contemplaba, levemente aturdido por su movimiento, noté que mi mente se deslizaba poco a poco hacia el transparente y vacío espacio de la Hoja que Gira. Me di cuenta de que, en realidad, el movimiento del árbol no era en absoluto aleatorio. Tenía un patrón compuesto de infinitos patrones cambiantes.

Y entonces, con la mente abierta y vacía, vi desplegarse el viento ante mí. Fue como si se formara escarcha sobre el cristal de una ventana. Primero, nada; y de pronto vi el nombre del viento con la misma claridad con que veía el dorso de mi propia mano.

Miré alrededor un momento, maravillado. Noté el sabor de su forma en la lengua y comprendí que, si lo deseaba, podía levantarlo y desencadenar un vendaval, una tormenta. Podía reducirlo a un susurro y dejar el árbol espada lacio e inmóvil.

Pero no me pareció que fuera eso lo que debía hacer. Así que abrí bien los ojos y vi dónde decidiría el viento empujar las ramas. Dónde decidiría sacudir las hojas.

Entonces di un paso y me metí bajo el ramaje del árbol, como quien entra tan tranquilo por la puerta de su casa. Di otros dos pasos y me paré cuando un par de hojas cortaron el aire ante mí. Me desvié hacia un lado y hacia delante, y el viento batió otra rama en el espacio que acababa de dejar atrás.

Avancé entre las ramas danzantes del árbol espada. Sin correr o apartándolas frenéticamente con las manos. Andaba con cuidado, con parsimonia. Me di cuenta de que así era como Shehyn se movía cuando peleaba. Sin prisas, aunque a veces fuera rápida. Se movía perfectamente; estaba siempre donde necesitaba estar.

Casi sin darme cuenta, me encontré sobre el círculo de tierra más oscura que rodeaba el grueso tronco del árbol espada. Allí, las hojas giratorias no podían alcanzarme. De momento estaba a salvo; me relajé y me concentré en lo que me estaba esperando.

La espada que había divisado desde el extremo del prado estaba atada al tronco del árbol con un cordón de seda blanca. Estaba a medio desenvainar, y vi que la hoja se parecía a la de la espada de Vashet. El metal era de un gris extraño, bruñido, sin marcas ni imperfecciones.

Sobre una mesita junto al árbol, había una camisa roja, pulcramente doblada por la mitad. También una flecha con plumas blancas y un cilindro de madera pulida como los que se usan para guardar pergaminos.

Me distrajo un destello intenso; me di la vuelta y descubrí una gruesa barra de oro semienterrada en la tierra oscura, entre las raíces del árbol. ¿Sería oro de verdad? Me agaché y lo toqué. Lo noté frío; pesaba tanto que no pude desenterrarlo con una sola mano. ¿Cuánto debía de pesar? ¿Veinte kilos? Suficiente oro para que me pasara toda la vida en la Universidad, por mucho que me subieran la matrícula.

Rodeé lentamente el tronco del árbol y vi un trozo de seda colgado de una de las ramas más bajas. Había otra espada, más sencilla, colgada también con un cordón blanco; y tres flores azules atadas con una cinta azul; y una moneda víntica de medio penique, deslustrada; y una piedra de afilar, plana y alargada, oscura y aceitada.

Entonces llegué al otro lado del árbol y encontré el estuche de mi laúd apoyado contra el tronco.

Verlo allí y saber que alguien había entrado en mi habitación y lo había cogido de debajo de mi cama me produjo una rabia intensa y terrible. Sabía qué pensaban los Adem de los músicos, y eso lo empeoraba. Significaba que sabían que yo no solo era un bárbaro, sino también una puta barata. Lo habían dejado allí para burlarse de mí.

En Imre, después de que Ambrose me rompiera el laúd, dominado por una ira terrible, había llamado al viento. Y lo había llamado en un momento de furia y terror para defenderme de Felurian. Pero esa vez no encontré el nombre del viento como consecuencia de haber sentido una emoción intensa. Lo encontré suavemente, como cuando estiras la mano para atrapar una semilla de cardo que flota.

Cuando reconocí mi laúd, aquel maremágnum de emociones me sacó de golpe de la Hoja que Gira, como un gorrión que recibe una pedrada. El nombre del viento quedó hecho trizas y me dejó vacío y ciego. Miré alrededor y vi las hojas, que danzaban frenéticas, y no distinguí ningún patrón, sino solo un millar de cuchillas que cortaban el aire agitadas por el viento.

Terminé mi lento circuito alrededor del tronco del árbol con un nudo de preocupación cada vez más apretado en el estómago. La presencia de mi laúd ponía en evidencia que cualquiera de aquellos objetos podía ser una trampa.

Vashet me había dicho que el examen no solo consistía en saber qué cogería del árbol. También era importante cómo me lo llevara y lo que hiciera después con ello. Si me llevaba la gruesa barra de oro y se la entregaba a Shehyn, ¿demostraría que tenía intención de aportar dinero a la escuela? ¿O significaría que estaba dispuesto a aferrarme por avaricia a algo pesado y difícil de manejar aunque me pusiera en peligro?

Podía pensar lo mismo de cualquiera de aquellos objetos. Si me llevaba la camisa roja, podían pensar que me esforzaba noblemente por el derecho a llevarla o que, arrogante, me consideraba bastante bueno para unirme a sus filas. Y era aún más cierto en el caso de aquella espada antigua; no tenía ninguna duda de que para los Adem era tan valiosa como la vida de un niño.