Выбрать главу

Di otra vuelta al tronco, despacio, fingiendo que intentaba decidirme por uno de aquellos objetos, cuando en realidad solo pretendía ganar tiempo. Nervioso, volví a examinarlos. Había un librito con un candado de latón; y un huso de hilo de lana gris; y una piedra redonda y lisa sobre un paño blanco.

Mientras los contemplaba, comprendí que cualquier elección que hiciera podría interpretarse de diversas maneras. No tenía suficiente información sobre la cultura adem para adivinar qué podía significar el objeto que escogiese.

Y aunque lo supiera, sin el nombre del viento para guiarme y ayudarme a salir de debajo del ramaje, lo más probable era que quedase hecho trizas. Quizá no lo suficiente para mutilarme, pero sí para dejar claro que era un bárbaro torpe que evidentemente no pintaba nada allí.

Volví a mirar la barra de oro. Si la escogía, al menos su peso me proporcionaría una excusa por haber salido de debajo de la copa torpemente. Quizá hasta consiguiera hacer un buen papel…

Nervioso, di una tercera vuelta al tronco. Noté que el viento arreciaba, soplando con fuerza y haciendo que las ramas se agitaran aún más. Empecé a sudar, y el sudor me enfrió y me hizo temblar.

Y entonces, en medio de aquel momento de angustia, de pronto no pude concentrarme en nada más que en la repentina y apremiante presión de mi vejiga. A mi biología le tenía sin cuidado la gravedad de la situación, y sentí una poderosa necesidad de aliviarme.

De modo que, en medio de una tormenta de cuchillos, en medio de un examen que también era un juicio, lo único en que se me ocurría pensar era orinar contra el tronco del árbol sagrado de la espada mientras me observaba una docena de mercenarios orgullosos y mortíferos.

Era un pensamiento tan horripilante e inapropiado que me eché a reír. Y cuando la risa salió de mí, la tensión que se acumulaba en mi abdomen y me oprimía los músculos de la espalda desapareció. Escogiera lo que escogiese, tendría que ser algo mejor que la opción de mearme en la Latantha.

Entonces, sin aquella ira ardiendo dentro de mí, sin aquel miedo atenazándome, miré las hojas en movimiento que me rodeaban. Otras veces, cuando el nombre del viento me había abandonado, se había ido apagando como un sueño al despertar, irrecuperable como un eco o un suspiro.

Pero aquella vez fue diferente. Había pasado horas observando los patrones de aquellas hojas en movimiento. Miré a través de las ramas del árbol y pensé en Celean saltando y girando sobre sí misma, riendo y corriendo.

Y allí estaba. Como el nombre de un viejo amigo que se me hubiera olvidado solo un instante. Miré entre las ramas y vi el viento. Pronuncié su largo nombre suavemente, y el viento amainó. Lo pronuncié como un débil susurro, y por primera vez desde que llegara a Haert, el viento dejó de soplar.

En aquel paraje donde el viento no cesaba jamás, fue como si de pronto el mundo contuviera la respiración. La incesante danza del árbol espada se ralentizó hasta parar por completo. Como si descansara. Como si hubiera decidido dejarme marchar.

Salí de debajo del árbol y empecé a caminar despacio hacia Shehyn, sin nada en las manos. Mientras andaba, levanté la mano izquierda y rocé deliberadamente el filo de una hoja con la palma.

Me planté ante Shehyn, deteniéndome a una distancia formal. Me quedé mirándola con gesto inexpresivo. De pie, en silencio, inmóvil.

Tendí la mano izquierda, con la palma ensangrentada hacia arriba, y formé un puño. Ese signo significaba dispuesto. Sangraba más de lo que había previsto, y la sangre se filtró entre mis dedos y resbaló por el dorso de mi mano.

Al cabo de un largo momento, Shehyn asintió con la cabeza. Me relajé, y solo entonces volvió a soplar el viento.

Capítulo 124

De nombres

Eres un fanfarrón de mierda, ¿lo sabías? -dijo Vashet mientras caminábamos por el monte.

Incliné un poco la cabeza hacia ella e hice el signo de aceptación sumisa.

Vashet me dio un coscorrón en la cabeza.

– Para, imbécil melodramático. A ellos puedes engañarlos, pero a mí no.

Vashet se llevó una mano al pecho, como si cuchicheara.

– ¿Te has enterado de lo que se llevó Kvothe del árbol espada? Eso que un bárbaro no puede comprender: silencio y quietud. El corazón de Ademre. ¿Y sabes qué le ofreció a Shehyn? Su disposición a sangrar por la escuela.

Me miró con una mezcla de asco e ironía.

– En serio. Es como si acabaras de salir de un libro de cuentos.

Hice el signo de halago cortés y aceptación afectuosa atenuada.

Vashet alargó una mano y me dio un fuerte capirotazo en la oreja.

– ¡Ay! -Me eché a reír-. De acuerdo, pero no te atrevas a acusarme de melodramático. Tu gente es un gesto dramático enorme y sin fin. El silencio. La ropa de color sangre. El idioma oculto. Secretos y misterios. Es como si toda vuestra vida fuera una gigantesca pantomima. -La miré a los ojos-. Y lo digo con todas sus diversas e inteligentes implicaciones.

– Bueno, has impresionado a Shehyn -replicó-. Eso es lo más importante. Y lo has hecho de una forma que impedirá que los jefes de las otras escuelas refunfuñen mucho. Y eso es lo segundo más importante.

Llegamos a nuestro destino: un edificio bajo de tres habitaciones al lado de un corral de madera para las cabras.

– Aquí está la persona que te curará la mano -dijo.

– ¿Y la botica? -pregunté.

– La boticaria es íntima amiga de la madre de Carceret -dijo Vashet-. Y yo no le dejaría curarte las manos ni por todo el oro del mundo. -Apuntó con la barbilla hacia la casa-. Daeln es a quien acudiría yo si necesitara que me curasen.

Llamó a la puerta.

– Quizá seas miembro de la escuela, pero no olvides que sigo siendo tu maestra. Yo sé qué es lo que más te conviene, en todo.

Más tarde, con la mano bien vendada, Vashet y yo nos sentamos a hablar con Shehyn. Estábamos en un cuarto que nunca había visto, más pequeño que las habitaciones donde nos habíamos reunido para hablar del Lethani. Había un pequeño escritorio desordenado, un jarrón con flores y varias butacas mullidas. En una de las paredes colgaba un cuadro de tres pájaros volando al ocaso; no estaba pintado, sino hecho de miles de fragmentos de azulejos esmaltados de colores. Me imaginé que nos encontrábamos en algo parecido al estudio de Shehyn.

– ¿Cómo tienes la mano? -me preguntó Shehyn.

– Bien -respondí-. Es un corte superficial. Daeln da los puntos más pequeños que he visto jamás. Es asombroso.

Shehyn asintió con la cabeza. Aprobación.

Levanté la mano izquierda, vendada con vendas de hilo blanco.

– Lo difícil será tener la mano quieta cuatro días. Ya me siento como si fuera la lengua lo que me hubiera cortado, y no la mano.

Shehyn esbozó una sonrisa, y eso me sorprendió. La familiaridad de ese gesto era un gran cumplido.

– Hoy has hecho una gran actuación. Todos hablan de ti.

– Supongo que los pocos que la vieron tendrán cosas mejores de que hablar -dije con modestia.

Incredulidad divertida.

– Quizá sí, pero ten por seguro que quienes te han observado escondidos explicarán lo que han visto. Celean ya debe de habérselo contado a un centenar de personas, si no me equivoco. Mañana, todos esperarán que hagas temblar la tierra al andar, como si fueras el propio Aethe que ha vuelto a visitarnos.

No supe qué decir, así que me quedé callado, lo cual era poco habitual en mí. Pero como ya he dicho, algo había aprendido.