Выбрать главу

– Hace tiempo que quiero hablar contigo de una cosa -continuó Shehyn. Curiosidad cauta-. Cuando Tempi te trajo aquí, me contó la larga historia del tiempo que habíais pasado juntos -dijo-. Y vuestra aventura persiguiendo a esos bandidos.

Asentí con la cabeza.

– ¿Es cierto que hiciste magia de sangre para matar a unos cuantos, y que luego llamaste al rayo para matar a los demás?

Vashet levantó la cabeza y nos miró alternadamente. Me había acostumbrado tanto a hablar con ella en atur que me extrañó ver la imperturbabilidad adem reflejada en su cara. Con todo, me di cuenta de que estaba sorprendida. Vashet no sabía nada.

Me planteé ofrecer una explicación de mis actos, pero lo descarté.

– Sí -dije.

– Entonces es que eres poderoso.

Nunca lo había pensado en esos términos.

– Tengo cierto poder. Hay otros que son más poderosos que yo.

– ¿Es por eso por lo que buscas aprender el Ketan? ¿Para obtener poder?

– No. Busco por curiosidad. Busco el conocimiento de las cosas.

– El conocimiento es un tipo de poder -declaró Shehyn, y entonces pareció que cambiaba de tema-. Tempi me dijo que el jefe de los bandidos era un Rhinta.

– ¿Un Rhinta? -pregunté con respeto.

– Algo malo. Un hombre que es más que un hombre, y sin embargo, menos que un hombre.

– ¿Un demonio? -pregunté. Utilicé la palabra atur sin pensarlo.

– No, un demonio no -dijo Shehyn, pasando a hablar en atur-. No existen los demonios. Vuestros sacerdotes os cuentan historias de demonios para asustaros. -Me miró a los ojos brevemente e hizo los signos de sincera disculpa y trascendencia-. Pero en el mundo hay cosas malas. Cosas viejas que adoptan forma humana. Y hay unas cuantas que son peores que los demás. Se pasean libremente por el mundo y cometen actos terribles.

Sentí crecer en mí la esperanza.

– También he oído que los llaman los Chandrian -dije.

Shehyn asintió.

– Yo también lo he oído. Pero la palabra Rhinta es mejor. -Me miró largamente y pasó de nuevo al adémico-. Por lo que me ha contado Tempi de tu reacción, creo que ya te has encontrado a uno de esos.

– Sí.

– ¿Volverás a encontrártelo?

– Sí. -Me sorprendió la certeza de mi propia voz.

– ¿Con un propósito?

– Sí.

– ¿Con qué propósito?

– Matarlo.

– Esas cosas no se pueden matar fácilmente.

Asentí con la cabeza.

– ¿Utilizarás las enseñanzas de Vashet con ese propósito?

– Utilizaré todo lo que tenga con ese propósito. -Sin darme cuenta, fui a hacer el signo de tajante, pero el vendaje de la mano me lo impidió. Arrugué la frente.

– Eso está bien -dijo Shehyn-. Tu Ketan no será suficiente. Es demasiado flojo para alguien de tu edad. Bueno para un bárbaro. Bueno para alguien que ha recibido tan poca instrucción como tú, pero, en general, flojo.

Hice todo lo posible para eliminar la impaciencia de mi voz, y lamenté no poder utilizar la mano para indicar lo importante que era para mí aquella pregunta:

– Shehyn, tengo un gran deseo de saber más sobre esos Rhinta.

Shehyn permaneció callada un rato.

– Lo tendré en cuenta -dijo por fin, e hizo un signo que interpreté como inquietud-. De esas cosas no se habla a la ligera.

Mantuve un semblante inmutable y, pese al vendaje, obligué a mi mano a hacer el signo de deseo profundo y respetuoso.

– Te agradezco que lo tengas en cuenta, Shehyn. Valoraré cualquier cosa que puedas decirme sobre ellos más que el oro.

Vashet hizo el signo de desasosiego y, a continuación, los de deseo educado y diferencia. Dos ciclos atrás, no la habría entendido, pero entonces supe que quería cambiar de tema.

Así que me mordí la lengua y lo dejé estar. A esas alturas conocía lo suficiente a los Adem para saber que insistir era lo peor que podía hacer si quería saber más. En la Mancomunidad, habría podido insistir sobre el tema, o embaucar a mi interlocutor. Pero eso no habría funcionado allí. La quietud y el silencio eran lo único que podía funcionar. Tenía que ser paciente y dejar que Shehyn volviera a sacar el tema cuando le pareciera oportuno.

– Como iba diciendo -prosiguió Shehyn, confesión renuente-, tu Ketan todavía es pobre. Pero si te entrenaras debidamente durante un año, alcanzarías el mismo nivel que Tempi.

– Me siento halagado.

– Yo no. Te hablo de tus debilidades. Aprendes deprisa. Eso hace que te precipites, y la precipitación no es del Lethani. Vashet no es la única que opina que hay algo inquietante en tu espíritu.

Shehyn me miró con fijeza durante más de un minuto. Entonces encogió elocuentemente los hombros y miró a Vashet, favoreciéndola con la sombra de una sonrisa.

– Sin embargo -cavilación enigmática-, si alguna vez he conocido a alguien que no tenía ni una sola sombra en su corazón, seguramente debía de ser un niño demasiado pequeño para hablar. -Se levantó de la butaca y se sacudió la camisa con ambas manos-. Vamos a buscarte un nombre.

Shehyn nos guió por la rocosa y empinada ladera de un monte.

Ninguno de los tres habíamos dicho nada desde que saliéramos de la escuela. Yo no sabía qué iba a pasar, pero no me pareció oportuno preguntarlo. Habría parecido irreverente, como un novio que soltase «¿Qué viene ahora?» en mitad de su boda.

Llegamos a un saliente cubierto de hierba con un árbol inclinado, aferrado a la pared desnuda de un precipicio. Junto al árbol había una sólida puerta de madera, una de las viviendas semiescondidas de los Adem.

Shehyn llamó a la puerta y abrió ella misma. El interior no era en absoluto cavernoso. Las paredes de piedra estaban pulidas, y el suelo era de madera. También era mucho más grande de lo que yo había imaginado, con techos altos y seis puertas que se adentraban aún más en la roca.

Una mujer, sentada a una mesa baja, copiaba algo de un libro a otro. Tenía el pelo blanco y la cara arrugada como una manzana seca. Caí en la cuenta de que aquella era la primera persona que veía leyendo o escribiendo en todo el tiempo que llevaba en Haert.

La anciana saludó a Shehyn con una cabezada; entonces se volvió hacia Vashet y aparecieron arrugas alrededor de las comisuras de sus ojos. Alegría.

– Vashet -dijo-, no sabía que hubieras regresado.

– Venimos a buscar un nombre, Magwyn -dijo Shehyn. Súplica educada y formal.

– ¿Un nombre? -preguntó Magwyn, sorprendida. Miró a Shehyn y a Vashet, y a continuación clavó los ojos en mí, que estaba de pie detrás de ellas. Luego en mi pelo rojo y en mi mano vendada-. Ah -dijo, y de repente su rostro se ensombreció.

Magwyn cerró sus libros y se levantó. Tenía la espalda encorvada y daba pasitos pequeños arrastrando los pies. Me hizo una seña para que me acercara y caminó despacio alrededor de mí, mirándome de arriba abajo. Evitó mi cara, pero me cogió la mano que no tenía vendada y le dio la vuelta para examinarme la palma y las yemas de los dedos.

– Te oiría decir algo -dijo con la mirada fija en mi mano.

– Como usted quiera, honorable creadora de nombres -dije.

Magwyn miró a Shehyn y dijo:

– ¿Se burla de mí?

– Creo que no.

Magwyn volvió a caminar alrededor de mí y me pasó las manos por los hombros, los brazos y la nuca. Me deslizó los dedos por el pelo; entonces se paró delante de mí y me miró a los ojos.

Los suyos eran como los de Elodin. No me refiero a los detalles; los ojos de Elodin eran verdes, intensos y burlones, mientras que los de Magwyn eran del típico gris adem, ligeramente vidriosos y con los bordes enrojecidos. No, el parecido estaba en su forma de mirarme. Elodin era la única persona que yo conocía que podía mirarte así, como si fueras un libro que él hojeaba distraídamente.