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Así que pasé los dos días siguientes encerrado en mi diminuta habitación fingiendo estar enfermo. Tocaba el laúd, dormía a ritos, y tenía siniestros pensamientos sobre Ambrose.

Cuando bajé la escalera, encontré a Anker limpiando.

– ¿Ya te encuentras mejor? -me preguntó.

– Un poco -respondí. El día anterior solo había notado el sabor a ciruela dos veces, y muy brevemente. Y mejor aún: había conseguido dormir toda la noche de un tirón. Parecía que ya había pasado lo peor.

– ¿Tienes hambre?

Negué con la cabeza.

– Hoy tengo el examen de admisión.

– Entonces deberías comer algo -dijo Anker arrugando la frente-. Una manzana. -Se puso a buscar detrás de la barra y sacó una taza de loza y una jarra pesada-. Y bebe un poco de leche. Tengo que terminarla antes de que se eche a perder. El maldito helador se fue al traste hace un par de días. Ese cacharro me costó tres talentos. Ya sabía yo que no debería haberme gastado ese dinero con lo barato que está el hielo por aquí.

Me incliné sobre la barra y eché un vistazo a la caja de madera alargada metida entre las tazas y las botellas.

– Si quieres, puedo intentar arreglarlo -me ofrecí.

– ¿Crees que sabrás? -dijo Anker arqueando una ceja.

– Puedo probar. A lo mejor es una tontería.

– No puedes romperlo más de lo que ya está -dijo Anker escogiéndose de hombros. Se secó las manos en el delantal y me hizo señas para que fuera detrás de la barra-. Mientras te lo miras, voy a prepararte unos huevos. También se me van a pasar. -Abrió la caja alargada, sacó unos huevos y fue a la cocina.

Pasé al otro lado de la barra y me arrodillé para examinar el helador. Era una caja con las paredes revestidas de piedra, del tamaño de un baúl de viaje pequeño. En cualquier otro sitio que no fuera la Universidad, habría sido un milagro de artificería, un auténtico lujo. Sin embargo, allí, donde era fácil encontrar esas cosas, no era más que otro cacharro innecesario que no funcionaba debidamente.

De hecho, no podía haber obra de artificería más sencilla. No tenía ninguna pieza móvil, solo dos tiras planas de estaño cubiertas de sigaldría que trasladaban el calor de un extremo a otro de la tira de metal. En realidad no era más que un sifón de calor lento e ineficaz.

Me puse en cuclillas y apoyé los dedos en las tiras de estaño. La de la derecha estaba caliente, lo que significaba que la mitad del interior de la caja debía de estar proporcionalmente fría. Pero la de la izquierda estaba a temperatura ambiente. Estiré el cuello para ver la sigaldría y descubrí un profundo rayón en el estaño que tachaba dos runas.

Ese era el problema. Una obra de sigaldría es como una frase. Si eliminas un par de palabras, la frase no tiene sentido. O mejor dicho, normalmente no tiene sentido. A veces, una obra de sigaldría estropeada puede tener efectos francamente desagradables. Me quedé mirando la tira de estaño con el ceño fruncido. Aquello era una chapuza de artificería. Las runas deberían haber estado grabadas en la cara interna de la tira, donde era más improbable que se estropearan.

Hurgué hasta encontrar un picador de hielo abandonado en el fondo de un cajón, y, con cuidado, golpeé sobre las dos runas estropeadas, aplastándolas en la superficie de estaño. Entonces me concentré y, con la punta de un cuchillo de cocina pequeño, volví a grabarlas.

Anker salió de la cocina con un plato de huevos y tomates.

– Me parece que lo he arreglado -dije. Me puse a comer para no hacerle un feo a Anker, y entonces me di cuenta de que tenía hambre.

Anker examinó la caja y levantó la tapa.

– ¿Así de fácil?

– Como todo -respondí con la boca llena-. Si sabes lo que tienes entre manos, es fácil. Debería funcionar. Espérate un día para ver si enfría.

Me terminé el plato de huevos y me bebí la leche todo lo rápido que pude sin parecer grosero.

– Voy a tener que cobrar mi parte de la barra hoy -dije-. Este bimestre la matrícula me va a salir más cara.

Anker asintió y revisó un pequeño libro de contabilidad que guardaba bajo la barra, donde había apuntado todo el aguamiel de Greysdale que yo había fingido beberme en los dos últimos meses. A continuación cogió su bolsa y puso diez iotas de cobre encima de la barra. Un talento: el doble de lo que yo esperaba. Lo miré, desconcertado.

– Si hubiera tenido que venir uno de los chicos de Kilvin a arreglarme ese trasto, me habría cobrado como mínimo medio talento -me explicó Anker, y le dio un golpecito con el pie al helador.

– Es que no estoy seguro de que…

Anker me hizo callar con un ademán.

– Si no funciona, te lo restaré de la paga del mes que viene. O lo usaré como palanca para que empieces a tocar también las noches de Captura. -Sonrió-. Lo considero una inversión.

Me guardé el dinero en la bolsa: «Cuatro talentos».

Iba a la Factoría a ver si por fin se habían vendido mis lámparas cuando atisbé una cara conocida con la túnica oscura de maestro cruzando el patio.

– ¡Maestro Elodin! -grité al ver que se acercaba a la puerta lateral de la Casa de los Maestros. Era uno de los pocos edificios donde casi nunca entraba, porque contenía poco más que los alojamientos de los maestros, los de los guilers residentes y las habitaciones de invitados para los arcanistas que venían de visita.

Elodin se volvió al oír su nombre. Cuando me vio correr hacia él, levantó los ojos al cielo y fue hacia la puerta.

– Maestro Elodin -dije respirando entrecortadamente-, ¿puedo hacerle una pregunta?

– En términos estadísticos, es bastante probable -me contestó, y abrió la puerta con una reluciente llave de latón.

– Entonces, ¿puedo hacerle una pregunta?

– Dudo que exista fuerza conocida por el hombre capaz de impedírtelo. -Abrió la puerta y se metió dentro.

No me habían invitado, pero me colé detrás de él. Era difícil encontrar a Elodin, y me preocupaba que si no aprovechaba esa oportunidad, quizá no volviera a verlo hasta pasado otro ciclo.

Lo seguí por un angosto pasillo de piedra.

– Me he enterado de que está formando un grupo de alumnos para estudiar Nominación -dije con cautela.

– Eso no es una pregunta -objetó Elodin subiendo por una escalera larga y estrecha.

Contuve el impulso de soltar algún improperio y respiré hondo.

– ¿Es verdad que va a dar esa asignatura?

– Sí.

– ¿Pensaba incluirme en el grupo?

Elodin se paró en la escalera y se dio media vuelta para mirarme. Estaba raro con la túnica oscura de maestro. Llevaba el cabello alborotado y su rostro parecía demasiado joven, casi infantil.

Se quedó observándome largo rato. Me miró de arriba abajo como si yo fuera un caballo por el que pensara apostar, o una ijada de ternera que pensara vender al peso.

Pero eso no fue nada comparado con cuando cruzó conmigo la mirada. Por un instante fue sencillamente inquietante. Luego fue como si la luz de la escalera se atenuara. O como si de pronto me hundieran bajo el agua y la presión me impidiera llenar de aire los pulmones.

– Maldita sea, imbécil -oí a una voz conocida que parecía provenir de muy lejos-. Si vas a quedarte catatónico otra vez, ten la decencia de hacerlo en el Refugio para ahorrarnos el trabajo de llevar tu carcasa cubierta de espumarajos hasta allí en un carro. Y si no, apártate.

Elodin dejó de mirarme y de pronto todo volvió a verse claro y luminoso. Me contuve para no inspirar con una ruidosa bocanada.

El maestro Hemme bajó la escalera pisando fuerte, e hizo a un lado a Elodin de un empujón. Al verme, dio un resoplido y dijo:

– Claro. El otro retrasado también está aquí. ¿Quieres que te recomiende un libro para tu examen? Es una obra muy interesante titulada Pasillos, forma y función: manual para deficientes mentales.