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– ¿Su historia? -pregunté.

– En adémico se llama aitas. Es la historia de tu espada. Todos los que la han llevado. Lo que han hecho. Es algo que debes saber.

Llegamos al final del sendero y nos quedamos de pie frente a la puerta de Magwyn. Vashet me miró muy seria.

– Debes portarte muy bien y ser muy educado.

– Lo haré -prometí.

– Magwyn es una persona importante y debes escuchar atentamente lo que te diga.

– Lo haré.

Vashet llamó a la puerta y entró delante de mí.

Magwyn estaba sentada a la misma mesa que la vez anterior. Me pareció que seguía copiando el mismo libro. Al ver a Vashet sonrió, y entonces se percató de mi presencia y su rostro adoptó la clásica imperturbabilidad adem.

– Magwyn -dijo Vashet, súplica profundamente educada-, este necesita el aitas de su espada.

– ¿Cuál le has encontrado? -preguntó Magwyn, y su cara se arrugó aún más cuando entrecerró los ojos para observar la espada.

– Saicere -contestó Vashet.

Magwyn soltó una risa que pareció un cacareo. Se bajó de la butaca.

– No puedo decir que me sorprenda -dijo, y desapareció por una puerta que se adentraba más en la roca.

Vashet se marchó y yo permanecí allí de pie, incómodo, como en una de esas pesadillas terribles en que sales al escenario y no recuerdas qué tienes que decir, ni siquiera qué papel has de interpretar.

Magwyn regresó con un grueso libro encuadernado en piel marrón. Me hizo una seña y nos sentamos en las butacas, frente a frente. La suya era una mullida butaca de piel. La mía no. Estaba sentado con Cesura sobre las rodillas. En parte porque me parecía lo adecuado, y en parte porque era agradable tenerla bajo las manos.

Magwyn abrió el libro sobre su regazo, y la cubierta produjo un crujido. Lo hojeó un poco hasta que encontró lo que buscaba.

– El primero fue Chael -leyó-, que me dio forma en el fuego con un propósito desconocido. Me llevó y luego me dejó.

Magwyn alzó la vista; no podía hacer signos con las manos porque las tenía ocupadas con aquel libro enorme.

– ¿Y bien? -preguntó.

– ¿Qué quiere que haga? -pregunté educadamente. Tampoco yo podía hacer signos por culpa del vendaje. Parecíamos una pareja de medio mudos.

– Repítelo -dijo con fastidio-. Tienes que aprendértelos todos.

– El primero fue Chael -recité-, que me dio forma en el fuego con un propósito desconocido. Me llevó y luego me dejó.

Magwyn asintió con la cabeza y continuó:

– Luego vino Etaine…

Lo repetí. Seguimos así durante aproximadamente media hora. Un dueño tras otro. Un nombre tras otro. Lealtades declamadas y enemigos asesinados.

Al principio, los nombres y los lugares eran tentadores, pero al cabo de un rato la lista empezó a deprimirme, pues cada fragmento terminaba con la muerte del dueño. Y no eran precisamente muertes plácidas. Algunos morían combatiendo en guerras o en duelos. Muchos simplemente eran «lo mataron» o «lo asesinaron», sin especificar las circunstancias. Llevábamos unos treinta y todavía no había oído nada parecido a «murió sin sufrir mientras dormía, rodeado de nietos rollizos».

Entonces la lista dejó de deprimirme y sencillamente empezó a aburrirme.

– Luego vino Finol, la de los ojos limpios y brillantes -repetí, atento-, la bien amada de Dulcen. Mató a dos daruna, y luego la mataron los grimos en Vessten Tor.

Carraspeé antes de que Magwyn pudiera recitar otro párrafo.

– Si me permite hacer una pregunta -dije-, ¿cuántos dueños ha tenido Cesura?

– Saicere -me corrigió Magwyn con brusquedad-. No te atrevas a tontear con su nombre. Significa romper, atrapar y volar.

Bajé la mirada hacia la espada envainada sobre mi regazo. Notaba su peso, el frío del metal bajo mis dedos. Por encima en la parte superior de la vaina se veía una pequeña porción de hoja lisa y gris.

¿Cómo puedo explicarlo para que me entendáis? Saicere era un nombre bonito. Era fino, brillante, peligroso. Le encajaba como un guante a aquella espada.

Pero no era el nombre perfecto. El nombre de aquella espada era Cesura. Aquella espada era la pausa discordante de un verso perfecto. Era el aliento que se corta. Era lisa, rápida, afilada, letal. El nombre no le encajaba como un guante: le encajaba como la piel. Más que eso. Era hueso, músculo, movimiento. La mano es eso. Y Cesura era la espada. Era a la vez el nombre y la cosa en sí.

No sabría explicaros cómo lo supe. Pero lo supe.

Además, si tenía que ser nominador, decidí que bien podía escoger el nombre de mi propia espada.

Miré a Magwyn.

– Es un buen nombre -concedí educadamente. Decidí reservarme mi opinión hasta estar lejos de Ademre-. Solo preguntaba cuántos dueños había tenido en total. Eso es algo que también debería saber.

Magwyn me miró con resabio, como dándome a entender que sabía perfectamente que la estaba tratando con prepotencia. Pero pasó varias páginas del libro. Y luego unas pocas más.

Y unas cuantas más.

– Doscientos treinta y seis -contestó-. Tú serás el número doscientos treinta y siete. -Volvió al principio de la lista-. Empecemos desde el principio. -Inspiró hondo y dijo-: El primero fue Chael, que me dio forma en el fuego con un propósito desconocido. Me llevó y luego me dejó.

Contuve el impulso de suspirar. Incluso con mi don de actor de troupe para aprenderme textos de memoria tardaría largos y tediosos días en memorizar tanta información.

Entonces comprendí qué significaba realmente aquello. Si cada dueño había tenido a Cesura en su poder diez años, y si la espada nunca había estado abandonada más de un día o dos, significaba que Cesura tenía, calculando por lo bajo, más de dos mil años de antigüedad.

Tres horas más tarde, cuando traté de excusarme para ir a cenar, recibí la siguiente sorpresa. Al levantarme para marcharme, Magwyn me explicó que debía permanecer con ella hasta que hubiera memorizado toda la historia de Cesura. Alguien nos llevaría las comidas, y había allí cerca una habitación donde podría dormir.

El primero fue Chael…

Capítulo 126

La primera piedra

Pasé los tres días siguientes con Magwyn. No fue muy duro, sobre todo teniendo en cuenta que todavía no se me había curado la herida de la mano izquierda, de modo que mi capacidad para hablar y luchar estaba muy limitada.

Me gusta pensar que no lo hice mal del todo. Memorizar una obra de teatro entera me habría costado menos. Una obra de teatro encaja como un rompecabezas. El diálogo sube y baja constantemente; la historia tiene su propia forma.

Pero lo que aprendí con Magwyn no era más que una larga sarta de nombres desconocidos y sucesos inconexos. Era una lista de la lavandería disfrazada de relato.

Aun así, me la aprendí de memoria. A última hora de la noche del tercer día se la recité a Magwyn sin fallar ni una sola vez. Lo que más me costó fue no cantar al recitarla. La música traslada las palabras a kilómetros de distancia, la hace llegar al corazón y a la memoria. Memorizar la historia de Cesura resultó mucho más fácil cuando empecé a adaptarla mentalmente a la melodía de una antigua balada víntica.

A la mañana siguiente Magwyn me pidió que la recitara una vez más. Lo hice, y entonces le escribió una nota a Shehyn, la selló con cera y me echó de su cueva.

– No esperábamos que Magwyn acabara tan pronto contigo -dijo Shehyn al leer la nota-. Vashet ha ido a Feant y no volverá hasta dentro de un par de días como mínimo.

Eso significaba que había memorizado el aitas en dos días menos de lo que habían calculado. Eso me hizo sentir un orgullo considerable.

Shehyn me miró la mano izquierda y arrugó ligeramente la frente.

– ¿Cuándo te han quitado el vendaje? -preguntó.