Выбрать главу

– Como no te encontraba -dije-, he ido a visitar a Daeln. Me ha dicho que la herida ha cicatrizado muy bien. -Doblé los dedos de la mano, ya sin vendaje, e hice el signo de alivio y dicha-. Apenas noto rigidez en la piel, y Daeln me ha asegurado que, con unos cuidados mínimos, incluso eso desaparecerá pronto.

Miré a Shehyn esperando algún gesto de aprobación o satisfacción. Pero lo que vi fue el signo de irritación exasperada.

– ¿He hecho algo mal? -pregunté. Pesar y confusión. Disculpa.

Shehyn me señaló la mano.

– Habría sido una buena excusa para aplazar tu juicio de las piedras -dijo. Resignación irritada-. Ahora tendremos que hacerlo hoy, aunque no esté Vashet.

Sentí que la angustia volvía a instalarse en mí, como si un pájaro negro me hincara las garras en los músculos del cuello y de los hombros. Había creído que aquella tediosa memorización era la última prueba a que tendría que someterme, pero por lo visto todavía faltaba el último zapatazo. Además, no me gustó nada cómo sonó aquello de «juicio de las piedras».

– Ven a verme después de comer -dijo Shehyn. Autorización para retirarse-. Vete. Tengo que hacer muchos preparativos.

Fui a buscar a Penthe. Ella era la única persona, aparte de Vashet, con la que tenía suficiente confianza para preguntarle en qué consistía el inminente juicio.

Pero Penthe no estaba en su casa, ni en la escuela ni en los baños. Al final desistí; calenté y realicé mi Ketan, primero con Cesura, y luego sin ella. A continuación fui a los baños y me lavé a fondo para quitarme de encima el recuerdo de aquellos tres días sentado en una cueva sin hacer nada.

Cuando fui a ver a Shehyn después de comer, me estaba esperando con su espada de madera labrada. Miró mis manos vacías e hizo un gesto de exasperación.

– ¿Dónde está tu espada de entrenamiento?

– En mi habitación -contesté-. No sabía que iba a necesitarla.

– Ve corriendo a buscarla -me ordenó-. Te espero en el cerro de las piedras.

– Shehyn -dije, súplica apremiante-, no sé dónde está eso. No sé nada del juicio de las piedras.

Sorpresa.

– ¿Vashet no te lo ha contado? -Incredulidad.

Negué con la cabeza. Sincera disculpa.

– Estábamos concentrados en otras cosas.

Exasperación.

– Pues es bien sencillo -dijo-. Primero recitarás el aitas de Saicere ante todos los reunidos. Luego escalarás el cerro. En la primera piedra pelearás con un miembro de la escuela con rango de primera piedra. Si le ganas, seguirás escalando y pelearás con otro en la segunda piedra.

Shehyn me miró.

– En tu caso, se trata de una formalidad. Ocasionalmente, ingresa en la escuela algún alumno por su talento excepcional. Vashet, por ejemplo, consiguió la segunda piedra en su primer juicio. -Sinceridad sin tapujos-. Tú no lo eres. Tu Ketan todavía deja mucho que desear, y no debes esperar ganar ni siquiera la primera piedra. El cerro de las piedras está al este de los baños. -Hizo el signo de date prisa.

Cuando llegué al pie del cerro de las piedras había un centenar de personas esperando. Las camisas y los pantalones de tejido artesanal gris y de colores apagados superaban ampliamente a los rojos de mercenario, y el débil murmullo de las conversaciones se oía desde lejos.

No era un cerro muy alto ni muy empinado, pero el sendero que conducía hasta la cima describía una serie de curvas muy pronunciadas. En cada esquina había un terreno llano y despejado con un gran bloque de piedra gris. Había cuatro esquinas, cuatro piedras y cuatro mercenarios con camisa roja. En la cima se alzaba un alto itinolito, familiar como un viejo amigo. A su lado había una figura menuda vestida de un blanco deslumbrante.

Al acercarme, la brisa me trajo el olor a castañas asadas. Entonces me relajé. Aquello tenía algo de espectáculo folclórico. Si bien «juicio de las piedras» sonaba intimidante, dudaba mucho que fueran a machacarme ante un público tan nutrido mientras alguien vendía castañas asadas.

Me abrí paso entre la muchedumbre y me acerqué al pie del cerro. Vi que la que estaba junto al itinolito era Shehyn. También reconocí la cara en forma de corazón y la larga trenza de Penthe en la tercera piedra.

La gente se apartaba para dejarme llegar hasta el pie del cerro. Con el rabillo del ojo percibí a una figura con el rojo de mercenario que corría hacia mí. Me di la vuelta, alarmado, y vi que era Tempi. Vino a toda prisa e hizo el signo de saludo entusiasta.

Contuve el impulso de sonreír y gritar su nombre, y me limité a hacer el signo de emocionado y alegre.

Tempi se plantó enfrente de mí, me agarró por el hombro y me zarandeó alegremente, como si quisiera felicitarme. Pero en su mirada había una intensidad extraña. Con la mano cerca del pecho dijo engaño de modo que solo yo pudiera verlo.

– Escúchame -dijo en voz baja-, no puedes ganar esta pelea.

– No te preocupes. -Tranquilizador-. Shehyn piensa lo mismo que tú, pero quizá os llevéis una sorpresa.

Tempi me apretó más el hombro, hasta hacerme daño.

– Escúchame -susurró-, mira quién está en la primera piedra.

Mire más allá de su hombro. Era Carceret. Sus ojos parecían dagas.

– Está llena de rabia -dijo Tempi, e hizo el signo de cariño tierno para que los demás pudieran verlo-. Por si fuera poco que te hayan permitido ingresar en la escuela, te han dado la espada de su madre.

Esa noticia me cortó la respiración. Rescaté de mi memoria el último fragmento del aitas.

– ¿Larel era la madre de Carceret? -pregunté.

Tempi me pasó la mano derecha por el pelo en un gesto afectuoso.

– Sí. Está furiosa. Me temo que le gustaría mutilarte, aunque la echaran de la escuela.

Asentí con la cabeza con seriedad.

– Intentará desarmarte. Ten cuidado. No forcejees. Si te inmoviliza con Oso Dormido o Círculo con las Manos, ríndete enseguida. Si es necesario, grita. Si vacilas o intentas apartarte de ella, te romperá el brazo o te lo arrancará del hombro. La he oído cuando se lo decía a su hermana hace menos de una hora.

De pronto Tempi se alejó de mí e hizo el gesto de respeto deferente.

Noté unos golpecitos en el brazo y al volverme vi el arrugado rostro de Magwyn.

– Ven -dijo con serena autoridad-. Es la hora.

La seguí. Mientras andábamos, todos los que se habían congregado allí le hicieron algún signo de respeto. Magwyn me condujo hasta el sitio donde empezaba el sendero. Había un bloque de piedra gris un poco más alto que mi rodilla e idéntico a los otros que había en cada esquina donde torcía el sendero.

La anciana me hizo una seña para que me subiera a la piedra. Contemplé al grupo de Adem y tuve un momento de pánico escénico sin precedentes.

Me agaché un poco y, nervioso, pregunté en voz baja a Magwyn:

– ¿Es correcto que suba la voz para recitarlo? No quiero ofender a nadie, pero si no hablo en voz alta, los que están al fondo no me oirán.

Magwyn me sonrió por primera vez, y de pronto su arrugado rostro adquirió una dulzura inusitada. Me dio unas palmaditas en la mano.

– Aquí nadie se ofenderá si hablas en voz alta -me dijo, e hizo el signo de atenta moderación-. Dame.

Me desabroché la vaina de Saicere y se la entregué. Entonces Magwyn me instó a subir a la piedra.

Recité el aitas bajo la atenta mirada de Magwyn. Confiaba en mi memoria, pero aun así fue terrible. Me preguntaba qué pasaría si me saltaba a algún dueño o me equivocaba al mencionar algún nombre.