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– ¿Qué querías? ¿Que me quedara la espada cuando ella estaba desarmada?

– ¡Sí! -Acuerdo tajante-. Ella es cinco veces mejor luchadora que tú. ¡Si hubieras conservado la espada, tal vez habrías tenido una oportunidad!

– Tempi tiene razón -oí decir a Shehyn detrás de mí-. Conocer a tu enemigo es del Lethani. Cuando la pelea es inevitable, un luchador astuto aprovecha cualquier ventaja.

Me di la vuelta y la vi venir hacia mí por el sendero. Penthe iba a su lado. Hice el signo de educada certeza.

– Si hubiera conservado mi espada y hubiese ganado, todos habrían pensado que Carceret se había vuelto loca, y les habría molestado que yo alcanzase un rango que no merecía. Y si hubiera conservado mi espada y hubiese perdido, habría sido humillante. Ambas cosas me habrían perjudicado. -Miré a Shehyn y a Tempi-. ¿Me equivoco?

– No, no te equivocas -contestó Shehyn-. Pero Tempi tampoco se equivoca.

– Siempre hay que buscar la victoria -dijo Tempi. Firme.

Shehyn se volvió y lo miró.

– La clave es el éxito -dijo-. No siempre es necesaria la victoria para el éxito.

Tempi hizo el signo de desacuerdo respetuoso y fue a decir algo, pero Penthe se le adelantó:

– ¿Te has hecho daño al caer, Kvothe?

– No mucho -respondí arqueando la espalda con cuidado-. Algún cardenal, quizá.

– ¿Tienes algo para ponerte?

Negué con la cabeza.

Penthe se acercó a mí y me cogió por el brazo.

– Yo tengo cosas en mi casa. Que estos dos se queden hablando del Lethani. Alguien tiene que curarte las heridas. -Me sujetaba el brazo con la mano izquierda, y su comentario quedó extrañamente desprovisto de carga emocional.

– Por supuesto -dijo Shehyn al cabo de un momento, y Tempi se apresuró a hacer el signo de acuerdo. Pero Penthe ya me guiaba colina abajo.

Caminamos cerca de medio kilómetro; Penthe me sujetaba el brazo sin apretar. Al final dijo en atur, con aquel ligero acento suyo:

– ¿Estás lo bastante magullado para necesitar un bálsamo?

– La verdad es que no -admití.

– Ya me lo ha parecido -replicó-. Pero después de perder una pelea, no me gusta que los demás me expliquen cómo la he perdido. -Esbozó una sonrisa de complicidad, y yo se la devolví.

Seguimos andando; sin soltarme el brazo, Penthe me guió sutilmente por un bosquecillo, y luego por un empinado camino excavado en un risco no muy alto. Al final llegamos a una hondonada apartada con una alfombra de hierba salpicada de papáveras silvestres. Sus pétalos, sueltos y de color rojo sangre, eran casi del mismo color que el atuendo de mercenario de Penthe.

– Vashet me ha contado que los bárbaros tenéis extraños rituales para el sexo -dijo Penthe-. Me ha contado que si quisiera acostarme contigo, tendría que llevarte a las flores. -Abrió un brazo mostrándome el campo de papáveras-. Estas son las más bonitas que he encontrado en esta estación. -Me miró, expectante.

– Ah -dije-. Me temo que Vashet se estaba burlando de ti.

O quizá de mí. -Penthe arrugó el entrecejo, y me apresuré a añadir-: Pero es verdad que los bárbaros tenemos muchos rituales relacionados con el sexo. Allí las cosas son un poco más complicadas.

Penthe hizo el signo de seria irritación.

– No debería sorprenderme -dijo-. Todo el mundo cuenta historias sobre los bárbaros. Algunas forman parte del entrenamiento, para que pueda desenvolverme bien entre vosotros. -Sin embargo irónico-. Como todavía no he estado en vuestras tierras, también me cuentan historias para burlarse de mí.

– ¿Qué clase de historias? -pregunté, y pensé en todo lo que yo había oído acerca de los Adem y del Lethani antes de conocer a Tempi.

Penthe encogió los hombros. Ligero bochorno.

– Tonterías. Dicen que todos los bárbaros son enormes. -Levantó mucho la mano sobre su cabeza, mostrando una estatura de más de dos metros-. Naden me contó que fue a un pueblo donde los bárbaros comían una sopa hecha con barro. Dicen que los bárbaros nunca se bañan. Que se beben su propia orina, creyendo que los hará más longevos. -Meneó la cabeza, riendo y haciendo el signo de divertido y horrorizado.

– ¿Me estás diciendo -pregunté despacio- que vosotros no os la bebéis?

Penthe dejó de reír de golpe y me miró; su rostro y sus manos revelaban una mezcla de vergüenza, repugnancia e incredulidad envuelta en confusión y arrepentimiento. Era una combinación de emociones tan extraña que no pude por menos de reírme, y vi que se relajaba al comprender que era una broma.

– Lo entiendo -dije-. Nosotros contamos historias parecidas sobre los Adem.

– Tienes que contármelas, igual que yo te las he contado. Es justo. -Le chispeaban los ojos.

Dada la reacción de Tempi cuando le había contado lo del fuego de palabras y el Lethani, decidí compartir otra cosa.

– Dicen que los que visten el rojo nunca practican el sexo. Dicen que cogéis esa energía y la ponéis en vuestro Ketan, y que por eso sois tan buenos luchadores.

Penthe se rió con ganas.

– Si fuera así, yo nunca habría conseguido la tercera piedra -dijo. Diversión irónica-. Si obtuviera mi habilidad para luchar mediante la abstinencia sexual, habría días en que ni siquiera podría cerrar un puño.

Al oír eso, noté que se me aceleraba un poco el pulso.

– Pero ya sé de dónde proviene esa historia -continuó-. Deben de pensar que no practicamos el sexo porque ningún Adem se acostaría con un bárbaro.

– Ah -dije, un tanto contrariado-. Entonces, ¿por qué me has traído a las flores?

– Porque ahora formas parte de Ademre -contestó con naturalidad-. Supongo que ahora muchos querrán acostarse contigo. Tienes una cara dulce, y sería difícil no sentir curiosidad por tu ira.

Penthe hizo una pausa y echó un significativo vistazo hacia abajo.

– A menos que estés enfermo, claro.

– ¿Cómo? ¡No! ¡Claro que no! -Me ruboricé.

– ¿Estás seguro?

– He estudiado en la Clínica -dije con cierta rigidez-. La mayor escuela de medicina del mundo. Sé todas las enfermedades que se pueden coger, cómo detectarlas y cómo tratarlas.

Penthe me miró con escepticismo.

– No tengo dudas sobre ti. Pero ya se sabe que los bárbaros suelen tener enfermedades sexuales.

Negué con la cabeza.

– Eso solo es otra patraña absurda. Te aseguro que los bárbaros no padecen más enfermedades que los Adem. De hecho, es posible que padezcan menos.

Penthe sacudió la cabeza; tenía una mirada seria.

– No. En eso te equivocas. ¿Cuántos enfermos crees que podría haber entre cien bárbaros?

Aquella era una estadística fácil que yo había aprendido en la Clínica.

– ¿Entre cien? Quizá cinco. Más entre los que trabajan en burdeles o frecuentan esos lugares, desde luego.

Penthe puso cara de asco y se estremeció.

– Entre cien Adem, no hay ni uno solo afectado -dijo con firmeza. Incuestionable.

– Venga ya. -Levanté una mano e hice un círculo con los dedos-. ¿Ninguno?

– Ninguno -confirmó Penthe con vehemencia-. Solo podemos coger esas enfermedades de los bárbaros, y los que viajan están avisados.

– ¿Y si cogieras una enfermedad de esas de otro Adem que no hubiera tenido cuidado mientras viajaba? -pregunté.

La diminuta cara en forma de corazón de Penthe adoptó una seriedad inusitada. Infló las aletas de la nariz.

– ¿De uno de los míos? -Inmensa ira-. Si uno de Ademre me contagiara una enfermedad, me pondría furiosa. Me pondría a gritar desde lo alto de un precipicio para que todos supieran lo que había hecho. Haría que su vida fuera tan dolorosa como un hueso roto.