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Hizo el signo de repugnancia sacudiéndose la pechera de la camisa, el primer signo del lenguaje de signos adem que me había enseñado Tempi.

– Luego haría el largo viaje a pie más allá de las montañas, hasta el Tahl, para curarme. Aunque el viaje me llevara dos años y en todo ese tiempo no pudiera aportar dinero a la escuela. Y nadie me lo reprocharía.

Asentí con la cabeza. Aquello parecía lógico. Dada la actitud de los Adem respecto al sexo, si fuera de otra forma, las enfermedades harían estragos entre la población.

Vi que Penthe me observaba expectante.

– Gracias por las flores -dije.

Penthe asintió, dio un paso hacia mí y alzó la vista. Sonrió con aquella sonrisa tímida suya. La emoción se reflejaba en sus ojos. De pronto se puso seria.

– ¿Son suficiente para satisfacer tus rituales bárbaros o tengo que hacer algo más?

Alargué una mano, le acaricié la suave piel del cuello y deslicé las yemas de los dedos bajo su larga trenza, hasta la nuca. Penthe cerró los ojos e inclinó la cara hacia mí.

– Son preciosas, y más que suficiente -dije, y me incliné para besarla.

– Tenía razón -dijo Penthe dando un suspiro de satisfacción. Estábamos tumbados desnudos entre las flores-. Tienes una ira muy bonita.

Estaba tendido boca arriba, con el menudo cuerpo de Penthe enroscado bajo mi brazo y la cara en forma de corazón apoyada en mi pecho.

– ¿Qué quieres decir con eso? -pregunté-. Me parece que «ira» no es la palabra adecuada.

– Quiero decir vaevin -respondió usando el término en adémico-. ¿Es lo mismo?

– No conozco esa palabra -admití.

– Creo que «ira» es la palabra correcta -dijo ella-. He hablado con Vashet en tu idioma, y ella no me corrigió.

– Pero ¿qué quieres decir con «ira»? No estoy enfadado, desde luego.

Penthe levantó la cabeza de mi pecho y me lanzó una perezosa sonrisa de satisfacción.

– Claro que no -dijo-. Te he quitado la ira. ¿Cómo ibas a estar enfadado?

– Entonces… ¿ahora tú estás enfadada? -pregunté, convencido de que había algo que se me escapaba.

Penthe rió y sacudió la cabeza. Se había soltado la trenza y el pelo de color miel colgaba suelto a un lado de su cara. Parecía otra persona completamente diferente. Por eso y porque no llevaba las ropas rojas de mercenario, supongo.

– No, no es esa clase de ira. Me alegro de tenerla.

– Sigo sin entenderlo -confesé-. Me parece que es una de esas cosas que los bárbaros no sabemos. Explícamelo como si fuera un niño.

Me observó un momento, seria; entonces se tumbó boca abajo para poder mirarme sin forzar el cuello.

– Esta ira no es un sentimiento. Es… -Vaciló y arrugó un poco la frente-. Es un deseo. Una creación. Una necesidad de vida.

Paseó la mirada alrededor y finalmente la clavó en la hierba que nos rodeaba.

– La ira es lo que hace que la hierba empuje hacia arriba desde el suelo para llegar al sol -dijo-. Todos los seres vivos tienen ira. El fuego que contienen es lo que les hace querer moverse, crecer, hacer. -Ladeó la cabeza-. ¿Eso lo entiendes?

– Creo que sí -respondí-. ¿Y las mujeres les quitan la ira a los hombres cuando practican el sexo?

Penthe sonrió y asintió con la cabeza.

– Por eso después un hombre está tan cansado. Entrega una parte de sí mismo. Se derrumba. Se duerme. -Miró hacia abajo-. O una parte de él se duerme.

– No por mucho tiempo -la previne.

– Eso es porque tú tienes una ira muy bonita y muy fuerte -dijo con orgullo-. Ya te lo he dicho. Lo sé porque te he quitado un trozo. Y sé que hay más esperando.

– Sí, hay más -admití-. Pero ¿qué hacen las mujeres con la ira?

– La utilizamos -contestó-. Por eso después una mujer no siempre se duerme como hace un hombre. Está más despierta. Necesita moverse. Desea más de eso que le dio la ira. -Acercó la cabeza a mi torso y me mordió juguetona, frotando su cuerpo desnudo contra el mío.

Era una distracción muy agradable.

– ¿Significa eso que las mujeres no tienen ira propia?

Penthe volvió a reír.

– No. Todas las cosas tienen ira. Pero las mujeres pueden utilizar su ira para muchas cosas. Y los hombres tienen más ira de la que pueden utilizar, demasiada ira para su propio bien.

– ¿Cómo puede uno tener demasiado deseo de vivir, crecer y hacer? -pregunté-. Cuanto más, mejor, ¿no?

Penthe sacudió la cabeza y se apartó el pelo con una mano.

– No. Es como la comida. Una comida te sienta bien. Dos comidas no te sientan mejor. -Volvió a arrugar la frente-. No. Es como el vino. Una copa de vino te sienta bien, dos pueden sentarte mejor, pero diez… -Asintió con la cabeza, muy seria-. Con la ira pasa algo muy parecido. Si un hombre acumula demasiada, se vuelve como un veneno para él. Quiere demasiadas cosas. Lo quiere todo. Su mente se vuelve extraña, violenta.

Asintió para sí.

– Sí. Creo que por eso «ira» es la palabra correcta. Se nota cuándo un hombre se ha guardado toda la ira. Se vuelve amarga en su interior. Se vuelve contra sí misma y le obliga a romper en lugar de hacer.

– Conozco a hombres así -dije-. Pero también a mujeres.

– Todas las cosas tienen ira -repitió encogiendo los hombros-. Una piedra no tiene mucha comparada con un árbol que está echando brotes. Con las personas pasa lo mismo. Unas tienen más y otras, menos. Unas la utilizan sabiamente, y otras no. -Esbozó una amplia sonrisa-. Yo tengo mucha, y por eso me gusta tanto el sexo y soy tan fiera peleando. -Volvió a morderme en el pecho, esa vez más en serio, y empezó a avanzar hacia mi cuello.

– Pero si le quitas la ira a un hombre practicando con él el sexo -dije esforzándome para concentrarme-, ¿no significa eso que cuanto más sexo practicas, más quieres?

– Es como el agua que usas para cebar una bomba -dijo con voz acalorada junto a mi oreja-. Ven, voy a quitártela toda, aunque nos lleve todo el día y parte de la noche.

Al final nos trasladamos del prado a los baños, y luego a la casa de Penthe, una vivienda de dos habitaciones cómodas y acogedoras construida contra la pared de un risco. La luna llevaba un rato observándonos a través de la ventana, aunque dudo que le mostrásemos algo que ella no hubiera visto ya.

– ¿Ya tienes suficiente? -dije con voz entrecortada. Estábamos tumbados lado a lado en su cama, ancha y cómoda, cubiertos de sudor-. Si me quitas mucha más, quizá no me quede ira para hablar ni para respirar.

Tenía una mano sobre la llana superficie de su vientre. Su piel era lisa y suave, pero cuando rió noté cómo se tensaban los músculos de su abdomen, que se pusieron duros como planchas de acero.

– Sí, de momento ya tengo suficiente -me respondió, y su voz reveló su agotamiento-. Si te dejo vacío como un fruto al que han extraído todo el jugo, Vashet se enfadara.

Pese a que había sido un largo día, estaba sorprendentemente despierto, y tenía la mente clara y despejada. Recordé algo que Penthe había dicho hacía un rato.

– Antes has mencionado que las mujeres utilizan la ira para muchas cosas. ¿Qué usos le dan ellas que no le den los hombres?

– Nosotras enseñamos -me contestó-. Damos nombres. Llevamos la cuenta de los días y nos encargamos de que todo fluya. Plantamos. Hacemos niños. -Encogió los hombros-. Muchas cosas.

– Pero los hombres también pueden hacer esas cosas -razoné.

– Te equivocas de palabra -dijo Penthe riendo. Me frotó la barbilla-. Los hombres pueden hacer una barba. Un niño es diferente, y en eso no participáis.

– Nosotros no llevamos dentro al niño -puntualicé, un poco ofendido-, pero sí participamos en hacerlo.

Penthe me miró con una sonrisa en los labios, como si yo acabara de soltar un chiste. Entonces se le fue borrando la sonrisa. Se incorporó apoyándose en un codo y se quedó mirándome.

– ¿Lo dices en serio?