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Al ver mi cara de perplejidad, abrió mucho los ojos y se sentó en la cama.

– ¡Es verdad! -exclamó-. ¡Creéis en las madres varón! -Se puso a reír y se tapó la boca con ambas manos-. ¡Nunca creí que fuera verdad! -Bajó la mano izquierda revelando una sonrisa de excitación mientras hacía el signo de asombro y deleite.

Sentí que debía molestarme, pero no me quedaba suficiente energía. Quizá hubiera parte de verdad en aquello que Penthe había dicho de que los hombres perdían su ira.

– ¿Qué es una madre varón? -pregunté.

– ¿Seguro que no es ninguna broma? -dijo Penthe, que seguía tapándose la sonrisa con una mano-. ¿De verdad creéis que el hombre pone al niño dentro de la mujer?

– Pues… sí-contesté, un tanto incómodo-. Es una forma sencilla de expresarlo. Para hacer un niño hacen falta un hombre y una mujer. Un padre y una madre.

– ¡Pero si hasta tenéis una palabra para eso! -exclamó, encantada-. Eso también me lo habían contado. Como las historias de la sopa de barro. ¡Pero nunca creí que fuera verdad!

Llegados a ese punto, me incorporé. Empezaba a preocuparme.

– A ver, pero tú sabes cómo se hacen los niños, ¿no? -pregunté, e hice el signo de gravedad-. Los niños vienen haciendo esto que llevamos haciendo casi todo el día.

Penthe me observó un momento atónita, y a continuación soltó una carcajada; intentó hablar varias veces, pero cada vez que me miraba y veía la expresión de mi cara, la risa volvía a impedírselo.

Entonces se puso las manos sobre el abdomen y empezó a palpárselo fingiendo desconcierto.

– ¿Dónde está mi niño? Debo de haber practicado mal el sexo todos estos años. -Volvió a reír, y los músculos de su abdomen oscilaron dibujando un relieve parecido al del caparazón de una tortuga-. Si lo que dices fuera cierto, yo ya tendría cien hijos. ¡Quinientos hijos!

– No pasa todas las veces que practicas el sexo -expliqué-. La mujer solo está madura para hacer un hijo en determinados momentos.

– Y tú, ¿lo has hecho? -me preguntó mirándome con fingida seriedad, mientras una sonrisa asomaba a la comisura de sus labios-. ¿Has hecho algún niño con una mujer?

– He tomado medidas para no hacerlo -contesté-. Hay una hierba llamada silphium. La mastico todos los días, y evita que le ponga el niño dentro a la mujer.

Penthe sacudió la cabeza.

– Eso es otro ritual de sexo de los bárbaros -dijo-. Y de donde tú vienes, ¿llevar a un hombre a las flores también hace niños?

Decidí cambiar de táctica.

– Si los hombres no participan en hacer los niños, ¿cómo explicas que los niños se parezcan a sus padres?

– Los recién nacidos parecen ancianos enojados -respondió Penthe-. Son calvos y tienen… -titubeó, tocándose la mejilla- rayas en la cara. ¿Quiere eso decir que los ancianos son los únicos que hacen niños? -Sonrió con ironía.

– ¿Y los gatitos? -pregunté-. Habrás visto una carnada de garitos. Cuando un gato blanco y un gato negro se aparean, nacen gatitos blancos y negros. Y algunos de los dos colores.

– ¿Siempre?

– No, no siempre -admití-. Pero sí la mayoría de las veces.

– ¿Y si hay un gatito rubio? -me preguntó.

Antes de que pudiera responder, Penthe descartó la pregunta con un ademán.

– Los gatitos no tienen nada que ver -dijo-. Nosotros no somos como los animales. No nos ponemos en celo. No ponemos huevos. No hacemos capullos, ni frutos, ni semillas. No somos perros, ni ranas, ni árboles.

»Te estás equivocando -continuó, mirándome con seriedad-. También podrías decir que dos piedras hacen piedrecitas golpeándose una contra otra hasta que se desprende un trozo. Y que las personas hacen lo mismo para hacer niños.

Estaba que echaba chispas, pero Penthe tenía razón. Estaba cometiendo una falacia por analogía. Era lógica incorrecta.

Seguimos hablando un rato de lo mismo. Le pregunté si conocía a alguna mujer que se hubiera quedado embarazada sin haber tenido relaciones sexuales en los meses anteriores. Penthe me contestó que no conocía a ninguna mujer que hubiera pasado tres meses sin tener relaciones sexuales voluntariamente, salvo que hubieran viajado a tierras bárbaras, o estuvieran muy enfermas, o fueran muy viejas.

Al final, Penthe agitó una mano para hacerme callar e hizo el signo de exasperación.

– ¿No ves que solo das excusas? Practicando el sexo se hacen bebés, pero no siempre. Los bebés se parecen a las madres varón, pero no siempre. El sexo debe practicarse en el momento correcto, pero no siempre. Hay plantas que ayudan a hacer niños, y otras que ayudan a evitarlo. -Sacudió la cabeza-. ¿No te das cuenta de que lo que dices es fino como una red? Sigues tejiendo hilos con la esperanza de que la red retenga el agua. Pero la esperanza no hace que sea cierto.

Al ver que fruncía el entrecejo, me cogió una mano e hizo en ella el signo de consuelo, como había hecho en el comedor. Había dejado de reír.

– Ya veo que crees en eso. Entiendo por qué los varones bárbaros quieren creerlo. Debe de ser reconfortante pensar que sois importantes para algo. Pero no es verdad, sencillamente.

Penthe me miró con algo parecido a la lástima y continuó:

– A veces, una mujer madura. Eso es algo natural en lo que los hombres no participan. Por eso muchas mujeres maduran en otoño, como los frutos. Por eso muchas mujeres maduran aquí, en Haert, que es un buen sitio para tener niños.

Busqué algún otro argumento convincente, pero no se me ocurrió ninguno. Era frustrante.

Al ver mi expresión, Penthe me apretó la mano e hizo el signo de concesión.

– Quizá las mujeres bárbaras sean diferentes -apuntó.

– Eso solo lo dices para que me sienta mejor -repliqué sombríamente, y de pronto abrí la boca en un bostezo enorme.

– Sí -admitió Penthe. Me besó suavemente y me empujó por los hombros para tumbarme de nuevo en la cama.

Me tumbé, y Penthe volvió a acurrucarse bajo mi brazo, apoyando la cabeza en mi hombro.

– Debe de resultar duro ser hombre -dijo en voz baja-. Las mujeres sabemos que formamos parte del mundo. Estamos llenas de vida. Las mujeres somos la flor y el fruto. Recorremos el tiempo como parte de nuestros hijos. Pero los hombres… -Giró la cabeza y me miró; la lástima se reflejaba en sus ojos-. Vosotros sois una rama desnuda. Sabéis que cuando muráis, no dejaréis nada importante atrás.

Penthe me acarició el pecho con ternura.

– Creo que por eso estáis tan llenos de ira. Quizá no tengáis más ira que las mujeres. Quizá la ira dentro de vosotros no tenga ningún sitio adónde ir, sencillamente. Quizá esté desesperada por dejar alguna huella. Golpea el mundo. Os hace actuar con precipitación. Os hace discutir, enfureceros. Pintáis y construís y peleáis y contáis historias que son mayores que la verdad.

Dio un suspiro de satisfacción y apoyó la cabeza en mi hombro, arrimándose más a la curva de mi brazo.

– Siento tener que decirte estas cosas. Eres un buen hombre, y muy guapo. Pero no dejas de ser un hombre. Tu ira es lo único que puedes ofrecerle al mundo.

Capítulo 128

Nombres

Era el día en que decidiría si me quedaba o me marchaba. Estaba con Vashet en una colina verde, viendo salir el sol entre las nubes.

– Saicere significa volar, atrapar, romper -dijo Vashet con voz queda, por enésima vez-. Debes recordar todas las manos que la han sujetado. Son muchas manos, y todas seguían el Lethani. No debes usarla nunca de forma incorrecta.

– Lo prometo -dije por enésima vez, y tras vacilar un instante, saqué a colación un tema que llevaba tiempo inquietándome-. Pero Vashet, tú utilizaste tu espada para pelar la rama de sauce con que me azotaste. Una vez te vi utilizarla para mantener la ventana de tu casa abierta. Te cortas las uñas con ella…