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– Tenía un sinfín de críticas: sabía demasiadas palabras. Nunca había pasado hambre. Era demasiado blando… -Cronista tenía las manos ocupadas limpiando el plumín de su pluma-. Me pareció que había dejado su postura muy clara cuando dijo: «¿Quién iba a pensar que un secretario de poca monta como tú pudiera tener ni una pizca de hierro dentro?».

Kvothe compuso una sonrisita de lástima.

– ¿En serio?

– Bueno, en realidad me llamó gilipollas -dijo Cronista con un encogimiento de hombros-. No quería ofender los inocentes oídos de nuestro joven amigo. -Apuntó a Bast con la barbilla-. Por lo que veo, ha tenido un mal día.

Kvothe sonrió abiertamente.

– Es una pena que no coincidiéramos en la Universidad.

Cronista pasó el plumín por última vez por el trapo y lo acercó a la tenue luz que entraba por la ventana de la posada.

– No creas -dijo-. No te habría caído bien. Era un gilipollas de poca monta. Y un mimado. Y un engreído.

– Y ¿qué ha cambiado desde entonces? -preguntó Kvothe.

Cronista resolló con desdén.

– No mucho, dependiendo de a quién preguntes. Pero me gusta pensar que se me han abierto un poco los ojos. -Enroscó con cuidado el plumín en la pluma.

– Y ¿cómo ha sido, exactamente? -preguntó Kvothe.

Cronista miró al posadero desde el otro lado de la mesa, como si le hubiera sorprendido la pregunta.

– ¿Exactamente? Yo no estoy aquí para contar una historia. -Volvió a guardar el trapo en la cartera-. En pocas palabras: me enfadé y me marché de la Universidad en busca de pastos más verdes. Es lo mejor que he hecho en la vida. En un mes en el camino aprendí más de lo que había aprendido con tres años de clases.

Kvothe asintió.

– Ya lo dijo Teccam: no hay hombre valiente que nunca haya caminado cien kilómetros. Si quieres saber quién eres, camina hasta que no haya nadie que sepa tu nombre. Viajar nos pone en nuestro sitio, nos enseña más que ningún maestro, es amargo como una medicina, cruel como un espejo. Un largo tramo de camino te enseñará más sobre ti mismo que cien años de silenciosa introspección.

Capítulo 130

Vino y agua

Las despedidas de Haert me llevaron un día entero. Comí con Vashet y Tempi y dejé que ambos me dieran más consejos de los que necesitaba o deseaba oír. Celean lloró un poco y dijo que iría a visitarme cuando por fin vistiera el rojo. Hicimos un último combate y sospecho que me dejó ganar.

Por último pasé una agradable velada con Penthe que se convirtió en una agradable noche y, finalmente, en una agradable madrugada. Conseguí dormir un poco en las pálidas horas previas al amanecer.

Como me crié entre los Ruh, siempre me sorprende mucho lo rápido que una persona puede echar raíces en un sitio. No llevaba ni dos meses en Haert, y sin embargo me costó marcharme.

Pese a todo, me sentí bien en cuanto pisé el camino, dispuesto a reencontrarme con Alveron y Denna. Ya iba siendo hora de que recibiera mi recompensa por un trabajo bien hecho y ofreciera una disculpa sincera y bastante tardía.

Cinco días más tarde, iba caminando por uno de esos tramos de camino largos y solitarios que solo encuentras en las colinas de la región oriental de Vintas. Como decía mi padre, me hallaba en el borde del mapa.

En todo el día solo me había cruzado con un par de viajeros, y no había encontrado ni una sola posada. La perspectiva de dormir a la intemperie no me preocupaba especialmente, pero ya llevaba un par de días comiendo de lo que llevaba en el macuto, y un plato caliente no me habría venido mal.

Cuando casi había anochecido y había abandonado toda esperanza de llevarme algo decente al estómago divisé un hilo de humo blanco flotando contra el cielo crepuscular. Al principio creí que sería una granja. Entonces oí música a lo lejos y empecé a recuperar la esperanza de una cama y un plato caliente junto a la chimenea de una posada.

Pero al tomar un recodo del camino me llevé una grata sorpresa. Avisté entre los árboles las altas llamas de una hoguera entre dos carromatos, y esa imagen rescató de mi memoria recuerdos dolorosos. Había hombres y mujeres que charlaban repantigados. Uno rasgueaba las cuerdas de un laúd, y otro golpeaba distraídamente un pequeño tamboril que sostenía apoyado contra la pierna. Otros montaban una tienda entre dos árboles mientras una anciana colocaba un trébede sobre el fuego.

Artistas de troupe. Es más, en el costado de uno de los carromatos reconocí unas señales que para mí brillaban más que el fuego. Aquellas señales significaban que se trataba de auténticos artistas de troupe. Mi familia, los Edena Ruh.

Salí de entre los árboles, y uno de los hombres dio un grito; antes de que pudiera tomar aire para hablar había tres espadas apuntándome. El silencio repentino, después de la música y la charla, resultaba inquietante.

Un individuo apuesto con barba negra y un arete de plata dio un paso adelante sin apartar la punta de su espada de mi cara.

– ¡Otto! -gritó mirando por encima de mi hombro, hacia el bosque-. Si te has dormido, te juro por la leche de mi madre que te destripo. ¿Quién demonios eres?

La pregunta iba dirigida a mí. Pero todavía no había contestado cuando se oyó una voz proveniente de los árboles:

– Estoy aquí, Alleg, tal como… ¿Quién es ese? ¿Cómo demonios ha pasado sin que lo viera?

En cuanto habían desenvainado sus espadas, yo había levantado las manos. Es lo más sensato que puedes hacer cuando alguien te apunta con un objeto punzante. Sin embargo, sonreía cuando dije:

– Lamento haberte asustado, Alleg.

– No me vengas con cuentos -dijo él fríamente-. Te quedan diez segundos para explicarme qué hacías merodeando alrededor de nuestro campamento.

No hizo falta que dijera nada: me di la vuelta para que todos los que estaban alrededor del fuego pudieran ver el estuche del laúd que llevaba colgado a la espalda.

Alleg cambió inmediatamente de actitud. Se relajó y envainó su espada. Los otros lo imitaron; Alleg se acercó a mí riendo.

Yo también me reí, y dije:

– Una familia.

– Una familia. -Me estrechó la mano y, volviéndose hacia la hoguera, gritó-: ¡A comportarse todos! ¡Esta noche tenemos un invitado! -Hubo una breve ovación, y todos volvieron a lo que estaban haciendo antes de mi llegada.

Un hombre corpulento armado con una espada salió pisando fuerte de entre los árboles.

– Que me aspen si ha pasado a mi lado, Alleg. Seguro que es de…

– Es de nuestra familia -interpuso Alleg.

– Ah -dijo Otto, claramente sorprendido. Entonces se fijó en mi laúd-. En ese caso, bienvenido.

– La verdad es que no he pasado a tu lado -mentí. En la oscuridad, el shaed me volvía prácticamente invisible. Pero eso no era culpa suya, y yo no quería causarle problemas-. He oído la música y he dado un rodeo. Os he confundido con otra troupe, y quería darles una sorpresa.

Otto miró a Alleg de forma significativa; dio media vuelta y volvió a internarse en el bosque.

Alleg me puso un brazo sobre los hombros.

– ¿Puedo ofrecerte algo de beber?

– Un poco de agua, si te sobra.

– Ningún invitado bebe agua alrededor de nuestro fuego -protestó-. Solo nuestro mejor vino tocará tus labios.

– El agua de los Edena es más dulce que el vino para quienes llevan un tiempo en el camino. -Le sonreí.

– Pues entonces bebe tanta agua y tanto vino como desees. -Me condujo hasta uno de los carromatos, donde había un barril de agua.

Siguiendo una tradición ancestral, me bebí un cucharón de agua y llené un segundo cucharón para lavarme las manos y la cara. Tras secarme la cara con la manga de la camisa, miré a Alleg y sonreí.

– Qué alegría da volver al hogar.

Alleg me dio una palmada en la espalda.

– Ven conmigo. Déjame presentarte al resto de tu familia.