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Los primeros fueron dos hombres de unos veinte años, ambos con barba desaliñada.

– Fren y Josh son nuestros mejores cantantes, sin contarme a mí, por supuesto. -Les estreché la mano.

A continuación saludé a los dos hombres que tocaban instrumentos junto al fuego.

– Gaskin toca el laúd. Laren, el caramillo y el tamboril.

Ambos me sonrieron. Laren golpeó el tamboril con el dedo pulgar, y el tambor produjo un tenue «tum».

– Aquel es Tim. -Alleg señaló al otro lado de la hoguera, donde un hombre alto y de rostro adusto aceitaba una espada-. Y a Otto ya lo has conocido. Ellos nos protegen de los peligros del camino.

Tim me saludó con una inclinación de cabeza, apartando la vista solo un momento de su espada.

– Esta es Anne. -Alleg señaló a una mujer mayor, con cara de pocos amigos y el pelo canoso recogido en un moño-. Ella nos alimenta y hace de madre para todos.

Anne siguió cortando zanahorias sin prestarnos atención.

– Y por último, pero no por eso menos importante, está Kete, que guarda la llave de todos nuestros corazones.

Kete tenía una mirada dura, y sus labios dibujaban una línea fina; pero su expresión se suavizó un tanto cuando le besé la mano.

– Y eso es todo -dijo Alleg dedicándome una sonrisa y una pequeña reverencia-. Y tú, ¿cómo te llamas?

– Kvothe.

– Bienvenido, Kvothe. Ponte cómodo y descansa. ¿Necesitas algo?

– ¿Un poco de ese vino que has mencionado antes? -dije sonriendo.

Se tocó la frente con el pulpejo de la mano.

– ¡Claro! ¿O prefieres cerveza?

Asentí con la cabeza y Alleg fue a buscar una jarra.

– Excelente -dije tras probarla, y me senté en un tocón.

Alleg hizo como si se tocara el ala de un sombrero imaginario.

– Gracias. Tuvimos la suerte de afanarla hace un par de días, cuando pasábamos por Levinshir. Y a ti, ¿cómo te ha tratado el camino últimamente?

Estiré la espalda arqueándome hacia atrás y suspiré.

– Para ser un trovador solitario, no demasiado mal. -Encogí los hombros-. Aprovecho todas las oportunidades que se me presentan. Tengo que andarme con cuidado, porque voy solo.

Alleg asintió con la cabeza.

– La única protección con que contamos nosotros es nuestra superioridad numérica -admitió; luego apuntó con la barbilla a mi laúd y añadió-: ¿Podrías cantarnos algo mientras esperamos a que Anne termine de preparar la cena?

– Desde luego -contesté, y dejé la jarra-. ¿Qué os gustaría oír?

– ¿Sabes tocar «Vete de la ciudad, calderero»?

– ¿Que si sé tocarla? A ver qué te parece. -Saqué el laúd del estuche y me puse a tocar. Cuando llegué al estribillo, ya todos habían dejado lo que estaban haciendo para escucharme. Hasta vi a Otto cerca de la linde del bosque; había abandonado su puesto de observación y miraba hacia la hoguera.

Cuando terminé la canción, todos aplaudieron con entusiasmo.

– Sí, sabes tocarla -dijo Alleg riendo. Entonces se puso serio y, golpeándose los labios con la yema de un dedo, me preguntó-: ¿Te gustaría viajar con nosotros un tiempo? No nos vendría mal otro músico.

Me lo pensé unos instantes.

– ¿Hacia dónde vais?

– Hacia el este.

– Yo voy a Severen -dije.

– Podemos pasar por Severen -repuso Alleg encogiendo los hombros-. Siempre que no te importe ir por el camino más largo.

– Llevo mucho tiempo lejos de la familia -admití barriendo con la mirada aquella escena junto al fuego que yo conocía muy bien.

– Un Edena no debe viajar solo -agregó Alleg pausadamente mientras deslizaba un dedo por el borde de su negra barba.

Dejé escapar un suspiro y dije:

– Vuelve a preguntármelo por la mañana.

Alleg sonrió y me dio una palmada en la rodilla.

– ¡Estupendo! Eso significa que tenemos toda la noche para convencerte.

Guardé mi laúd y me disculpé para ir a atender una necesidad. Al regresar, me arrodillé junto a Anne, que estaba sentada cerca del fuego.

– ¿Qué nos está preparando, madre? -le pregunté.

– Estofado -me contestó con tono cortante.

– Y ¿qué lleva? -pregunté con una sonrisa.

Anne me miró con los ojos entornados.

– Cordero -dijo como desafiándome a negarlo.

– Hace mucho tiempo que no como cordero, madre. ¿Me deja probarlo?

– Tendrás que esperar, igual que los demás -me espetó.

– ¿Ni siquiera un poquito? -la camelé dedicándole mi sonrisa más obsequiosa.

La anciana inspiró y, encogiendo los hombros, cedió.

– Está bien. Pero si empieza a dolerte el estómago, no será culpa mía.

Me reí.

– No, madre. No será culpa suya. -Cogí la cuchara de madera, de mango largo, y me la acerqué a los labios. Tras soplar en ella, probé el estofado-. ¡Madre! -exclamé-. Es el guiso más delicioso que he probado en un año.

– Bah -repuso ella mirándome con recelo.

– Se lo digo sinceramente, madre -insistí-. En mi opinión, el que no sepa apreciar este delicioso estofado no es un verdadero Ruh.

Anne se volvió, siguió removiendo el contenido de la olla y me ahuyentó con un ademán, pero su expresión ya no era tan hostil como antes.

Después de pasar por el barril para llenarme otra vez la jarra, volví a mi asiento. Gaskin se inclinó hacia delante.

– Nos has regalado una canción. ¿Te apetece oír algo?

– ¿«El caramillero ingenioso», por ejemplo? -propuse.

– Esa no la conozco -dijo Gaskin arrugando la frente.

– Es sobre un Ruh muy astuto que se burla de un granjero.

– Pues no -dijo Gaskin sacudiendo la cabeza.

Me agaché para coger mi laúd.

– Os la tocaré. Es una canción que todos nosotros deberíamos saber.

– Escoge otra -protestó Laren-. Voy a tocarte algo con el caramillo. Tú ya has cantado para nosotros una vez esta noche.

– Se me había olvidado que tocabas el caramillo -dije sonriéndole-. Esta te gustará -le aseguré-. El caramillero es el héroe. Además, vosotros vais a llenarme la barriga, de modo que es justo que yo os llene los oídos. -Antes de que pudieran presentar más objeciones, me puse a tocar, rápido y ligero.

Rieron durante toda la canción. Desde el principio, cuando el caramillero mata al granjero, hasta el final, cuando seduce a la esposa y a la hija de la víctima. No canté las dos últimas estrofas, donde los aldeanos matan al caramillero.

Cuando terminé, Laren se secó las lágrimas.

– Eh, tienes razón, Kvothe. Me convenía saber esa canción. Además… -le lanzó una mirada a Kete, que estaba sentada al otro lado de la hoguera- es una canción verídica. Las mujeres se pirran por los caramilleros.

Kete dio un resoplido de desdén y puso los ojos en blanco.

Charlamos de cosas sin importancia hasta que Anne anunció que el estofado ya estaba listo. Todos lo atacamos con ganas, y solo se interrumpía el silencio para felicitar a Anne.

– Dime la verdad, Anne -dijo Alleg después del segundo cuenco-. ¿Birlaste pimienta en Levinshir?

– Todos tenemos nuestros secretos, querido -respondió Anne, petulante-. No se debe presionar a una dama.

– ¿Os han ido bien últimamente las cosas a ti y a los tuyos? -pregunté a Alleg.

– Sí, ya lo creo -me contestó entre dos bocados-. En Levinshir, hace un par de días, nos fueron especialmente bien. -Guiñó un ojo-. Ya lo verás más tarde.

– Me alegro de oírlo.

– De hecho -se inclinó hacia delante y adoptó un tono de complicidad- las cosas nos han ido tan bien que me siento generoso. Lo bastante generoso para ofrecerte cualquier cosa que me pidas. Cualquier cosa. Pídeme y será tuyo. -Se inclinó un poco más y añadió con un susurro teatral-: Quiero que sepas que esto es un intento flagrante de sobornarte para que te quedes con nosotros. Con esa hermosa voz tuya podríamos llenar nuestras bolsas.

– Por no mencionar las canciones que podría enseñarnos -terció Gaskin.