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Me lanzó una mirada fulminante, y como no me aparté de inmediato, compuso una sonrisa antipática.

– Ah, pero si todavía tienes prohibido entrar en el Archivo, ¿verdad? ¿Quieres que organice una presentación de la información básica en un formato más adecuado a los de tu clase? ¿Quizá una pantomima o una especie de espectáculo de títeres?

Me aparté, y Hemme pasó a mi lado murmurando por lo bajo. Elodin fijó la mirada como si clavara puñales en la ancha espalda del otro maestro, y hasta que Hemme no dobló la esquina, no volvió a prestarme atención.

– Quizá sería mejor que te dedicaras a tus otras asignaturas, Re'lar Kvothe -dijo tras dar un suspiro-. Dal te tiene aprecio, y Kilvin también. Creo que con ellos estás progresando adecuadamente.

– Pero, señor -dije tratando de disimular mi consternación-, fue usted quien propuso que me ascendieran a Re'lar.

Elodin se volvió y siguió subiendo la escalera.

– Entonces deberías valorar mis sabios consejos, ¿no te parece?

– Pero si va a enseñar a otros alumnos, ¿por qué a mí no?

– Porque eres demasiado entusiasta para tener la paciencia necesaria -me contestó con ligereza-. Eres demasiado orgulloso para escuchar como es debido. Y eres demasiado listo. Eso es lo peor.

– Hay maestros que prefieren a los alumnos inteligentes -murmuré al entrar en un pasillo ancho.

– Sí -admitió Elodin-. Dal, Kilvin y Arwyl prefieren a los alumnos inteligentes. Ve y estudia con alguno de ellos. Así, tu vida y la mía serán considerablemente más fáciles.

– Pero…

Elodin se paró en seco en medio del pasillo.

– Muy bien -dijo-. Demuéstrame que vale la pena que te enseñe. Sacude mis prejuicios hasta los cimientos. -Se palpó la túnica teatralmente, como si buscara algo perdido en algún bolsillo-. Lamentablemente, no tengo forma de entrar por esa puerta. -Dio unos golpecitos en ella con los nudillos-. ¿Qué harías tú en esta situación, Re'lar Kvothe?

Sonreí pese a mi ligero enojo. Elodin no habría podido escoger un reto más adecuado para mis talentos. Saqué un trozo de acero elástico largo y delgado de uno de los bolsillos de mi capa, me arrodillé ante la puerta y examiné el ojo de la cerradura. La cerradura era sólida, fabricada para durar. Pero si bien las cerraduras grandes y pesadas parecen imponentes, en realidad son más fáciles de burlar, siempre y cuando hayan estado bien cuidadas.

Y aquella la habían cuidado. Solo tardé lo que se tarda en respirar tres veces lentamente en abrirla produciendo un satisfactorio chasquido. Me levanté, me sacudí el polvo de las rodillas y abrí la puerta hacia dentro con un floreo.

Elodin, por su parte, se mostró un tanto impresionado. Al abrirse la puerta, arqueó las cejas.

– Muy listo -dijo, y entró.

Lo seguí. Nunca me había preguntado cómo serían las habitaciones de Elodin. Pero si me lo hubiera preguntado, no me las habría imaginado como aquellas.

Eran enormes y lujosas, con techos altos y alfombras gruesas. Las paredes estaban forradas de madera noble, y los ventanales dejaban entrar la luz matutina. Había cuadros al óleo y muebles de madera antiguos y enormes. Todo destilaba una extraña normalidad.

Elodin entró deprisa por el recibidor, cruzó una bien decorada salita y llegó al dormitorio. O mejor dicho, a la cámara. Era inmensa, con una cama con dosel del tamaño de una barca. Elodin abrió de par en par un armario ropero y empezó a sacar de él varias túnicas largas y oscuras, parecidas a la que llevaba puesta.

– Toma. -Elodin me llenó los brazos de túnicas hasta que ya no pude sujetar ni una más. Algunas eran de algodón, de uso diario, pero había otras de hilo, finísimas, y de terciopelo denso y suave. Elodin se puso media docena de túnicas más en el brazo y las llevó a la salita.

Pasamos al lado de viejas estanterías cargadas de centenares de libros, y de un escritorio enorme y lustroso. Una de las paredes la ocupaba una enorme chimenea de piedra, lo bastante grande para asar un cerdo entero, aunque en ese momento solo había un pequeño fuego que combatía el frío de principios del otoño.

Elodin cogió una licorera de cristal de una mesa y se colocó delante de la chimenea. Me puso las túnicas que había cogido él en los brazos; yo apenas podía mirar por encima del montón de ropa que sujetaba. El maestro levantó delicadamente el tapón de la licorera, dio un sorbo de su contenido y arqueó una ceja en señal de apreciación, sosteniéndola contra la luz.

Decidí volver a intentarlo.

– ¿Por qué no quiere enseñarme Nominación, maestro Elodin?

– Pregunta incorrecta -dijo él, e inclinó la licorera sobre las brasas de la chimenea. Cuando las llamas se reavivaron, Elodin me quitó unas cuantas túnicas y, despacio, arrojó una de terciopelo al fuego. La tela prendió enseguida, y cuando empezó a arder, Elodin arrojó otras túnicas al fuego, en rápida sucesión. El resultado fue un enorme montón de tela ardiendo y lanzando densas nubes de humo por la chimenea-. Vuelve a intentarlo.

No pude evitarlo y formulé la pregunta obvia:

– ¿Por qué quema sus túnicas?

– No. Esa ni siquiera se acerca a la pregunta correcta -dijo; me quitó más túnicas de los brazos y las echó al fuego. Entonces cogió el pomo del tiro y lo cerró con un chasquido metálico. Unas nubes de humo enormes empezaron a invadir la habitación. Elodin tosió un poco, se apartó y miró alrededor con aire de vaga satisfacción.

De pronto entendí qué estaba pasando.

– Dios mío. ¿De quién son estas habitaciones?

Elodin asintió, satisfecho.

– Muy bien. También habría aceptado «¿Por qué no tiene la llave de esta habitación?» o «¿Qué hacemos aquí?». -Me miró con seriedad-. Las puertas están cerradas con llave por algo. Los que no tienen llave han de quedarse fuera por algo.

Dio un golpecito al montón de ropa en llamas con la punta del pie, como si quisiera asegurarse de que no saldría de la chimenea.

– Sabes que eres listo. Ese es tu punto débil. Das por hecho que sabes dónde te metes, pero no lo sabes.

Elodin se dio la vuelta para mirarme con sus ojos oscuros y serios.

– Crees que puedes confiar en que te enseñaré -prosiguió-. Crees que te mantendré a salvo. Pero esa es la peor clase de insensatez.

– ¿De quién son estas habitaciones? -repetí, atontado.

Elodin me mostró todos sus dientes en una sonrisa.

– Del maestro Hemme.

– ¿Por qué quema todas las túnicas de Hemme? -pregunté tratando de ignorar el hecho de que la habitación se estaba llenando rápidamente de un humo acre.

Elodin me miró como si yo fuera imbécil.

– Porque lo odio -respondió. Cogió la licorera de cristal de la repisa de la chimenea y la arrojó violentamente contra el fondo de la chimenea, donde se hizo añicos. El fuego se avivó con el poco líquido que quedaba en la botella-. Es un gilipollas. A mí nadie me habla así.

La habitación seguía llenándose de humo. De no ser por la altura del techo, ya nos habríamos asfixiado. Aun así, empezaba a costarnos respirar cuando fuimos hacia la puerta. Elodin la abrió y el humo invadió el pasillo.

Nos quedamos allí de pie, mirándonos, mientras salían nubes de humo. Decidí enfocar el problema de otra manera.

– Entiendo que tenga dudas, maestro Elodin -declaré-. A veces no pienso las cosas detenidamente.

– Eso es evidente.

– Y reconozco que ha habido ocasiones en que mis actos han sido… -Hice una pausa tratando de pensar algo más humilde que «poco meditados».

– ¿De una estupidez incomprensible para cualquier mortal? -sugirió Elodin.

Me encolericé, y mi breve intento de humildad quedó en nada.

– ¡Bueno, menos mal que soy el único que ha tomado una decisión equivocada alguna vez en la vida! -salté, casi a voz en grito. Lo miré con dureza-. A mí también me han contado historias sobre usted, ¿sabe? Dicen que usted también la cagó bastante cuando estudiaba aquí.