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No volví a tener esas pesadillas. A veces pienso en Alleg y sonrío.

Al día siguiente llegamos a Levinshir. Ell había recobrado los sentidos, pero permanecía callada y reservada. Sin embargo, las cosas ya iban mucho más deprisa, sobre todo porque las chicas habían decidido que se habían recuperado lo suficiente para turnarse para montar a Cola Gris.

Recorrimos diez kilómetros antes de parar a mediodía; las chicas estaban cada vez más emocionadas porque empezaban a reconocer elementos del paisaje. El contorno de los montes a lo lejos. Un árbol torcido junto al camino.

Pero a medida que nos acercábamos más a Levinshir, fueron quedándose calladas.

– Está detrás de esa colina -dijo Krin bajándose del caballo ruano-. Monta tú ahora, Ell.

Ell la miró, luego a mí y finalmente agachó la cabeza y clavó la vista en sus pies. Negó con la cabeza.

– ¿Estáis bien? -les pregunté.

– Mi padre me matará -dijo Krin con un hilo de voz y un profundo temor reflejado en el semblante.

– Tu padre será uno de los hombres más felices del mundo esta noche -dije; luego pensé que era mejor que fuera sincero-. Quizá también esté enfadado, pero solo porque lleva ocho días muerto de miedo.

Krin pareció tranquilizarse un poco, pero Ell rompió a llorar. Krin la abrazó e intentó sosegarla arrullándola con sonidos inarticulados.

– Nadie querrá casarse conmigo -sollozó Ell-. Iba a casarme con Jason Waterson y ayudarlo a llevar su tienda. Ahora no querrá casarse conmigo. Nadie querrá.

Miré a Krin y vi el mismo temor reflejado en sus ojos humedecidos. Pero en los de Krin ardía una rabia contenida, mientras que en los de Ell solo había desesperación.

– Cualquier hombre que piense eso es un idiota -dije imprimiéndole a mi voz toda la convicción que pude-. Y vosotras dos sois demasiado listas y demasiado hermosas para casaros con un idiota.

Me pareció que mis palabras calmaban un poco a Ell, que puso sus ojos en mí como buscando algo en lo que creer.

– Es la verdad -dije-. Y nada de lo que ha pasado ha sido culpa vuestra. Recordadlo bien los próximos días.

– ¡Los odio! -saltó Ell, y su repentina cólera me sorprendió-. ¡Odio a los hombres! -Tenía agarradas las riendas de Cola Gris, y se le pusieron los nudillos blancos. Su rostro se contrajo formando una máscara de ira. Krin la abrazó, pero cuando me miró, vi el mismo sentimiento silenciosamente reflejado en sus oscuros ojos.

– Estáis en vuestro derecho a odiar a esos hombres -dije; sentía más ira y más impotencia que nunca en mi vida-. Pero yo también soy un hombre. No todos somos así.

Nos quedamos un rato allí, a menos de un kilómetro del pueblo. Bebimos agua y comimos un poco para serenarnos. Y entonces las llevé a casa.

Capítulo 135

Regreso a casa

Levinshir no era un pueblo grande. Tenía doscientos habitantes, quizá trescientos contando las granjas de la periferia. Llegamos a la hora de comer, y la calle sin empedrar que dividía el pueblo por la mitad estaba vacía y silenciosa. Ell me dijo que su casa se encontraba en el extremo opuesto del pueblo. Confiaba en poder llevar a las chicas hasta allí sin que nos vieran. Estaban agotadas y angustiadas; lo último que necesitaban era enfrentarse a una turba de vecinos chismosos.

Pero no tuvimos suerte. Cuando habíamos recorrido medio pueblo, distinguí un movimiento en una ventana. Una voz de mujer gritó: «¡Ell!», y diez segundos más tarde empezó a salir gente por las puertas de las casas.

Las mujeres fueron las primeras en llegar, y al cabo de un minuto, una docena de ellas habían formado un corro protector alrededor de las dos chicas, y hablaban y lloraban y se abrazaban unas a otras. A las chicas no parecía molestarles. Pensé que quizá fuera mejor así. Una bienvenida calurosa tal vez las ayudara a recuperarse.

Los hombres permanecieron en segundo plano, conscientes de que en situaciones como aquella no servían de mucho. La mayoría observaban desde los umbrales y los porches. Seis o siete salieron a la calle, moviéndose despacio y estudiando la situación. Eran hombres prudentes, granjeros y amigos de granjeros. Sabían el nombre de todas las personas que vivían en un radio de veinte kilómetros de sus casas. En un pueblo como Levinshir no había desconocidos. Yo era el único.

Ninguno de aquellos hombres era pariente cercano de las chicas. Y aunque lo fueran, sabían que no debían acercarse a ellas al menos hasta al cabo de una hora, o quizá un día. Así que dejaron que sus esposas y sus hermanas se ocuparan de todo. Como no tenían nada más que hacer, sus miradas vagaron brevemente más allá de los caballos y se centraron en mí.

Me acerqué a un niño de unos diez años.

– Ve a decirle al alcalde que ha vuelto su hija. ¡Corre! -El niño salió disparado, descalzo, en medio de una nube de polvo.

Los hombres se me acercaron lentamente; los sucesos recientes agravaban la natural desconfianza que les inspiraban los forasteros. Un niño de unos doce años, menos cauteloso que los demás, vino directamente hasta mí sin quitar los ojos de mi espada y mi capa.

– ¿Cómo te llamas? -le pregunté.

– Pete.

– ¿Sabes montar a caballo, Pete?

– Pues claro -respondió, claramente ofendido.

– ¿Sabes dónde está la granja de los Walker?

– Sí. Unos tres kilómetros al norte, en el camino del molino.

Me hice a un lado y le entregué las riendas del ruano.

– Ve y diles que su hija ha vuelto. Pueden usar el caballo para llegar hasta el pueblo.

El niño ya había montado antes de que pudiera ofrecerle ayuda. No solté las riendas hasta que le hube acortado los estribos para que no se matara por el camino.

– Si vas y vuelves sin abrirte la cabeza y sin romperle una pata a mi caballo, te daré un penique -prometí.

– Me dará dos -repuso él.

Me reí. El niño hizo girar al caballo y desapareció.

Entretanto, los hombres habían ido acercándose más y habían formado un círculo alrededor de mí.

Un individuo alto y calvo, con cara de pocos amigos y una barba entrecana, se designó a sí mismo líder.

– Y tú ¿quién eres? -me preguntó. Su tono de voz revelaba más que sus palabras. «¿Quién demonios eres?»

– Me llamo Kvothe -contesté educadamente-. ¿Y tú?

– No creo que eso sea asunto tuyo -me gruñó-. ¿Qué haces aquí? -«¿Qué demonios haces aquí con nuestras dos chicas?»

– Madre de Dios, Seth -le dijo otro vecino, ya anciano-. Tienes menos juicio que el que Dios le dio a los perros. Esa no es forma de hablar a…

– No me des lecciones, Benjamín -le cortó el primero-. Tenemos derecho a saber quién es. -Se volvió hacia mí y dio unos pasos, separándose de los demás-. ¿Eres uno de esos canallas de la troupe que pasó por aquí?

Negué con la cabeza en un intento de parecer inofensivo.

– No.

– Pues yo creo que sí. Creo que tienes toda la pinta de ser uno de esos Ruh. Se te nota en los ojos. -Los que estaban a su lado estiraron el cuello para escrutarme la cara.

– Por Dios, Seth -volvió a intervenir el anciano-. No había ninguno pelirrojo. De un pelo como ese te acuerdas. No es uno de ellos.

– Si fuera uno de esos hombres que se las llevó, ¿por qué las traería de vuelta? -razoné.

El rostro de mi interlocutor se ensombreció. Siguió aproximándose a mí lentamente.

– ¿Quieres hacerte el listo conmigo, chico? Quizá creías que aquí somos todos estúpidos. ¿Creías que si las devolvías te ofreceríamos una recompensa, o que no enviaríamos a nadie a detenerte? -Ya estaba a solo un metro de mí, y fruncía el ceño con furia.

Miré alrededor y vi la misma ira acechando en los rostros de sus vecinos. Era la clase de ira que hierve lentamente en el corazón de los hombres buenos que buscan justicia, y que al ver que no pueden alcanzarla, deciden que la venganza es lo único que les queda.