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Intenté pensar cómo podía calmar la situación, pero antes de que pudiera hacer nada, oí la voz de Krin a mis espaldas:

– ¡Déjalo en paz, Seth!

Seth se detuvo con las manos levantadas hacia mí.

– Pero…

Krin ya iba hacia él. Las mujeres abrieron el corro para dejarla pasar, pero permanecieron cerca.

– ¡El nos salvó, Seth! -gritó Krin, furiosa-. ¡Estúpido de mierda, él nos salvó! ¿Dónde demonios estabais vosotros? ¿Por qué no fuisteis a buscarnos?

Seth se apartó de mí; la ira y la vergüenza combatían en su cara. Ganó la ira.

– Fuimos a buscaros -gritó-. Cuando nos enteramos de qué había pasado, salimos a perseguirlos. Le dispararon al caballo de Bil, y al caer le aplastó una pierna a Bil. A Jim lo apuñalaron en un brazo, y el viejo Cupper todavía no ha despertado del golpe que le dieron en la cabeza. Casi nos matan.

Volví a mirar y vi la ira en los rostros de aquellos hombres. Comprendí cuál era la verdadera causa: la impotencia que habían sentido, incapaces de defender su pueblo de las malas artes de la falsa troupe. Su fracaso en el intento de rescatar a las hijas de sus amigos y vecinos los avergonzaba.

– ¡Pues con eso no fue suficiente! -replicó Krin, acalorada, echando chispas por los ojos-. El vino y nos rescató, porque es un hombre de verdad. ¡No como vosotros, que nos abandonasteis a nuestra suerte!

La ira se apoderó de un joven que tenía a mi izquierda, un campesino de unos diecisiete años.

– ¡Si no hubierais estado correteando por ahí como un par de furcias Ruh, no habría pasado nada!

Le rompí un brazo antes de darme cuenta siquiera de lo que estaba haciendo. El chico gritó y cayó al suelo.

Lo levanté agarrándolo por el pescuezo.

– ¿Cómo te llamas? -le pregunté gruñendo a escasos centímetros de su cara.

– ¡Mi brazo! -gimoteó él con los ojos muy abiertos.

Lo zarandeé un poco, como si fuera una muñeca de trapo.

– ¡Tu nombre!

– Jason -farfulló-. Por la madre de Dios, mi brazo…

Le cogí la barbilla con la mano que tenía libre y le giré la cara hacia Krin y Ell.

– Jason -le musité al oído-, quiero que mires a esas dos chicas.

Y quiero que te imagines el infierno que han vivido estos últimos días, atadas de pies y manos en la parte trasera de un carromato.

Y quiero que te preguntes qué es peor, un brazo roto o que te secuestren unos desconocidos y te violen cuatro veces todas las noches.

Entonces le giré la cara hacia mí y le hablé en voz tan baja que, incluso a un centímetro de distancia, apenas alcanzaba a ser un susurro:

– Cuando lo hayas pensado, quiero que le pidas a Dios que te perdone por lo que acabas de decir. Y si te arrepientes sinceramente, que Tehlu te conceda que el brazo se te cure. -El chico me miraba con ojos llorosos y aterrados-. Y después, si alguna vez tienes algún pensamiento malicioso sobre alguna de esas dos chicas, el brazo te dolerá como si tuvieras un hierro al rojo en el hueso. Y si alguna vez les diriges una palabra desagradable, se te gangrenará y tendrán que amputártelo para salvarte la vida. -Lo apreté más fuerte y vi que abría más los ojos-. Y si alguna vez le haces algo a alguna de las dos, lo sabré. Vendré aquí y te mataré, y dejaré tu cadáver colgado de un árbol.

Las lágrimas habían empezado a resbalarle por las mejillas, aunque no supe si eran de vergüenza, miedo o dolor.

– Ahora, ve y pídeles perdón por lo que has dicho. -Lo solté tras asegurarme de que podría mantenerse en pie y lo empujé hacia Krin y Ell. Las mujeres formaban un corro alrededor de ellas, como un capullo protector.

El chico se agarró el brazo débilmente.

– No debí decir eso, Ellie -dijo entre sollozos, más arrepentido y desdichado de lo que yo había imaginado, con brazo roto o sin él-. Ha sido un demonio que ha hablado a través de mí. Pero os juro que estaba muy preocupado. Todos lo estábamos. Intentamos rescataros, pero ellos eran muchos, y nos tendieron una emboscada en el camino, y luego tuvimos que traer a Bil al pueblo, o habría muerto allí mismo.

De pronto el nombre del chico me recordó algo. ¿Jason? Caí en la cuenta de que acababa de romperle el brazo al novio de Ell. Pero no me sentí muy culpable. Mejor para él.

Miré alrededor y observé que la ira se esfumaba de las caras de los hombres que me rodeaban, como si de un solo golpe yo hubiera consumido las reservas de ira del pueblo. Todos miraban a Jason con gesto turbado, como si el chico se estuviera disculpando en nombre de todos ellos.

Entonces vi a un hombre fornido y de aspecto saludable que bajaba corriendo por la calle seguido de una docena de vecinos más. Por su expresión adiviné que era el padre de Ell, el alcalde. Se abrió paso entre el corrillo de mujeres y abrazó a su hija levantándola del suelo.

En los pueblos pequeños como aquel puedes encontrar dos tipos de alcalde. El primero es un individuo calvo, mayor y de contorno considerable que sabe manejar el dinero y que tiende a retorcerse mucho las manos cuando sucede algo inesperado. El segundo es un hombre alto, de hombros anchos, cuya familia ha ido acumulando riqueza porque lleva veinte generaciones trabajando de sol a sol detrás del arado. El padre de Ell era del segundo tipo.

Se acercó a mí con un brazo sobre los hombros de su hija.

– Creo que es a ti a quien debo dar las gracias por traernos a las chicas. -Me tendió la mano, y vi que llevaba el brazo vendado. A pesar de la herida, me dio un firme apretón, y esbozó la sonrisa más amplia que había visto desde que me despidiera de Simmon en la Universidad.

– ¿Cómo tiene el brazo? -dije irreflexivamente, sin caer en la cuenta de lo extraña que resultaba esa pregunta en aquel momento. Su sonrisa se apagó un poco, y me apresuré a añadir-: Tengo conocimientos de fisiología. Y sé que esa clase de heridas no son fáciles de tratar cuando uno está lejos de casa. -«Cuando vives en un país donde la gente cree que el mercurio es una medicina», me dije.

El alcalde volvió a sonreír y dobló los dedos de la mano.

– Un poco entumecido, pero nada más. Solo es un corte. Nos pillaron por sorpresa. Conseguí agarrar a uno, pero me clavó el puñal y se soltó. ¿Cómo conseguiste rescatar a las chicas de esos cabronazos impíos, de esos Ruh? -Escupió en el suelo.

– No eran Edena Ruh -dije, y mi voz sonó más tensa de lo que me habría gustado-. Ni siquiera eran verdaderos artistas de troupe.

La sonrisa del alcalde volvió a difuminarse.

– ¿Qué quieres decir?

– No eran Edena Ruh. Nosotros no hacemos las cosas que ellos hicieron.

– Escúchame -repuso el alcalde, y noté que empezaba a enfurecerse un poco-, sé muy bien lo que hacen y lo que no. Vinieron aquí, tan agradables e inocentes, tocaron un poco de música, se ganaron un par de peniques. Luego empezaron a meter jaleo por el pueblo. Cuando les ordenamos que se marcharan, se llevaron a mi hija. -Cuando dijo las últimas palabras, casi echaba fuego por los ojos.

– ¿Nosotros? -oí musitar a alguien detrás de mí-. Ha dicho «nosotros», Jim.

Seth asomó la cabeza por detrás del alcalde y me miró con el ceño fruncido.

– Ya os he dicho que lo parecía -dijo, triunfante-. Los distingo a la legua. Se les nota en los ojos.

– Un momento -dijo el alcalde, incrédulo-. ¿Me estás diciendo que eres uno de ellos? -La expresión de su rostro era amenazadora.

Antes de que pudiera explicarme, Ell lo había cogido del brazo.

– No le hagas enfadar, papá -se apresuró a decir, sujetándolo por el brazo ileso como si quisiera apartarlo de mí-. No digas nada que pueda molestarlo. No estaba con ellos. Me ha traído a casa, me ha salvado.

Eso aplacó un poco al alcalde, pero su simpatía había desaparecido.

– Explícate -me ordenó con gesto sombrío.

Suspiré por dentro al darme cuenta del embrollo en que me había metido.