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– No eran artistas de troupe, y desde luego no eran Edena Ruh. Eran bandidos que mataron a unos de mi familia y les robaron los carromatos. Solo se hacían pasar por artistas.

– ¿Por qué querría alguien hacerse pasar por Ruh? -preguntó el alcalde, como si aquella fuera una idea inconcebible.

– Para poder hacer lo que hicieron -le espeté-. Los dejasteis entrar en vuestro pueblo y ellos abusaron de vuestra confianza. Eso es algo que ningún Edena Ruh haría jamás.

– No has contestado mi pregunta -dijo entonces-. ¿Cómo conseguiste rescatar a las chicas?

– Me las apañé -me limité a decir.

– Los mató -dijo Krin en voz lo bastante alta para que pudieran oírla todos-. Los mató a todos.

Noté que todos me miraban. La mitad pensaba: «¿A todos? ¿Mató a siete hombres?». La otra mitad pensaba: «Había dos mujeres entre ellos. ¿A ellas también las mató?».

– Bueno. -El alcalde se quedó mirándome largamente-. Está bien -dijo, como si acabara de decidirse-. Me alegro. Ahora el mundo es un lugar mejor.

Noté que los demás se relajaban un poco.

– Estos son sus caballos. -Señalé los dos caballos que habían transportado nuestros fardos-. Ahora pertenecen a las chicas. Unos sesenta kilómetros al este encontraréis los carromatos. Krin os enseñará dónde están escondidos. También son de ellas.

– Podemos venderlos bien en Temsford -caviló el alcalde.

– Junto con los instrumentos, la ropa y lo demás, os reportarán un buen dinero -coincidí-. Dividido por dos, será una buena dote -dije con firmeza.

El alcalde me miró a los ojos y asintió con la cabeza para expresar que me había entendido.

– Así se hará -dijo.

– ¿Y todo lo que nos robaron? -protestó un individuo robusto que llevaba puesto un delantal-. ¡Destrozaron mi local y me robaron dos barriles de mi mejor cerveza!

– ¿Tienes hijas? -le pregunté con calma. De pronto mudó la expresión, y comprendí que sí. Lo miré a los ojos y le sostuve la mirada-. En ese caso, creo que has salido bien parado de esta.

El alcalde reparó por fin en que Jason se sujetaba el brazo roto.

– Y a ti, ¿qué te ha pasado?

Jason se miró los pies, y Seth contestó por éclass="underline"

– Ha dicho cosas que no debería.

El alcalde miró alrededor y vio que obtener alguna respuesta más clara implicaría un suplicio. Encogió los hombros y se contentó con aquella.

– Si quieres, puedo entablillártelo -le dije a Jason.

– ¡No! -saltó el chico, y luego rectificó-: Prefiero ir a ver a Nana.

Miré de reojo al alcalde y pregunté:

– ¿Nana?

– Cuando nos despellejamos las rodillas, Nana es la encargada de recomponernos -explicó, y sonrió.

– ¿Está Bil con ella? -pregunté-. El hombre de la pierna aplastada.

El alcalde asintió.

– Conozco bien a Nana -dijo-, y dudo mucho que lo pierda de vista hasta dentro de un ciclo.

– Te acompaño -le dije a Jason, que sudaba mientras se sujetaba el brazo-. Me gustaría ver cómo trabaja.

Con lo lejos que estábamos de la civilización, me imaginé que Nana sería una anciana jorobada que trataba a sus pacientes con sanguijuelas y alcohol de madera.

Esa opinión cambió en cuanto vi el interior de su casa. Las paredes estaban recubiertas de manojos de hierbas secas y estantes con botellitas cuidadosamente etiquetadas. Había un pequeño escritorio con tres gruesos libros encuadernados en piel. Uno de ellos estaba abierto, y comprobé que era la Heroborica. Distinguí anotaciones hechas a mano en los márgenes, y que algunas entradas estaban corregidas o tachadas por completo.

Nana no era tan anciana como yo esperaba, aunque tenía el pelo entrecano. Tampoco estaba jorobada, y de hecho era más alta que yo, con unos hombros anchos y una cara redondeada y sonriente.

Colgó una tetera de cobre sobre el fuego mientras tarareaba una melodía. Entonces cogió unas tijeras, hizo sentar a Jason y le palpó el brazo con cuidado. El chico, pálido y sudoroso, hablaba sin parar de puro nerviosismo mientras Nana le cortaba metódicamente la camisa. Pasados unos minutos, y sin que Nana le preguntara nada, Jason le había hecho un relato certero, si bien un tanto deshilvanado, del regreso a casa de Ell y Krin.

– Es una fractura limpia -comentó por fin Nana, interrumpiendo al chico-. ¿Cómo ha sido?

Jason me lanzó una mirada angustiada, y rápidamente la desvió.

– Nada -se apresuró a decir. Entonces se dio cuenta de que no había contestado la pregunta-. Bueno…

– Se lo he roto yo -dije-. Y he creído que lo menos que podía hacer era acompañarlo hasta aquí y ver si podía ayudarla a arreglárselo.

Nana me miró.

– ¿Tienes alguna experiencia en estas cosas?

– He estudiado medicina en la Universidad -respondí.

– En ese caso, supongo que podrás sujetar las tablillas mientras yo las vendo. Tengo a una chica que me ayuda, pero se ha ido corriendo cuando ha oído el alboroto en la calle.

Jason me espiaba con nerviosismo cuando sujeté la tablilla de madera contra su brazo, pero Nana tardó menos de tres minutos en vendárselo, con aire de eficiencia y aburrimiento. Viéndola trabajar, decidí que valía más que la mitad de los alumnos que había conocido en la Clínica.

Cuando terminamos de entablillarle el brazo, Nana miró a Jason y dijo:

– Has tenido suerte. No ha hecho falta poner el hueso en el sitio. Evita usarlo durante un mes y se curará bien.

Jason se escabulló en cuanto pudo, y tras insistirle un rato, Nana me dejó ver a Bil, que estaba acostado en la habitación del fondo.

Así como la de Jason era una fractura limpia, la de Bil era todo lo desastrosa que puede ser una fractura. Tenía la tibia y el peroné rotos por varios sitios. No pude ver bajo el vendaje, pero advertí que tenía la pierna muy hinchada. La piel que asomaba estaba magullada y manchada, y tensa como una salchicha con excesivo relleno.

Bil estaba pálido pero consciente, y todo parecía indicar que conservaría la pierna. Si podría utilizarla ya era otro asunto. Quizá acabara solo con una marcada cojera, pero yo dudaba que pudiera volver a correr.

– ¿Qué clase de desgraciado dispara contra tu caballo? -preguntó, indignado; tenía la cara perlada de sudor-. Eso no se hace.

El caballo era suyo, por supuesto. Y aquel no era un pueblo donde la gente pudiera permitirse perder un caballo. Bil era joven, se había casado hacía poco tiempo y era propietario de una pequeña granja, y quizá no pudiera volver a andar por haber intentado hacer lo que debía. Dolía pensarlo.

Nana le dio dos cucharadas de un líquido de una botella marrón, y al poco rato Bil cerró los ojos. Nana me guió fuera de la habitación y cerró la puerta tras de sí.

– ¿Ha desgarrado el hueso la piel? -pregunté una vez que nos quedamos solos.

Nana asintió mientras devolvía la botella al estante.

– ¿Qué le ha puesto en la herida para evitar que se le declare una septicemia?

– ¿Quieres decir para que no se le corrompa? -repuso ella, y contestó-: Cardorromo.

– ¿En serio? ¿No le ha puesto arruruz?

– ¡Arruruz! -dijo con desdén mientras añadía leña al fuego y descolgaba la tetera, que ya hervía-. ¿Alguna vez has intentado evitar que una herida se corrompa poniéndole arruruz?

– No -admití.

– Pues entonces deja que te ahorre el mal trago de matar a alguien. -Sacó un par de tazas de madera-. El arruruz no sirve para nada. Puedes comértelo si quieres, pero nada más.

– Pero una pasta de arruruz y besamí es lo más indicado en estos casos.

– El besamí quizá tenga alguna utilidad -admitió-. Pero el cardorromo es mucho mejor. Preferiría tener un poco de hojarroja, pero no siempre podemos conseguir lo que queremos. Lo que yo uso es una pasta de balsamaría y cardorromo, y habrás comprobado que Bil está bastante bien. El arruruz es fácil de encontrar, y es fácil hacer una pasta con él, pero no tiene ninguna propiedad que merezca la pena.